Desde que era muy pequeña, soñé con dos cosas: hacer treinta y dos fouettés en un gran teatro—un complicado y complejo paso de ballet clásico—y tener una casa de campo donde plantar un huerto con aromáticas y cultivar hortensias. ¿Qué voy a decir? Soy una chica del norte. Incluso tenía claros los tres árboles que no podían faltar: un cerezo, un arce y un acebo, que nos brindarían color, frescura y sombra en las eternas comidas estivales.
Tengo 49 años, y hace ya muchos, muchos años que mi constitución me dejó claro que lo de los fouettés no estaba para mí. Y con las universidades de mis hijos, me ha quedado claro que lo del campito tampoco. Y esto último me ha costado mucho, mucho… Solo Dios sabe cómo soñaba con poder reunir cómodamente a mi gran y bulliciosa familia.
Entonces me di cuenta de que estaba rezando mal. No podía llegar todos los días a la oración y repetir como un loro: “Por favor, por favor, por favor, Señor, cuadra lo del terrenito, no hace falta que sea muy grande”. Pero supongo que el Espíritu Santo me hizo poner los ojos en la oración del Trium Puerorum, que recoge una historia que me cambió la perspectiva.
Se trata del relato de Sadrac, Mesac y Abednego, tres jóvenes hebreos que vivieron en tiempos del exilio en Babilonia. Eran fieles a Dios y, por ello, se negaron a postrarse ante la gran estatua de oro que el rey Nabucodonosor había mandado erigir. Aquella negativa les costó una sentencia terrible: serían arrojados a un horno ardiente, donde el fuego los consumiría sin remedio.
El castigo se llevó a cabo. El horno fue avivado hasta alcanzar una temperatura extrema, y los tres jóvenes fueron lanzados dentro. Pero lo que ocurrió después dejó a todos atónitos: en lugar de ser consumidos por las llamas, permanecieron en pie, intactos, y comenzaron a cantar y alabar a Dios.
Nabucodonosor, incrédulo, se acercó y vio algo aún más asombroso. Dentro del fuego, junto a ellos, había una cuarta figura, luminosa y majestuosa. “Parece un hijo de los dioses”, exclamó el rey, y al instante ordenó que sacaran a los jóvenes del horno. Cuando salieron, ni siquiera su ropa olía a humo. En ese momento, Nabucodonosor comprendió que el Dios de Israel era el verdadero Dios y decretó que nadie en su reino podía blasfemar contra Él.
Cuando leí esta historia, entendí que lo importante no era que Dios me concediera lo que pedía, sino que me diera la fortaleza para no sufrir por aquello que no estaba destinado para mí. Así que cambié mi oración. En lugar de suplicarle que me concediera el terreno, le pedí: “Pues que no me duela, que no quiera tener un terreno si eso no está para mí, y que mi ángel de la guarda me ayude a conseguirlo”.
Así, le perdí el miedo a una oración que siempre recomendaba San Josemaría en su libro Camino, en el punto 691:
«Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. —Amén. —Amén.»
Él nos aseguró que, al recitarla lentamente y con reflexión, se puede alcanzar la paz interior.
Yo he tardado más de media vida en entenderla. Siempre me había dado vértigo porque la voluntad del Señor puede dar tanto miedo a veces… Puede ser tan diferente a nuestros sueños. Pero por fin tuve la madurez para comprender que solo sería feliz si mis sueños se moldeaban hasta ser los suyos. Que quiera lo que Él quiere. Que mi corazón sea fuerte, pero flexible y moldeable para adaptarse a Su voluntad.
¿Fue fácil? No. Tardé meses en dejar de ojear inmobiliarias buscando terrenos cerca de mi zona o en renunciar a investigar dónde comprar un arce americano que cubriera el suelo de otoño con una alfombra de hojas rojas. Pero ahora, después de darle muchas vueltas en la oración, ya no duele. Ya soy plenamente feliz en mi piso, sin desear otra cosa.
No hay un camino más eficaz ni más corto para ser feliz en esta tierra que pedirle: “Si no está para mí, quítamelo de la cabeza”. Así podremos sonreír sin miedos y repetir:
«Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios, sobre todas las cosas. —Amén. —Amén.»
Why not?
No hay un camino más eficaz ni más corto para ser feliz en esta tierra que pedirle: “Si no está para mí, quítamelo de la cabeza”. Así podremos sonreír sin miedos Share on X