Al final de nuestro trayecto juntos, nos sentimos satisfechos, pues ir en busca de la Verdad siempre tiene premio. El saber hacer no está en saber mucho, sino en ponerlo bien en práctica. Descubrimos, entonces, que aún nos falta. ¡Avancemos!
Te busco y no te encuentro.
Sigo tus pasos emborronados
por el viento.
Sé que estás ahí,
te huelo, te presiento…
pero no te veo.
Tu voz me habla en mis adentros.
Vives en mí, aún sin conocerte.
En mi morada estás sediento,
sintiendo pena voy, porque no merezco
tan grande vena que me llena.
Y yo sigo huyendo,
cantando de contento,
y con mi serenata encuentro
que tu melodía me recuerda
a Ti, vivo recuerdo,
de cuando, creado, me hiciste valiente
de seguirte, de buscarte, de añorarte.
Y así, contradicho por mis pensamientos,
sigo en pos de Ti, aun sin saberlo.
¡Muéstrate ya, que ya reviento!
Estamos caminando en busca de la Verdad, experimentando, quién más quién menos, que la Verdad es algo que se siente, se palpa, se vive… si es perseguida con afán más que con interés. Nuestra búsqueda debe ser desinteresada para que un día pueda dar el fruto que le debemos al Dios-Verdad, y para que, acogiéndoLe, recibamos en nuestra casa −nuestra alma− al mismísimo Rey de reyes y Señor de señores. Un Rey que quiere reinar en ella sin exigir pleitesía, y un Señor que no se adueña de los bienes que nos da, si le damos previamente con libertad de espíritu, pues entonces nos los devuelve engalanados. Ahí estará el valor de nuestro desprendimiento: el darlo todo sin esperar nada a cambio, pero siendo conscientes de que dando crecemos. Ahí es donde brilla −inflamándose con sus mejores galas− la Verdad que tanto ansiamos. Vamos a experimentarlo.
Cara a cara con la Verdad
Pilato le pregunta a Jesús: “Y ¿qué es la Verdad?” (Jn 18,38). También nosotros −aun sin saberlo− nos lo preguntamos. Sentimos por instinto y con razón que Dios −la Verdad− nos llama. Porque sí: vimos que Dios es la Verdad. La Verdad es Dios. Él nos ha Creado, predestinándonos a vivir felices con Él o reventar de descontento, y por eso sentimos ese reclamo, la llama de amor viva que crece en nuestro interior fogueándonos las entrañas.
San Juan de la Cruz habla de esa llama de amor viva anunciando la dicha que en ella podemos encontrar si queremos. Si queremos. Pues podemos no querer. Porque Dios −el Todopoderoso ante Quien toda rodilla se dobla o revienta− nos ha hecho libres de aceptar su llamada o no. Y sí: en Él encontraremos toda dicha, la felicidad que anhelamos como sed que no se apaga hasta que reposamos en Él. Podemos razonarla en vida, sí, pero solo la aprehenderemos parcialmente, pues no llenaremos el vaso en su plenitud hasta la bienaventuranza eterna.
Hay una historia que dice que, después de la Resurrección de Jesús, Pilato se convirtió. No sabemos si buscaba la Verdad, pero después de una vida ajeno a ella, acabó abrazándola. No lo sabemos con certeza, puede ser leyenda. Lo que sí sabemos por nuestro Libro Sagrado es que inicialmente no tenía claro qué era. A pesar de todo, de ser cierta la historia, Pilato se convirtió. Fuere lo que fuere, lo que quiere indicar esta historia es que la Verdad se encuentra, tanto si se busca como si no, y puede hacerlo el pecador más empedernido. Es la manera que tiene el Creador de manifestarse al ser humano. “Mira que estoy a la puerta y llamo”, nos dice el Espíritu (Apc 3,20).
Más aún, podemos también convertirnos nosotros. La conversión, aun con todo su aparato, es la aceptación libre de la Verdad. Y eso podemos hacerlo solo viviendo con humildad, apertura y amor. Humildad, para reconocer que no somos el centro, sino solo un satélite, y así poder aceptar la llamada que nos llega. Apertura, para acoger cuanto el Espíritu nos diga. Amor, para comunicar cuanto hemos descubierto, y vivirlo, al tiempo que lo devolvemos a Dios. Todo junto, abrazando la unidad con que la Verdad es, se muestra y se recrea.
