Emile Ratelband, un holandés ya talludito, se ha dirigido a los tribunales para reclamar que le devuelvan veinte años de su vida que ya se ha gastado: ha cumplido 69 pero se siente como un hombre de 49 -a todo tirar- atrapado en un cuerpo que no es el suyo. Bueno, en un cuerpo, y en unas condiciones financieras, y laborales, y de salud, que no son las suyas. Pero lo fueron, y quiere que vuelvan a serlo. Aspira a que el tiempo, para su caso particular, se detenga y dé media vuelta antes de seguir avanzando. Quiere volver a firmar una hipoteca a 30 años, comenzar una carrera profesional cargada de futuro, vivir la juventud, y madurar y envejecer -¡ahora sí, por fin!- con el amor de su vida.
No se puede negar que Emile tiene la virtud de nadar en la cresta de la ola. Nada hay más actual que el trans-ismo. Al fin y al cabo, si se puede escoger el sexo a voluntad, habrá pensado, ¿por qué razón no iba a poderse escoger la edad? Aunque, pensándolo bien, el trans-ismo, más que actual es permanente: tiene más años que la playa. Todos conocemos ejemplos de transplutarios, pobre gente adinerada atrapada en las condiciones sociales y económicas de la gente menesterosa. O transraciales, como Michael Jackson, un hombre blanco atrapado en el cuerpo de un hombre… blanco. O transetarios “avant la lettre” -¿o debería decir “après la lettre”?-, toda una legión de personas atrapadas en un cuerpo muchos años mayor que ellas, pero que no renuncian a cubrirlo con la indumentaria juvenil que su verdadera edad exige.
El “self made man” de los americanos ha quedado reducido a esto: el hombre hecho a sí mismo a partir de la quimera, que es otro nombre de la nada. Un castillo en el aire, una fantasía, una ficción. Lo que hacía temblar un día a Oscar Wilde (“¿Es posible que hayamos vivido nuestras vidas en una tierra de ensueño? ¡Qué triste sería!”) es, de repente, encumbrado a la cima de las aspiraciones para lograr vivir al margen de la realidad. Cada uno diseña su vida como quiere.
Sí, ya sé que es triste, pero, por mucho que nos empeñemos, no vamos a conseguir cambiar las cosas. Los ríos seguirán su camino cuesta abajo, el sol seguirá dirigiéndose al oeste y mañana todos tendremos un día más. Era bonito -y era enriquecedor- cuando aceptábamos pacíficamente el paso de los años: abandonábamos viejos planes y proyectábamos otros nuevos. Deseables, desde luego, pero, sobre todo, posibles. A eso se reduce la misma evolución, a ir adaptándose a los cambios en la realidad
Emile Ratelband se empeña en negar la evolución y persigue una felicidad que ya no es suya. Aunque el paso del tiempo podría haberle servido para reorientar su proyecto, él prefiere anclarse en el pasado. Es un mal sitio para vivir. “Hay que dejar el pasado en el pasado”, decía Pumba, o algo así. La lección es muy sencilla: deja el pasado donde está, vive el presente y disponte a recibir el futuro, que es lo que nos llama con una fuerza irresistible. Y, puestos a inventarnos, inventemos quiénes vamos a ser. Pero para eso necesitamos saber a qué atenernos, contar con la realidad.
El afán por conservarnos en el estadio juvenil nos priva del carácter argumental que la vida ha de tener, arranca de nuestro horizonte posibilidades reales que podrían enriquecernos y enriquecer a otros, y nos instala en la postura infantil del “quiero, y quiero”, que, si es estéril en la infancia, a la edad de Emile sólo puede traer frustración y resentimiento.
“Recoge mansamente el consejo de los años, renunciando graciosamente a las cosas de juventud”, nos recomendaba el Max Ehrmann de “Desiderata” hace ya casi cien años. Nuestro Emile desoye ese consejo, pero se tiene a sí mismo en contra: el tiempo no va a volver atrás, sus arterias no van a desandar veinte años.
Y, lo que es peor, me temo que el director de la oficina de su banco ya lo sabe.