Al comienzo del otoño, pensamos en que el ciclo de la naturaleza presenta colores más grises, las hojas caen, y parece que los árboles van muriendo hasta que renazcan en primavera. Situamos también la celebración de los difuntos al comenzar el mes de noviembre, en recuerdo de los que nos han dejado… un día seremos nosotros que demos ese viaje. Aunque hay personas que se creen inmortales, porque confunden esta vida con la inmortalidad del alma. Otros procuran dejar descendencia, o un libro, o dejar un árbol más en el mundo para que mejore…
Jorge Manrique decía aquel «nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar que es el morir». Cuando oigo a algunas personas hablar mucho de la muerte, pienso que en realidad, no hay que aprender a morir, sino a vivir, a vivir a gusto, y así se morirá uno a gusto. Sin ese miedo que se ve en La montaña mágica, novela de Thomas Mann, en un sanatorio de tuberculosos que cuando alguien muere lo sacan por la puerta de atrás, para que nadie lo sepa, pues la muerte es tabú en nuestra cultura.
Los primeros años de nuestra vida, vemos que pasan lentamente, demasiado para nuestro gusto. Luego va tomando rapidez porque se llena de rutinas, y cada vez se acelera más, de modo que nos gustaría retener ese tiempo que pasa inexorable. Nos gustaría aprovechar mejor el tiempo, y disfrutarlo más. En la película The guitar (2008) una mujer piensa que morirá en unos meses, y se dedica a vivir sus sueños. También recuerdo la película Antes de partir (The Bucket List, Ahora o nunca en España, 2007) con los actores Jack Nicholson y Morgan Freeman, que procuran cumplir con los deseos en el plazo que les da una enfermedad.
Los griegos tenían dos palabras para el tiempo: el dios Cronos que se come a sus hijos; es el “cronómetro” que corre y se come todo: juventud, esperanzas mundanas, dinero, comida… y eso lleva a la desesperación. Hay personas que hablan siempre con asco de su oficio, son víctimas de la vida y se quejan mucho, cumplen con sus obligaciones por la ganancia que les reporta, incluso mantienen la pareja mientras les aporte algo, su afán es el de obtener. Pero si las cosas que hacemos no nos satisfacen nada, será porque nuestro espíritu está lejos de ellas, que no ponemos el espíritu allí, en la vida de cada día. Cuando el espíritu está en lo que hacemos, no hay faena ni relación que no se vuelva noble y santa.
Por eso la visión cristiana supera la concepción de mero hacer, “vanidad de vanidades”, y se fija en otro sentido del tiempo, expresado en la otra palabra griega “kairós”: es el tiempo oportuno, el momento presente, mágico que vivimos en cada instante cuando hacemos las cosas por amor. Cuando nos entregamos con el corazón, hay perfección y armonía, y una pequeña chispa de ese fuego personal, nuestro estilo íntimo. Y cualquier cosa que hagamos se vuelve arte, poesía, encanto, invención, cuando damos la vida en nuestro ideal, y lo vemos en el menester cotidiano. Allí se une la obligación con la libertad, la rutina y la inspiración siempre renovada.
Ese “carpe diem” cristiano quita todo egoísmo que nos impide el camino expedito hacia Dios, y lleva a procurar aprovechar los talentos recibidos mientras haya vida, hasta que nos llame el Señor.
La carta a los Hebreos (13,14) nos recuerda que no tenemos aquí ciudad permanente, vamos en busca de la que está por venir, pues para los cristianos, la muerte es vida, el principio de la Vida, un paso a ella, una pascua. La fe hace cantar a Joan Maragall: «Sia’m la mort una major naixença» («sea la muerte para mí un nacimiento más alto»). Me gusta como un mantra para los momentos de preocupación, recitar lo que nos dejó Teresa de Ávila: “nada te turbe, nada te espante. Todo se pasa. La paciencia todo lo alcanza. Dios no se muda. Quien a Dios tiene nada le falta. Solo Dios basta”.
No es que saciemos aquí nuestra satisfacción total, pues solo en la esperanza podemos tenerla, podemos estar contentos, pero nunca completamente satisfechos (satis-fecho significa que ya tenemos “bastante”). Siempre queremos más, pues, como dice san Juan de la Cruz, hay una sed de infinito que no se calma por mucha hermosura, sino por “un no sé qué que se tiene por ventura”, todo momento de felicidad en nuestra vida es algo finito, no es eso lo que hay que buscar, ya que al fin cansa el apetito y empalaga el paladar.
El río de la vida es camino de eternidad, y podemos decir que ansiamos volver a nuestra fuente: “Mis días se van río abajo, salidos de mí hacia el mar, como las ondas iguales y distintas (siempre) de la corriente de mi vida: sangres y sueños. / Pero yo, río en conciencia, sé que siempre me estoy volviendo a mi fuente» (Juan Ramón Jiménez). Esta querencia la expresa muy bien el salmista: “Todo mi ser tiene sed de ese Dios que me es vida”, y añade: “como la cierva desea el agua viva, así mi alma busca mi Dios”. Pues tenemos sed de eternidades.
Este mes que comienza con panellets, castañas y boniatos en la fiesta de todos los santos y la memoria de los difuntos, hay algo que invita a pensar en estas preguntas esenciales, y así como los piñones y almendra picada, azúcar y limón (y algo de harina) son ingredientes de la pasta de panellets, el gran ingrediente de nuestra historia es un “sentido de la vida” que es el amor: “al atardecer, seremos juzgados en el amor” (san Juan de la Cruz).
Me contaba una persona que sentía la presencia de sus abuelos, cuando murieron. Pienso que hay una comunicación entre los de aquí y los que han cruzado el río de la vida, y podemos ayudarles con nuestros esfuerzos y sacrificios (el sentido profundo de los sufragios por los difuntos) y ellos nos animan como espectadores que están viendo nuestro partido, pues estamos corriendo en el campo y ellos desde la grada: “¡venga, ánimo… mete este gol!” Y aquella sonrisa o detalle de servicio será un ingrediente para este manjar que se amasa con amor.
Hay personas que se creen inmortales, porque confunden esta vida con la inmortalidad del alma Share on X