Llega la Epifanía, la festividad de los Reyes Magos, un evento que trasciende lo anecdótico y nos invita a contemplar el misterio de los dones.
No solo se trata de los regalos físicos sino de algo mucho más profundo: reconocer la gratuidad de lo que hemos recibido.
En el acto de dar, encontramos una representación tangible del amor divino. Esta fecha nos invita a recordar que los regalos que recibimos no son fruto de nuestras acciones ni méritos, sino de una benevolencia que opera más allá de lo que podemos entender.
La Epifanía es una oportunidad para adoptar esta perspectiva y maravillarnos ante el regalo inmenso de nuestra existencia, que no merecemos, pero que se nos ha dado como un gesto de amor divino.
Los Reyes Magos, siguiendo una estrella que brillaba no por azar sino por el nacimiento del Salvador, son el símbolo perfecto de esta verdad.
La primacía del amor
La estrella que guio a los Reyes no fue un fenómeno aleatorio ni un simple cuerpo celeste siguiendo leyes mecánicas. Como señaló San Agustín, era un signo creado ex profeso, cuyo único propósito era señalar el camino hacia Cristo.
Su brillo obedecía al hecho milagroso de Su llegada. Este detalle aparentemente sencillo encierra una lección profunda: el mundo no está regido por fuerzas impersonales e inevitables, sino por el amor de un Dios que se acerca a nosotros, que nos busca y nos regala su presencia.
Cuando los Reyes Magos, como cuenta Tertuliano, recibieron la indicación de tomar otro camino de regreso a casa, no solo cambió su ruta física, sino también su perspectiva de la vida.
Después de encontrar al Niño Dios, nada volvería a ser igual.
Regalos que transforman
La práctica de regalar, profundamente enraizada en la tradición de los Reyes Magos, tiene un simbolismo que va más allá de lo material. En cada obsequio, por pequeño que sea, imitamos al Creador, quien nos dio el don supremo de la existencia y la posibilidad de convertirnos en sus hijos. Este acto de dar no se limita a los objetos tangibles; incluye el tiempo, la atención, el cariño y, por supuesto, el regalo eterno de la fe.
En este día de la Epifanía, debemos detenernos un momento para reflexionar sobre lo que realmente celebramos. Los regalos que intercambiamos no son un fin en sí mismos, sino una representación del don más grande que hemos recibido: el amor de Dios, que nos invita a reconocer nuestra dignidad como sus hijos. El regalo inmenso de un Dios que se entrega a nosotros en un Niño pequeño, humilde y eterno.