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En busca de la Verdad (XVII)

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Cuando la Verdad nos reclama, unas veces utiliza mediadores, otras el Espíritu mismo se infunde al alma, pero siempre es Dios quien decide comunicársele. Con la llamada, el alma se siente interpelada. Solo ella puede decidir si seguir o ignorar.

Siento tu Voz que me reclama,

pero soy sordo a tu Palabra.

Mis sentidos por tanto embaucados,

por menos piden tu tierna Mano,

que estoy perdido en la espesura

que me corroe el alma,

al tiempo que corro tras de Ti,

sin conocer siquiera tu Nombre.

Tu fuerza y tu compasión

−por más que Te rehúya−

siento cómo actúan, por ventura,

y me liberan de la inquietud primera,

que ahora −aunque tan ignoto

y sintiéndome perdido−

vivaz te intuyo.

¿Quién eres, para responder a tu Llamada?

 

Nos proponemos ahora, en nuestro camino de búsqueda de la Verdad, dilucidar un tanto el lugar prominente que ocupan y la importancia que tienen la libertad y la vida interior que mencionamos en el capítulo anterior. Empezaremos por hablar de la vocación.

La vocación es una llamada del Espíritu de Dios, y, por tanto, si es escuchada por el alma tocada, será fruto de una interpelación ni más ni menos que de la inspiración divina. Dios mismo, a través de su Espíritu, se comunica y remueve al ánima escogida para que el alma ascienda en el conocimiento e intimidades de Dios. Un conocimiento que dependerá, como premisa de partida, del grado de la intensidad y la calidad de la moción, pero incluso de la pureza del alma con que Dios se comunica. Si la fuerza divina fuera de facto como es, dada su excelsitud, el alma moriría.

La ayuda de la mediación

Empecemos observando, pues, que, para conseguir vislumbrar la llamada, nunca bastan las propias fuerzas. Para empezar, porque en muchas ocasiones, la persona en cuestión poco se imagina que está siendo llamada, a menudo lejos de toda práctica que le sea favorable para conseguir llegar a oírla, puesto que por norma general son soplos que el Espíritu Santo susurra al oído del llamado, y sin la gracia de Dios operante es difícil que el alma despierte de su letargo. Rara vez Dios se comunica directamente al alma, porque al ser Él espíritu puro, el ser humano no está “en su onda”, perdido en mil y un quehaceres. Generalmente lo hace mediando personas, situaciones o cosas. De ahí surgen el objeto mediante y la figura del mediador.

Puesto que somos espíritus encarnados, para oír la llamada y hasta para su descubrimiento a menudo conviene la mediación, bien sea un amigo o un sacerdote… y hasta sucesos que a priori no parece que tengan nada que ver con esa llamada. Esa mediación −aunque no es indispensable− tantas veces es la que señala o descifra los afectos desordenados que pueden llegar a cegar y ensordecer el alma, que permanece yaciendo dormida y encerrada en sí misma, y por medio de la mediación puede despabilar: ese es su sentido, su motivo de ser, y por él Dios actúa.

Esa mediación puede facilitar un avance inesperado (a veces disruptivo) en la vida interior de la persona que pervive ajena a su llamada, y dar mucho fruto espiritual, y hasta material, puesto que nos encontramos en ocasiones personas que por lo material llegan a descubrir su espíritu, lo mismo que por lo espiritual. Los hay unos más materialistas y otros más espirituales. La carga de uno u otro será la que remueva al alma de manera creativa o la abrume tanto como para confundirla ante su propia nada.

Con la fuerza de la iluminación

Una vez experimentado el efecto de la mediación como medio (¡nunca como fin!), para llegar a interpretar las claves de la llamada, llega la iluminación, que representa un despertar para el alma. Es fácil que, a partir de entonces, el alma hable de un “antes” y un “después”, puesto que la luz recibida es tanto o más fuerte que su pecado, según criterio que el mismo Todopoderoso −conocedor de las más recónditas interioridades− ponga de facto para agitar o suavizar la sensibilidad del alma. Dios lo puede todo, y por medio de su Espíritu trastabilla las entrañas hasta del pecador más empedernido y rebelde.