La Verdad es una
Si hablamos de la Naturaleza y las cosas desde la perspectiva humana, al observar la manera en que la Naturaleza expresa la Verdad de Dios, observamos sin demasiado esfuerzo que es una tendencia natural humana considerar la Verdad como variopinta; del mismo modo, si nos paramos a pensar la esencia de la Naturaleza y de las cosas, no es difícil percatarse de que en todas ellas brilla la esencia misma del Universo (aun considerándolo Universo de universos), de manera que podemos considerarla una.
Por tanto, no será difícil tipificar esa unidad como globalizante, y como hemos visto, considerar la Verdad como expresión de la naturaleza creadora de un ser inteligente, al que −desde muchas orientaciones− llamamos Dios. Hasta los pastores de ovejas que practican la trashumancia que he conocido en mi vida, son capaces de abstraer esta esencia como principio vital de los seres, cosas, procesos y sistemas que conforman la Naturaleza.
Llegados a este punto, conveniremos fácilmente en que el intento de la pléyade de seres fatuos que en la actualidad pretende vendernos la Verdad como subjetiva y por ello relativa (aunque no la acepten abiertamente con mayúscula, solo con referirse a ella ya lo están haciendo), es un intento interesado de unos pocos dominadores condenado al fracaso, pues la Verdad, por el mero hecho de ser la Verdad, cae tarde o temprano por su propio peso; y eso, desde el momento en que la tildamos de Verdad (con mayúscula o no). Si no, ¿de qué estamos hablando? ¿No es, eso que hacen algunos al negarlo, un oxímoron? En efecto, por muy vestido de gala que nos lo vendan con el boato con que tratan de extender enmascarado el tristemente famoso pensamiento único, solo con referirnos a la Verdad, ya estamos aceptándola.
La Verdad es buena
Hablábamos en el capítulo anterior del Bien y la Belleza como atributos de Dios. Ahora los estudiaremos como aspectos constituyentes de la Verdad. Si Dios es bueno, es que la Bondad es santa, pues Dios santifica cuanto es. Visto al revés, si la Bondad, por ser Dios en esencia, es buena (valga la redundancia), tendremos que convenir en que la Bondad es digna de imitación, una aspiración noble a la que todo ser humano debe tender y tiende por instinto y con razón.
Partamos de la consideración de que, si la Verdad es Dios y puesto que el Bien nos atrae a la Verdad, es que es Dios quien nos atrae. Hasta los animales, las plantas y los microorganismos tienden al Bien. No será de manera razonada, pero sí por su instinto y naturaleza, por el entero desarrollo de su vida, que no escogiendo entre el Bien y el Mal, pues el ser humano es el único capaz de reconocer el Bien y de hacer el mal por el Mal. La Iglesia reconoce en todos los seres vivos (con un desarrollo programado) un alma (humana, animal, vegetal…). Es expresión de que su existencia tiene un principio y un final, animados por un Principio vital. Todo empieza y termina en Dios, Creador de cuanto existe, el Sumo Bien. (“Yo soy el Alfa y la Omega”: Apc 1,8).
Observamos, además, que toda la Creación avanza en un dinamismo coordinado: hasta un rayo que descarga incendiando un bosque sobre una montaña tiene una consecuencia positiva y creativa con la destrucción que produce: revitaliza el futuro del bosque quemado a partir de sus cenizas, que, sin saber cómo, abonan y fecundan la tierra que se veía yerma.
Lo mismo sucede con el alma humana. No hay pecado que no pueda ser perdonado, pues “Dios puede sacar hijos de Abraham de estas piedras” (Mt 3,9). San Pablo pasó de ser cruel perseguidor de los cristianos a ser mártir defensor de la fe, el “apóstol de las gentes”, dando forma atractiva y argumentada al mensaje cristiano y esparciéndolo por todo el orbe conocido; san Agustín fue un mujeriego reconvertido en un santo doctor de la Iglesia… Hasta el mal más malo puede ser parte constituyente y hasta predilecta de la expresión y la expansión de la Verdad. Porque la Naturaleza, el Universo responden al plan de Dios, y por ser creación Suya, son buenos. “Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón…” (Magníficat: Lc 1,51).
