Hablamos mucho, escuchamos poco. La valía no está en saber muchas cosas de doctrina católica, sino en cumplirlas. Cada uno de nosotros siente la llamada, que, por de Dios que venga, si no la seguimos, nos condena. Interior a exterior reclama.
Hablo contigo
sin saber tu Nombre.
No sé quién eres,
pero me sostienes,
que siempre estás allí, donde Tú debes,
aun si yo me escondo
de tu mirada.
Siento dentro tu Palabra,
un fuego ardiente que me abrasa,
quemando el alma, la entera aurora
que me ilumina paciente los pasos
y me abre la puerta de tu Casa.
Acaso sé que estarás conmigo,
esté o no esté yo en bien contigo,
huyendo de ti y de tu Voz, perdido,
como acostumbro a vivir colgado,
a pesar de tus desvelos.
¡Por mí desvives, por mí declaras,
y yo, cobarde, me escabullo!
¡Cubre, oh, Luz, mi ansia y mis despojos,
que pronto saldré del fogal ignoto
de la noche oscura y en celada
que en Ti me alcanza;
y pronto, pronto,
encendido con tus brasas,
me uniré a ti con fe arreciada…
cuando el sol abrase mis antojos!
Vimos en el último capítulo que no hay vocación que valga si no existen libertad y vida interior que alimenten la oración necesaria para descubrir esa vocación. Pero, además, observaremos que todas ellas, para ser sinceras y así auténticas, deben beber de la caridad, de manera que la caridad en la vocación (de la que hablamos en diversos artículos) se encuentra y parte de la oración, que las acrecienta con la libertad y la vida interior.
Esa libertad y vida interior nos ayudan a descubrir el mandato que nos dirige Jesús cuando nos afirma “si hacéis lo que os mando” (Jn 15,14), erigiéndose así como modelo para encaminarnos al descubrimiento “de mi Padre que está en los cielos” (Mt 12,50), pues “Dios es amor” (1 Jn 4,8). Por eso nos disponemos ahora, como prometimos, a desarrollar este detalle apuntado, pues es un detalle imprescindible para que la vocación no sea un más de lo mismo, de aquel seguirse a sí mismo de la doble vida que denunciábamos especialmente y con detalle en el capítulo III.
Oración y devoción
Como afirmo en mi libro publicado en catalán Les Decapíndoles de la Comunicació Disruptiva (DCD), con mi experiencia personal he constatado que no es imprescindible la devoción para descubrir la vocación, sino que basta simplemente con la oración, pues −como allí apunto− la oración nos es connatural, pues somos seres espirituales que provienen del Padre (y eso es así, porque “Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y en verdad”: encuentro con la samaritana, en Jn 4,24). Mírate esos párrafos del Bis del Colofón de mi libro y descubrirás un nuevo mundo. (No te los transcribo aquí por ocupar dos páginas largas). Pero no olvides que quien inspira es el Espíritu; que sin Él, nada de nada… por más oración que haya: su soplo es Vida. (“Y la Palabra era Dios. […] En la Palabra había vida, y la vida era la luz de los hombres”: Jn 1,1.4).
Del dicho al hecho. Al ritmo que avanzamos, vamos recapitulando y matizando cabos sueltos de nuestra disertación en busca de la Verdad. Anotamos ahora con contundencia que la oración nos enriquece la vida interior, al tiempo que no hay vida interior sin oración. Pues destaquemos que, al sernos connatural como decimos, siempre hay oración; lo que sucede es que es posible que el interlocutor consciente o inconsciente de esa oración no sea Dios-Amor, sino uno mismo o incluso el Maligno.
En diálogo
Hemos hablado de “interlocutor”. Pues bien. La oración cristiana sincera constatamos que debe dirigirse al Padre, a través de la Palabra; pues sin la debida orientación, no se dirige a Él, que se expresa con y por su Hijo: porque la oración puede ser sincera pero errada. Nos enorgullece hablar con reyes, ¿y no vamos a enorgullecernos de que nuestra conversación sea de tú a Tú con el Rey de reyes y Señor de señores (1 Tim 6,15; Apc 19,16; con expresiones similares en toda la Biblia)? Lo que ocurre es que, una vez más, al sernos tan connatural, nos cuesta darle el auténtico valor que tiene. Con los reyes de la Tierra hacen falta trámites para solicitar audiencia, y luego reverencia, ¿y no mostramos ni la mínima decencia obligada al dirigirnos al Creador del mundo? Recordemos: “Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré” (Jn 14,14).
