Un país no puede vivir sin unos consensos fundamentales, pocos, pero necesarios para el buen funcionamiento de las instituciones, porque así expresan unas concepciones compartidas del bien común y del bien general. Cuando tales acuerdos no se dan significa que como mínimo en la sociedad política no existe una idea clara del bien en la medida que no existe acuerdo, y esta disonancia se traslada a las instituciones y las destruye.
Esta es la situación y dinámica que vive España. Los principales responsables son los agentes políticos, pero no son ni mucho menos los únicos. Empezó con la corrupción, el clientelismo y la partitocracia favorecida por un sistema electoral que, con sus listas cerradas y bloqueadas, roba la posibilidad de poder optar por personas y no solo por las siglas políticas. Se extendió a la monarquía en la fase final del rey Juan Carlos, aunque quizás sea la que se mantiene mejor parada. Afecta a la Constitución, que continúa siendo excepcionalmente adecuada, pero requiere su abordaje después de estos años. Pero en esto, la pescadilla se muerde la cola, porque ¿cómo puede abordarse su reforma precisamente cuando el problema es la ausencia de capacidad para consensuar nada?
Obviamente, por extensión del problema del descredito de los partidos, el gobierno y las Cortes en su conjunto están institucionalmente mal parados, y la debilidad parlamentaria de Sánchez y su forzoso pacto con un partido como Podemos, capaz de convocar manifestaciones contra el poder judicial, contribuye a alejar del centro de gravedad del consenso y la confianza al gobierno socialista.
El poder judicial, excesivamente manipulado desde los partidos políticos, ha entrado también en una fase de descredito. Sin duda la de efectos populares más extendidos es la reciente sentencia del Tribunal Supremo y contra sentencia en relación a quienes deben pagar el impuesto de actos jurídicos documentados en el caso de las hipotecas, si el banco o el cliente, un absurdo de ineficacia desde su origen hasta el final: desde la admisión de los recursos y su tramitación hasta las sentencias contradictorias. Y en todo ello hay que decir que es grande la responsabilidad de su presidente, Carlos Lesmes, que es en sí mismo una instancia jurisdiccional. Pero, más allá de su grave responsabilidad personal, hay que decir que en el trasfondo de la justicia española vive el agudo problema de funcionar con procedimientos, organización y medios del pasado en un mundo complejo que discurre a gran velocidad.
A estas fallas geológicas de las instituciones, se les añade el hecho de la grave crisis de Cataluña, que se puede observar desde distintas perspectivas, pero que en cualquier caso señala otra fractura institucional que solo puede abordarse respondiendo con una cierta concreción a la pregunta de cómo se resuelve el duro hecho de que dos millones de personas quieran irse.
Históricamente, más tarde o más pronto, la mayoría de las crisis de sociedad y de sus instituciones han presentado una oportunidad para proyectar a la Iglesia su mensaje, y cuando no ha sido así el conflicto ha terminado dañándola. Hoy, y en el caso de España, mucho nos tememos que no solo no está presente, sino que ni tan siquiera se la espera, a pesar de que lo que está en juego es el bien común, la convivencia y el bienestar; es decir, todo aquello que, como dice San Pablo en 1Tm 2,1-5 nos permita llevar una vida “tranquila y serena” para que así “podamos darnos a la piedad y a la honestidad”.