La Verdad es bella
De la misma manera que a una persona la conocemos por sus obras, a Dios Creador podemos conocerle por la magnificencia de las maravillas de la Creación, encabezada por su obra maestra, el ser humano, creado libre para que pueda descubrir en aquella la Belleza de la Verdad a la que su Creador le llama, con solo disponerle con su razón libre para someter y dominar las maravillas que hay en ella, llenándola con su esfuerzo (Cfr. Gén 1,28).
“¡Qué bella flor!”, “¡Qué persona tan amable!”, “¡Qué música más relajante!”, exclamamos a menudo. Nos gusta lo bello. Gracias a ello, la Humanidad ha progresado de manera sorprendente, desde las cavernas a descubrir nuevos mundos, con grandes obras literarias y emocionantes composiciones musicales, construcciones de rascacielos que desafían la sensibilidad más refinada, armonías pictóricas, impactantes esculturas, el espíritu maternal de una madre con su hijo, el espíritu amoroso de dos amantes, el espíritu amical de dos amigos, una teoría filosófica, una fórmula matemática… ¡la belleza de un abrazo, de un beso casto! Todo el bien del mundo muestra el Bien al que todo tiende, y que los cristianos definimos como el Dios Padre que abraza al mundo en un abrazo eterno. Lo bueno es bello.
Vemos que no solo lo material puede ser bello, sino también lo espiritual y lo inmaterial; de modo que por el espíritu podemos llegar a contemplar la belleza de Dios. Y contemplando a Dios contemplamos su magnificencia esplendorosa, hasta tal punto que advertiremos que ningún ser u objeto creados puede ni tan solo imitarle, pues todos son imagen del Dios Creador (Gén 1,26).
Hemos visto también que la razón y la ciencia pueden ser bellas, en razón de ser parte o esencia inmaterial consecuencia de las obras creadas por Dios. Razón y ciencia no están en lucha; no son opuestas, sino que una se apoya en la otra, se complementan. Lo explica mejor san Juan Pablo II cuando habla de las dos alas que nos elevan a Dios en la cita de la encíclica Fides et ratio que propusimos en el capítulo VII. La razón posibilita entender la ciencia, y la ciencia materializa la razón.
En esa línea podemos profundizar con las audaces palabras siguientes: “El materialismo no ha sido siempre más que una creencia; ahora, es una creencia irracional. Siempre podrá existir la libre elección de un gran número de personas, pero será una elección desprovista de todo fundamento racional. Su principal razón de ser consistirá en aportar una justificación intelectual al individualismo y al rechazo de toda referencia moral. […] Dios creó a los hombres ‘para que busquen a Dios, por si tal vez, palpando, puedan hallarlo, aunque es cierto que no está lejos de cada uno de nosotros’ (Hch 17,27). Esta afirmación del apóstol Pablo es una incitación a la reflexión” (Dios. La Ciencia. Las pruebas. El albor de una revolución. Michel-Yves Bolloré y Olivier Bonnassies. Ed. Funambulista. Madrid, Oct. 2023. Pág 503 y 506).
El poliedro de la Verdad
La Verdad se encuentra estando a solas con Dios, en la soledad del silencio. Con momentos de soledad y de silencio permitimos a nuestra alma aflorar y captar el mensaje que Dios tiene reservado en exclusiva para cada uno de nosotros, pues Dios, al ser la Palabra (Cfr Jn 1,1), está en el principio de la Historia pues con la Palabra se hizo todo y sin ella no había nada (Cfr Jn 1,3); y al ser eterno, es el motor perpetuo de la Historia, Historia que viene marcada por el tiempo que Él le ha dado. En consecuencia, el tiempo tiene su expresión en la Historia, por medio del silencio. Una Palabra silente que a veces puede ser silencio atronador.