Así pues, ese diálogo del que hablamos (paradigma de toda comunicación, con un emisor y un receptor), se estructura sobre el patrón de todo diálogo: pregunta-respuesta. Una pregunta que ha de ser formulada con espíritu libre, pero una respuesta que siempre, siempre está ahí esperándonos, pues al ser Dios infinito, es Él el primero en estar, por más que nosotros nos empeñemos pretenciosamente en mover el cotarro para escabullirnos del cometido. Si Dios está ahí es que nos espera. Y si nos espera es que podemos contar con Él siempre y en todo momento, por más pecadores que seamos, pues al ser Él Amor, no actúa sino como modelo de Padre que es, hasta el extremo, como Jesús Maestro nos enseña en la parábola del hijo pródigo (Lc 15,11-32). Recordemos la máxima cristiana: “Santo no es el que nunca cae, sino el que siempre se levanta”.
Tal diálogo tiene su modelo prototípico en la Eucaristía, celebración del memorial de la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús, estructurada por tanto con el mismo patrón de todo diálogo, pues con ella hablamos (nos dirigimos) a Dios Padre, por medio de su Hijo Jesucristo (“por Él, con Él y en Él”, rezamos en la conclusión de la plegaria eucarística). El sacerdote es el celebrante de ese diálogo de Jesús con el pueblo de Dios congregado, siendo Jesús el mediador ante el Padre.
Lo sabemos, sí. Pero demasiado a menudo, por parte del celebrante o por la nuestra, no nos dirigimos al Padre, sino que repetimos como cotorras unas palabras vacías, porque somos nosotros mismos los que no les damos el valor que tienen… y así su efecto no es el que cabría esperar; y luego, encima, nos quejamos. Es la falta de vida interior que nos seca el alma, por culpa nuestra. Es la carencia que sentimos al no oír −porque no atendemos− la Palabra del Padre, que es permanente porque es infinito. Es la doble vida.
Vida interior y vida exterior
Esa vida interior debe beber de la chispa abisal que recibimos en toda eucaristía, como auténtico manjar que es para toda la persona (cuerpo y espíritu) el recibir el cuerpo y la sangre de Jesucristo (“Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”: Jn 6,55). Una vida interior que, de no ir acompañada con la vida exterior, es un camelo. Ambas deben ir imbricadas con los eslabones de la cadena de la caridad, pues juntas forman una amalgama que fortalece la conversión de nuestro espíritu en conformación con el de Dios. Son el caldo de cultivo para una conversión permanente, como veremos en el próximo capítulo.
Tengamos en cuenta que toda conversión sin libertad no solo es imposible, sino que incluso, de prosperar en apariencia por medios ajenos a una adecuada vida interior, es incluso peligrosa, porque la pervierte con la doble vida que denunciamos en el capítulo III. Lo explica lúcidamente Carlos Villar en la cita que propusimos en el capítulo XVI, y por venir al hilo la reproducimos aquí: “Cuando la lucha ascética y las energías se concentran, incluso de modo heroico, en algo falso, todo se resiente. Puede ocurrir que una persona sea muy sacrificada, haga fuertes penitencias, realice incansables gestiones apostólicas, pero, en el fondo −que es lo importante: lo que está en el fondo−, el motivo fundante de ese esfuerzo titánico no sea el amor de Dios, sino su imagen ante los superiores o ante un público concreto” (La verdadera noche es luz. Ed. Cobel. 2023. Pág. 14).
Una vez que la vida interior crece y hace crecer con el ímpetu del Espíritu, se manifiesta con una vida exterior en coherencia con ella, formando la cadena que hemos mencionado, y que nos hace posible afrontar con reciedumbre cualquier acontecimiento al que nos enfrentemos, pues la fuerza de Dios está en y con nosotros (Cfr. Mt 28,20; Rom 8,31). No olvidemos que, si permanecemos en Él, con Él lo podemos todo, y sin Él no podemos nada (Cfr. Jn 15,1-8), pues “salía de Él una fuerza que los curaba a todos” (Lc 6,19). Vemos que es un “todo” que llega hasta extremos insospechados e inverosímiles, como explica el final de san Marcos: “A los que crean les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, tomarán serpientes en sus manos, y si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos en los enfermos y quedarán sanos” (Mc 16,17-18).
Toda vez que la vida exterior se arrecia, se fortalece con la vida interior, y mutuamente se alimentan con “un pan de vida” (Discurso del Pan de Vida, en Jn 6,26-59), hasta saciarse (Ibid. v. 26), produciendo tanto en el interior como en el exterior una simbiosis que enriquece cuanto toca, pues tanto es cuanto comunica (Jn 1,1-14; Heb 1,1-4).
