Los mártires del siglo XX en España que fueron asesinados el 9 de agosto de 1936 suman hasta el momento 21: tres en Barbastro -el obispo Florentino Asensio Barroso-, un laico —el primer gitano beatificado, Ceferino Giménez Malla (El Pelé)— y un monje del Pueyo –Mariano Sierra Almázor-; más, dentro de la misma provincia de Huesca, dos escolapios; siete hospitalarios colombianos de la comunidad madrileña de Ciempozuelos, asesinados en Barcelona, al igual que un hermano de La Salle y un sacerdote de la Sagrada Familia; un sacerdote operario diocesano en Tarragona y otro-Guillermo Plaza Hernández– en Toledo, provincia en la que además mataron al párroco de La Puebla de Don Fadrique; en la provincia de Madrid, mataron al capellán de los lasalianos de Griñón y a un coadjutor salesiano –José María Celaya Badiola– en la capital; otro sacerdote, capuchino, fue asesinado en Carcaixent (Valencia); y un sacerdote redentorista –Julián Pozo y Ruiz de Samaniego– lo fue en Cuenca.
Fuera de España, es aniversario del martirio del sacerdote Ricardo Bere en las islas británicas (1537); en Francia del sacerdote benedictino Claudio Richard (1794); entre las víctimas del nazismo, de Edith Stein (santa Teresa Benedicta de la Cruz) en Auschwitz (1942) y del austriaco Franz Jägerstätter (1943); en Rusia la Iglesia ortodoxa ha glorificado a dos sacerdotes y un obispo martirizados en esta fecha de 1918 –Pantaleón Bogoyavlensky, Platón Gornyh y Ambrosio Gudko– y a otro sacerdote martirizado en 1941, Iván Soloviev.
Confesó a la gente de la casa y renovaron su profesión religiosa
El 9 de agosto de 1936 se presentaron dos hombres en la llamada Casa Zaydin, donde estaban dos religiosos escolapios de la comunidad de Peralta de la Sal (Huesca), y dijeron que ambos debían acompañarles a Fonz, donde tenían que deponer en una causa. El sacerdote Faustino (de Nuestra Señora de los Dolores) Oteiza Segura, navarro de Ayegui y de 46 años —autor de la carta en que explicaba el martirio del padre Dionisio Pamplona a sus familiares—, se dio cuenta de que se trataba de ir al martirio y dirigiéndose al hermano Florentín (de San Francisco de Borja) Felipe Naya —de 69 años y oriundo de Alquézar (Huesca, foto de la derecha)— le dijo que había llegado la hora de ir al Cielo.
Pidió un poco de tiempo, que le fue concedido, confesó a las personas de la casa, se vistió de paisano para impedir que fuera profanado el hábito religioso y dio su bendición a todos los presentes. Los dos renovaron su profesión religiosa. A las cuatro de la tarde los recogió un coche. La calle estaba llena de gente, que acudió a despedirlos en el más respetuoso silencio.
El coche partió camino de Azanúy, en cuyo término los fusilaron. Rociados sus cadáveres con gasolina, fueron quemados y enterrados en el mismo lugar. El Estado 2 de Peralta de la Sal en la Causa General (legajo 1412, expediente 51, folio 4) dice que el asesinato se cometió en el monte de Azanúy, pero la documentación de ese pueblo no anota el asesinato de ningún forastero. La declaración de un escolapio (folio 15) precisa que fueron asesinados en el lado izquierdo de la carretera y que sus cadáveres fueron recogidos (y por lo tanto supuestamente enterrados en Peralta de la Sal).
Oteiza había hecho la profesión solemne en 1912 y fue ordenado al año siguiente. Desde 1919 trabajó en la escuela infantil de Peralta y desde 1926 era maestro de novicios. Padecía Parkinson desde 1920. Solo él y otro escolapio quedaron dentro del colegio cuando hubo un intento de incendiarlo el 8 de noviembre de 1933. El 23 de julio había sido desalojado, marchando a la casa Clari, y de ella el día 29 a la casa Zaydin.
Florentín Felipe profesó como hermano lego con votos solemnes en 1883, trabajó siempre en la cocina y el comedor, y llevaba en el colegio de Peralta desde 1929. Por sus problemas de vista y oído no pudo trabajar en los últimos años. Murió con el rosario en la mano.
Le encontraron una foto vestido con hábito, y fue su sentencia de muerte
El lasaliano José Figuera Rey (hermano Lorenzo Gabriel), de 24 años y natural de Pobla de Segur (Lleida), destinado en 1935 al Colegio Condal de Barcelona, se refugió al estallar la revolución en casa de su abuela, trabajando en la huerta y orando. La noche del 8 al 9 de agosto dos camionetas de milicianos llegaron para hacer un registro buscándole. Le preguntaron qué hacía allí y respondió que era maestro, que preparaba nuevos exámenes y pasaba unos días con su abuela. En una maleta encontraron una foto suya, vestido con el hábito:
—¡Vaya, nos has mentido! Dices que eres maestro y sin embargo eres un fraile.
—No he mentido, soy maestro y también religioso, de los hermanos de las escuelas cristianas.
Se lo llevaron diciendo a su abuela que como había mentido le iban a asustar un poco. No regresó. En la ficha de su cadáver figuraba que había muerto por balas el 9 de agosto de 1936.