La Palabra crea y comunica su poder silente a las almas, para que las almas lo comuniquen. Pero hay almas dispuestas a comunicar cuanto han vivido (Sal 22,31-32; Sal 105; Mt 11,4-6; Mt 28,8.10; Mc 16,15.20; Lc 9,60; Lc 10,1; Hch 5,20), y otras que lo consideran posesión personal, y en consecuencia, matan el Espíritu. Sucede con aquel que te evita, te ignora y te bloquea aferrándose a que, porque afirmas que −dejando al margen intimidades personales que no importan a nadie− no es de auténtico converso el no sentir el tirón de esparcir la Verdad, y que, afirmándolo, ya estás obligando a todo converso a esparcirla. No advierte, el desalmado, que la Verdad es polifacética, por más que algunas de sus facetas sean duales. Y que, en relación al hecho concreto que tú le estás señalando, es de cajón y de su misma naturaleza −como hemos defendido en otros capítulos− que la Verdad tiende a diseminarse, y por tanto es de buen católico diseminarla: hay que tirar la semilla a boleo, para que, aquella que Dios quiera, enraíce, brote y crezca.
Cierto. Cuesta un montón lanzar semillas a voleo para ser testigo de las pocas semillas que prenden. Pero eso no quita que la Verdad −por su propia naturaleza− debe ser compartida, pues no es propiedad privada. Tiene una dimensión colectiva, pues cuando se siente en cierto grado, impulsa con ímpetu al alma a propagar tanto fuego que le enciende las entrañas y le consume sin consumir, en una llama de amor viva que prende cuanto tiene cerca, con el ejemplo, con el testimonio, con el amor.
El testimonio forma parte del cristianismo, el contar las maravillas del Señor forma parte de la dinámica del Evangelio (Cfr. Sal 105). Pero no hay testimonio cristiano sin virtud. Hemos de rechazar espiritualidades pastadas con las pretensiones humanoides de la Nueva Era. La virtud señala el camino (“a donde Yo voy, ya sabéis el camino”: Jn 14,4-6).
Huyamos de sendas espiritualistas que nieguen la Verdad o la impongan como creaciones humanas por la fuerza, sabedores de que quien te critica por defender una Verdad con mayúscula te señala como impostor de su propia verdad, y el hecho es que es él quien está rechazándote a ti para imponer la suya, o su propia anarquía. No olvidemos lo señalado en el capítulo anterior, que la Verdad está permanentemente acechada por la antivirtud, expresada en la pléyade de antivirtudes, que, encabezadas por la soberbia (primer pecado capital), la oscurecen y hasta la corrompen, como es el caso del pensamiento único que pretenden imponernos. La antivirtud es pecado. Por eso no debemos escuchar otros dioses con sus cantos de sirena (Éx 20,3; Jer 25,6; Discurso de san Pablo en el Areópago: Hch 17,22-33) que nos lleven a embarrancar en las rocas para darse ellos un festín con el tesoro (Mt 13,44-46) que llevamos “en vasijas de barro (2 Cor 4,7).
Crecer en la Verdad
La Verdad no se aprehende con toda su unidad, bondad, belleza y totalidad en vida. Solo es posible crecer en ella yendo de camino en su búsqueda. Eso sí, con la certeza incuestionable pero flaca de que la alcanzaremos con todos sus matices en la vida eterna, tanto si nos salvamos como si no. La tentación “seréis como Dios, conoceréis la verdad” de la serpiente a Eva (Cfr. Gén 3,4-5) Dios la ha convertido en profecía, pues los diablos, en el Infierno, también saben dónde está la Verdad, pero por soberbia la han rechazado y por eso no la gozan, ni la conocen en toda su plenitud; mucho menos que cualquier alma que haya alcanzado el Cielo, puesto que la Verdad, al ser Dios, solo es posible aprehenderla en su plenitud en el Cielo, con la plena visión y fruición de Dios; y aun así hay diferencias entre las almas escogidas según su grado de virtud alcanzado en su vida terrenal (“en la casa de mi Padre hay muchas estancias”: Jn 14,2).
La búsqueda permanente de la Verdad pasa por vivir la propia vocación entregándose con libertad, sinceridad, amor y cruz, a imitación de Jesús: la libertad de quien se sabe persona, pues es imagen de Dios, por Quien y para Quien vive, lo sepa o no; la sinceridad de quien se muestra coherente con sus obras; el amor que se ha de compartir a manos llenas; la cruz que debemos cargar con naturalidad y sencillez, sin aspavientos ni haciendo morros.