Silencio y oración
Desarrollando cuanto apuntábamos en otros capítulos, podemos deducir fácilmente, ya, por tanto, que la oración hace crecer la vida interior y la vida exterior en esa simbiosis que mencionamos. De esta manera, podremos desentrañar y hasta entender los misterios más secretos de Dios y de su mundo y del Universo entero, que nos parecían ocultos (Jn 15,13-17; Jn 15,21; Jn 17,24-26), entrelazándonos y anudándonos consecuentemente con ellos, de modo que aprenderemos lo que es la vida y el modo de vivirla. Eso sí, para todo ello nos será fundamental vivir ratos de silencio más o menos largos, en una apertura permanente a lo que Dios quiere decirnos, por medio de su Hijo. (“Nos ha hablado por medio de su Hijo”: Heb 1,2).
Nuestro mundo actual para nada favorece el silencio. Más aún, pretende prohibírnoslo, para impedirnos escuchar la llamada de Vida que llevamos en el corazón y en algún momento sentimos, tantas veces sin escucharla siquiera. Es escandaloso lo que denuncia la psiquiatra madrileña Marian Rojas Estapé, que pidió a los gestores de ciertas redes sociales que dejaran espacios de silencio al menos de cinco segundos entre vídeo y vídeo, para que los usuarios sean capaces de racionalizar mínimamente lo que acaban de visualizar. La respuesta de la tecnológica fue contundente y escandalosa: “No lo haremos. Nuestro enemigo es el sueño”.
¿Qué podemos esperar, pues, de un mundo basado en el dominio? ¿Será posible fortalecer los lazos de nuestro espíritu con el Espíritu? ¿Verdaderamente existe tal llamada? Todo son para nosotros dudas cuando el sometimiento de nuestra libertad interior está tan amenazada, y con ello nos será ciertamente mucho más difícil vivirla en coherencia con el mundo exterior y no digamos el interior, pues de existir, nuestra oración será menos efectiva, porque no irá en consonancia con el Espíritu de Dios.
Mundo contra mundo
“El Reino de los cielos hace violencia” (Mt 11-12). El nuestro es el mundo del dinero, del poder del más fuerte, del Anticristo, “el que niega al Padre y al Hijo” (1 Jn 2,22), como demuestra la deriva anticristiana que se manifiesta en eventos catastróficos para el mundo físico (como el cambio climático o la monstruosidad de la biogenética descontrolada) y para el mundo espiritual (como la desmoralización y la propagación de las sectas). Huimos, entonces, de la Palabra con mayúscula, haciéndonos responsables hasta de no anunciarla a nuestros hermanos con nuestra palabra con minúscula, sí, pero básicamente con nuestro insípido testimonio. “No he venido para juzgar al mundo, sino para salvar al mundo; el que me rechaza y no acepta mis Palabras, tiene quien lo juzgue: la Palabra que yo he pronunciado, esa lo juzgará en el último día” (Jn 12,47-48).
Según descubrimos, ya que nadie nos los aporta, busquemos esos espacios de silencio que nos desconectan de los ruidos interiores y exteriores que todos sentimos y sufrimos y nos acallan la Llamada de Dios a nuestra alma. “La oración es a nuestra alma lo que la lluvia a la tierra”, afirma el Santo Cura de Ars. Esa lluvia que nos empapa, nos abreva y nos integra lo hará en la medida en que nos abandonemos con confianza en las manos de Dios. “El que cumple la voluntad de mi Padre que está en los cielos” (Mt 12,49). Como afirma Josep Maria Torras en un cuadro de su canal de YouTube La Pinacoteca de la Oración, “abandonarse es orar”. De esta manera, viviremos seguros ante cualquier acontecimiento. (“Lo que es imposible para los hombres es posible para Dios”: Lc 18,27; Jn 15,1-8).
La vida como eres
La vida depende de cómo la afrontemos. Desafío valor reclama. Vivamos así, hermano, mi hermana del alma, la vida enfocados en la Vida, y la Vida nos rebosará en nuestra vida. Así pues, animados por los propios desafíos de un mundo sin Dios y sediento de Dios, profundicemos en nuestra llamada: “amaos de corazón unos a otros” (Rom 12,10), “obedeciendo a los gobernantes” (Heb 13,7), pero siempre, siempre, cumplamos “la voluntad de mi Padre que está en el Cielo” (Mt 12,46). Desafío fuerza clama. Ese será nuestro espíritu. Así sabremos descubrir lo que el Espíritu quiere comunicarnos, de camino a la búsqueda de la Verdad. Seguiremos en ello en el próximo capítulo. ¡Hasta la semana que viene!
Twitter: @jordimariada
Nuestro mundo actual para nada favorece el silencio. Más aún, pretende prohibírnoslo, para impedirnos escuchar la llamada de Vida que llevamos en el corazón Share on X