Carcomidos por la envidia remugamos.
Inflados de soberbia agredimos.
Y así, el tiempo malversamos
entre rosas mustias, contra espinas…
perdiendo la felicidad con cada paso, empeñados
en imponer una verdad que fingimos.
Somos así. −¿Te identificas?
La semana pasada nos quedamos en que la Verdad no basta con que la pregonemos, sino que hay que vivirla. Pregonarla es un paso honorable si se hace con ciencia y delicadeza, pero solo y siempre posterior. Antes, si me lo permites, hay que aprehenderla. Sin asumirla en nuestra conciencia, no se desarrolla el proceso posterior de la santidad a que Dios −por medio de la vivencia a todas de la Verdad− nos llama.
En la aprehensión de la Verdad tenemos un común enemigo, que es el mal ejemplo y hasta complicidad de los otros, llegando a crear, cada día en más numerosos casos, el caldo de cultivo de la paranoia colectiva en la que tantos se pierden perdiendo su entendimiento y su credibilidad, pero no su responsabilidad ante Dios, su familia y la sociedad. Se revuelcan con grandilocuente elocuencia en el fango putrefacto de la propia reafirmación, rebozándose en palanganas de oro o arcilla, qué más da.
Ya sabemos que si aquello que piensas es aquello que vives −como aseguran tanto la psicología como la neurociencia y, por ellas, hasta la biología−, cuando habitas un ambiente que te torpedea y te fuerza en la sola dirección de su parte de verdad más oscura o incluso clamorosa mentira, verdaderamente −nunca mejor dicho− llegas a un punto en que te será muy difícil desarrollar la parte de verdad cristalina que te ofrece tu conciencia, sencillamente, porque no la verás: la tendrás latente, y para llegar a verla hace falta la temida mortificación, mucha oración y examen de conciencia sinceros, realidades poco vividas con autenticidad en nuestro mundo que se autoproclama “justo” y “auténtico”, solo porque cede ante los impulsos más viscerales −entre los que destaca el sexo por ser el germen de la vida−, y por él somos arrollados.
Vivo el mal que no quiero
Porque sí, la conciencia humana es muy limitada en comparación con la divina, que es la Suma Conciencia que habitamos y en la que somos porque nos da el ser (“En Dios vivimos, nos movemos y existimos”: discurso de san Pablo, en Hch 17,28). Nuestra conciencia solo nos permite ver una parte, no el todo. Ha dicho Pablo D’Ors que “la oscuridad es una luz que busca ser observada”. Y es así: nuestra meta tiene que ser ir iluminando los más recónditos recovecos de nuestra conciencia en busca de la tan ansiada posesión de uno mismo, en lugar de dejarnos arrastrar indolentes y haraganes por nuestras pasiones ocultas.
“¿Cómo he podido llegar hasta aquí?”, nos preguntamos a veces ante una acción denigrante a la que hemos cedido el poder de dirigir nuestra atención, hasta el punto a veces de causar un mal devastador e irreparable, en el prójimo y en nosotros mismos. Como hemos ya adelantado, debemos poseernos y no ser arrastrados por nuestras neuras.
En estos casos −comúnmente promovidos por la sugestión satánica de la envidia−, la asunción de la Verdad comporta la aceptación de nuestra realidad y la que nos rodea, y necesita de la reparación explícita de nuestra acción devastadora, por más que le cueste a nuestro orgullo dar la cara cuando toca, puesto que “más te vale entrar tuerto en el reino de Dios que ser echado con los dos ojos al abismo, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga” (Mc 9,47-48). ¿No crees, hermano, mi hermana querida, que vale la pena dar el paso? Ánimo, que Dios te espera con los brazos abiertos… y tu hermano también.
El común denominador
Hoy nos hemos centrado en cómo reaccionar ante la selectividad que comúnmente practicamos acerca de la parte de la Verdad que nos interesa ver, obviando el resto, donde no pocas veces estaría nuestra salvación mirar y asumir su mensaje. Ciertamente, a la vista de cómo está el patio, hace falta mucha valentía y la tan olvidada virtud que nos hace reverenciar la Verdad de Dios: la humildad… “haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Fil 2,8), pues “lo excelso a los ojos de los hombres es abominable a los de Dios” (Lc 16,15).
Por el contrario, en nuestro acervo colectivo prima la prepotencia de la apariencia, del empeñarnos en pasar por lo que creemos o queremos creer y hacer creer que somos, y no nuestra verdad más profunda −la Verdad auténtica−, en la que, de aceptarla, hallaríamos el reposo de nuestras almas, y con él la felicidad. Por eso nuestro mundo carece de ese tan ansiado estado de serenidad: porque no busca la Verdad donde tocaría buscarla. Y todo, por la soberbia que, desde la manzana de Eva, es la raíz de todos los males. ¡Ánimo, hermano, mi hermana del alma, sacúdetela! −Te descubrirás.
A la vista de cómo está el patio, hace falta mucha valentía y la tan olvidada virtud que nos hace reverenciar la Verdad de Dios Share on X