Pero a veces la iluminación no llega cuando se la espera, y se hace de rogar, dando al alma una sensación de vértigo que le provoca un ahogo por lo común inenarrable, para la propia clarificación interior del alma, que, a veces, es incluso menor para el mediador. Las Escrituras lo manifiestan de muy variadas maneras, hablando de “suave brisa” como en el episodio del profeta Elías en la cueva (1 Re 19,9-13) y también “don inenarrable” (2 Cor 9,15), que se expresa “con gemidos inefables” (Rom 8,26).

Por tanto, será bueno que la mediación se retire delicadamente y deje al alma seguir su camino con total libertad de espíritu, para que el Espíritu de Dios pueda cumplir como solo Él sabe cumplir su cometido. Será un acercamiento progresivo (de menos a más), de manera parecida a cómo Jesús debe insistir en su actuación divina, como en el caso que el Evangelio de Marcos describe en el pasaje del ciego de Betsaida, que debe ser purificado paulatinamente, según su fe vaya confirmando su voluntad de ser purificado (Mc 8,22-26), o bien con aparato y carácter voluptuoso, como en el del endemoniado de Gerasa (Mc 5,1-20).

La llamada

Y llega la llamada. El alma ve ante sí la estrella que la guía hacia Belén, como a los Reyes Magos que narran los Evangelios (Mt 2,7-12), y “se llenan de “una inmensa Alegría”. Es la llamada que reconoce o en Dios o en la moción algo que le inquieta, que le cuestiona, y se decide a tratar de descifrar el misterio: el alma estudia el mapa que le dibuja la estrella, y se pone en camino.

Esa estrella de la que habla el evangelista Mateo no tiene por qué representar únicamente la llamada “a” Jesús, sino más bien “de” Jesús, porque puede ser que el alma esté lejos de conocer o poder reconocer a Jesús, y a Jesús como Dios, pues debe ser purificada. Eso sí, el alma siente mociones que el Espíritu le produce a medida que le va transmitiendo su iluminación, por medio de la cual el alma −ahora sí− se siente interpelada.

Al no conocer al emisor del mensaje, el alma no siente aún ganas de responder, pero sí de “saber” de qué se trata esa inquietud que le conmueve las entrañas. E investiga, y pregunta, y rumia… Aquí la mediación podrá tener su papel para −sin interferir lo más mínimo la iluminación− dar la mano al alma para que el alma camine segura por el camino seguro que le señala la Estrella.

San Juan de la Cruz describe este encuentro que progresivamente va haciendo el alma que se acerca a Dios con la que llama “noche oscura”, a la que dedica un poema que desarrolla en su conocida obra con el mismo título. Leamos las dos primeras estrofas de su poema “Llama de amor viva”, que da nombre a su obra que narra la culminación de su encuentro tras la noche oscura y la iluminación:

¡Oh llama de amor viva

que eternamente hieres

de mi alma en el más profundo centro!

Pues ya no eres esquiva,

acaba ya, si quieres;

¡rompe la tela de este dulce encuentro!

 

¡Oh cauterio suave!

¡Oh regalada llaga!

¡Oh mano blanda! ¡Oh toque delicado,

que a vida eterna sabe,

y toda deuda paga!

Matando, muerte en vida la has trocado.

El efecto primero de esa llama de amor de San Juan de la Cruz en lo que él llama “toque”, es auténtico manjar para el espíritu (como él insiste en numerosos lugares de sus obras), que solo puede y debe asimilar esa alma y no otra. Todos tenemos un estilo y un ritmo de seguimiento, que la mediación debe saber respetar, puesto que debe reconocer que es el mismo Dios (y no ella) Quien debe hablar, y habla al alma de Tú a tú.