Su cadáver quedó en ademán de bendecir o perdonar
Narciso Sitjà Basté, de 69 años y barcelonés de Sant Andreu de Palomar, sacerdote y consultor general de la Congregación de Hijos de la Sagrada Familia, era poeta y compositor. Refugiado en casa de sus familiares, en donde seguía ejerciendo el ministerio sacerdotal, fue detenido y asesinado en la Riera de Sant Andreu en la madrugada del día 9 de agosto de 1936, quedando en ademán de bendecir o perdonar a sus verdugos.
Joan Vallés Anguera, sacerdote operario diocesano de 63 años, fue asesinado en su localidad natal de Darmós, municipio de Tivissa (Tarragona). La documentación de la Causa General (legajo 1444, expediente 14, folio 6) dice simplemente que su cadáver se encontró «a 10 metros del cementerio» y que «se ignoran los culpables».
Antonio Mateo Salamero, de 71 años, capellán del Noviciado de La Salle en Griñón, fue asesinado este mismo día en Torrejón de la Calzada (Madrid).
Acompañó a los milicianos que quemaban los objetos religiosos, y alguien lo identificó como fraile
José María Garrigues Hernández (padre Germán de Carcagente), de 41 años y oriundo de esa localidad valenciana, fue uno de los tres capuchinos de una familia de ocho hermanos; profesó en 1917 y fue ordenado sacerdote en 1919. Se dedicó a la enseñanza durante una década en Alcira, donde tuvo a su cargo la escuela gratuita que acogía a los niños del barrio en el que estaba situada la residencia de los religiosos. En febrero de 1936 la comunidad de Alcira fue disuelta debido al clima de inseguridad, y el padre Germán fue al convento de Valencia. Comentó en una ocasión: «Si Dios me quiere mártir, me dará fuerzas para sufrir el martirio». Al estallar la revolución, fue a residir con su madre y una hermana en Carcagente.
Allí se dedicó a la oración y a otros ejercicios de piedad, e incluso bautizó en la misma casa a una niña. Se mostraba tranquilo, pues no había hecho nada malo a nadie. Al advertirle el peligro que corría, contestó: «¿Qué cosa mejor que morir por Dios?». El templo parroquial y las iglesias de los franciscanos y las dominicas fueron pasto de las llamas, e incluso requisaron cuadros e imágenes religiosas de los domicilios para quemarlas en la plaza pública.
Al anochecer del 9 de agosto se presentaron en la casa de los Garrigues tres milicianos para practicar un registro. El padre Germán les acompañó en la búsqueda. Al salir a la calle para quemar los cuadros religiosos que habían requisado, un vecino les dijo que el hombre que los había acompañado era un fraile. Regresaron a la casa, y preguntaron por él, ordenándole acompañarles. Fue conducido al comité, y al cabo de una hora lo llevaron al cuartel de la Guardia Civil, convertido en cárcel. A medianoche lo subieron a un coche, llevándolo al puente del tren sobre el río Júcar. Le ordenaron que se colocara sobre el puente, y entonces se arrodilló, habiendo besado antes las manos a los verdugos y perdonándoles. Le dispararon y cayó malherido a un terraplén. Bajaron y lo remataron. Al día siguiente llevaron el cadáver al Hospital Municipal, donde las religiosas que habían quedado allí como enfermeras lo reconocieron y limpiaron. En su rostro estaba dibujada la sonrisa que en vida le había caracterizado.
«Matadme a mí, pero que yo sea el último»
Francisco López-Gasco Fernández-Largo, de cuarenta y siete años, estudió en Roma, donde fue ordenado sacerdote en 1914, desempeñando diversos encargos en la diócesis de Toledo hasta ser párroco de la Villa de Don Fadrique. Fundó un grupo integrado en la Alianza en Jesús por María, hoy instituto secular. Al tiempo de estallar la guerra, dijo: «Mi deber es estar aquí hasta el último momento, defendiendo cuanto pueda la parroquia que se me encomendó». Hasta el 3 de agosto estuvo en casa del sacristán de la parroquia Buenventura Huertas, sin esconderse y recibiendo a los feligreses, explicando el Evangelio y dando la comunión.
En la noche del 8 de agosto trataron de matarlo a él y a otros ocho prisioneros con palos. En la mañana del 9, dando a todos por muertos, los cargaron en una galera para llevarlos a enterrar. Llegados al término llamado La Media Luna, «don Paco estaba vivo», recordaba el sacerdote Valentín Ignacio, que presenció el juicio penal de sus asesinos y tomó nota de algunas declaraciones, transcritas por Jorge López Teulón: «Los cogimos a los nueve y los cargamos en el carro o galera (no recuerdo en qué fue), algunos iban ya muertos, don Paco iba vivo y cuando llegamos a Media Luna cavamos para hacer el hoyo y enterrarlos; y dijo uno: «Paco, échales un responso», y él se lo echó a todos. Después dijo otro: «Paco, échanos un sermón como los que echabas en la iglesia» y sentado con los pies colgando en el hoyo que iba a servir de sepultura, comenzó a hablarles con estas o parecidas palabras: «Hijos míos: yo vine a este pueblo de cura, para procurar que todos se salvasen, no sé si alguno se habrá salvado; moriría satisfecho, que todos vosotros o alguno se salvaba, que Dios os perdone como yo os perdono». Y dijo el miliciano declarante… «que fue uno por detrás y le dio en la cabeza con el mocho de un azadón o con el de un pico o con un macho de fragua, no sé con qué, y lo matamos, y cayó así en la sepultura». Otra de sus frases habría sido: «Hijos, yo os perdono, matadme a mí, pero que yo sea el último».
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