Con todo ello, tenemos asegurada la bienaventuranza eterna, que confirmará nuestra voluntad de sentido, que bien podremos expresar con un deseo ardiente dirigido a Dios-Amor, como lo expresa Josep Maria Torras en un cuadro de su canal de YouTube: “Que mis palabras acompañen mis obras, y mis obras muestren mis palabras” (YouTube – La Pinacoteca de la Oración – “La fuerza viene del corazón”).
Ese sentido que encontramos en la Verdad colma nuestra voluntad de sentido. Recordemos que converso no solo es el que se bautiza; conversos debemos serlo todos, pues la conversión −como hemos dejado claro en toda la serie de capítulos− es un camino de profundización de la Verdad, que nosotros vivimos en clave cristiana (“poneos en camino”: Lc 10,1-12). Converso es todo aquel que se decide a vivir cada día más a fondo un cristianismo sin tacha, de acuerdo con la esencia y el proceso de la conversión que apuntábamos en el capítulo XVIII. Nosotros los cristianos creemos que la Verdad es la que vino a testificar Jesús, pues, como afirma Él: “Si permanecéis en mi palabra, sois en verdad discípulos míos, conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres” (Jn 8,32), pues “para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad” (Jn 18,37).
Pero solo por la fe podemos aceptar que Jesús es la Verdad. Sin fe, solo es posible llegar a reconocer a Jesús como un Maestro que habla en verdad. Pero, para nosotros los cristianos, y en concreto los católicos, Jesús es “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6), que desea que le abracemos como Verdad con libertad (“la verdad os hará libres”: Jn 8,31), con decisión (“vende lo que tienes y sígueme”: joven rico, Mt 19,21), con prontitud (“inmediatamente, lo dejaron todo y le siguieron”: Mt 4,20-22), y en exclusiva (“sin mirar atrás”: Lc 9,62; y sin seguir a otros dioses que niegan que Jesús es el Señor: Cfr. 1 Jn 2,22-28; 2 Jn 7-11).
En el camino de la Verdad
Vamos a terminar con una oración inspirada en santo Tomás de Aquino, que corre como la tinta por los libros de devociones y que reza:
Dame, Señor y Dios,
un corazón vigilante,
que ningún pensamiento curioso me arrastre lejos
/ de un corazón noble,
al que ninguna indigna afección desvíe;
un corazón firme,
al que ninguna adversidad destroce;
un corazón libre,
al que ninguna pasión violenta subyugue.
Concédeme, Señor, Dios mío,
una inteligencia que te conozca,
una diligencia que te busque,
una sabiduría que te encuentre,
una vida que te plazca,
una perseverancia que te espere con confianza
y una confianza que al fin te posea.
Amén.
Y así, con esta plegaria desprendida, hemos llegado al final de nuestra disertación en busca de la Verdad. Es un camino que tan solo apuntamos, sabedores de que hay tantos caminos como personas y como momentos vive una persona. Con todo, no hemos encontrado la Verdad que anhelamos; apenas la hemos intuido o captado, según nuestra virtud, pero la hemos desentrañado juntos, pues, como hemos visto, de esto se trata: de caminar buscándola, cantando con el salmo 84: “Vale más un día en tus atrios que mil en mi casa”. ¡Ahora nos toca vivirla!
El valor, como el amor, está en no rendirse nunca, del mismo modo que el movimiento se demuestra andando, convirtiéndolo en −parafraseando un himno litúrgico− valor enamorado. Debemos hacerlo apoyándonos unos a otros, en lugar de hacernos la cusqui con rencillas ensoberbecidas en interés o envidia. Respaldados unos con otros, sin duda podremos, puesto que −aun sin conocernos, pues basta que seamos hermanos (Mt 23,8)− esta es la manera más coherente y más linda que hay de conseguirlo, y la única que nos asegura el favor divino… vivamos donde vivamos y tengamos el color que tengamos. Recemos con san Agustín: «Nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti». ¡Avancemos juntos, que, si le somos fieles a la Verdad, en el Cielo nos veremos! −Si no, no−. ¡Hasta siempre!
Twitter: @jordimariada
Todo el bien del mundo muestra el Bien al que todo tiende, y que los cristianos definimos como el Dios Padre que abraza al mundo en un abrazo eterno. Lo bueno es bello Share on X