Tener que salir de uno mismo para ir en busca de un algo o alguien como el que hablamos, no quiere decir que Dios no quiera que el alma le reconozca, sino únicamente que la interpela. Muchas veces −como hemos dicho−, sin saber siquiera que se trata de Dios. Pero el alma camina (en caso de que el alma reaccione; hay almas muy duras de pelar, que necesitarán un manjar más pesado y difícil de digerir, y un aliño a conciencia. Lo vemos a continuación).

Acción o reacción

El alma ha sentido la llamada. Tenemos, pues, que su libertad le hará decidir si reacciona o no. Incluso las habrá que habrán sido ellas mismas que inicialmente se hayan puesto en camino sin mediadores. Pero la llamada, si es a la Belleza, al Bien y a la Vida −como hemos visto en otros capítulos−, es siempre de Dios (“Él nos amó primero”: 1 Jn 4,19).

Ya sí. El alma se pone en camino. Si el alma prosigue su camino, la luz podrá cegarle en un primer momento, pero paulatinamente o de manera radical −como hemos apuntado−, su mirada y con ella su visión irán clarificándole el paisaje. El alma ha quedado tocada y con ganas de saber de qué se trata. Ahora le falta clarificar su vocación en algo concreto que le posibilite desarrollarse como “hombre nuevo” (Ef 4,20-24) y dar fruto, como afirma Jesús (“quien permanece en mí da mucho fruto”: Jn 15,1-8).

No obstante, el alma puede negarse a avanzar, circunstancia que podrá o no desencadenar una serie de acontecimientos o agitación interior que no dejará vivir al alma con tanta tranquilidad o seguridad como se sentía antes de la llamada. El Creador ha hecho al ser humano libre para que él mismo pueda elegir si Le desea o no.

Por otro lado, puede que el alma siga al mismo Satanás, que se transforma en un ángel de luz (Cfr. 2 Cor 11,14), con lo cual la mediación deberá calibrar si debe impulsar al alma a seguir la llamada o no. Si la llamada es del Maligno, puede ser difícil desentrañarlo, pero sencillo por cuanto se adhiera a la soberbia, único pecado que no puede disimular el demonio. Sea como fuere, si es Dios quien está llamando al alma, se manifestará con la docilidad del alma al cambio de vida y su inclinación por la Belleza, el Bien y la Vida, proclividad con que, con el tiempo y una caña, podrá llegar a la plena adhesión a la voluntad del Creador.

Papel de la libertad humilde

En todo ello, la humildad, en calidad de virtud de la que derivan las demás virtudes, tiene un lugar especial en toda dilucidación de la propia vocación y de la de otros hermanos nuestros, en caso del mediador, que por este motivo debe estar ahí y actuar sin que se note. La soberbia es el único pecado que no es capaz de disimular el demonio, lo mismo que la libertad del ser humano es lo único contra lo que Dios no quiere poder; aunque Él lo puede todo, se somete a la libertad del ser humano; he ahí su ejemplo de humildad.

Por eso la soberbia ataca de raíz la libertad, sometiendo al alma; en consecuencia, la libertad debe ser humilde, puesto que la soberbia −en las ansias de dominio del Dominador− impide reconocer la Verdad, mientras que la humildad tiende a ella. De ello se deduce que debemos caminar hacia la Verdad con humildad de espíritu, ciertos como estamos de que en la mansedumbre de Dios la encontraremos (“aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”: Mt 11,28-30).

Viviremos, pues, mansos y humildes nuestra vida interior de manos de la libertad, tomando como modelo a Jesús, que “no ha venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en redención de muchos” (Mt 20,28; 1 Pe 2,24). Este es el motivo por el que el Maligno pretende borrar del mundo el mensaje cristiano, pues sabemos que Jesús es “el Camino, la Verdad y la Vida” (Jn 14,6). Por eso hay quien nos niega a Dios. Por eso debemos confesarlo con más fuerza todavía.

Con este fin, querido hermano, mi hermana del alma, nos citamos en el próximo capítulo, para hablar de los modos de escuchar la propia vocación con las premisas aludidas. ¡Hasta la semana que viene!

Twitter: @jordimariada

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