La fe cristiana es un misterio que atrae al alma a explorar lo inexplorado y a abrazar lo desconocido.
La fe es la llave que abre la puerta a lo infinito, una virtud que permite a la persona aceptar lo que trasciende su entendimiento y sus fuerzas humanas.
La fe nos invita a caminar por un sendero invisible que conecta la finitud del hombre con la inmensidad de Dios.
En este contexto, «la fe te hace estar en disposición de aceptar lo que tú no puedes» es una afirmación que resume la dinámica profunda del acto de creer. La fe no es simplemente una aceptación ciega de verdades abstractas o dogmas ininteligibles; más bien, es una actitud que transforma, una fuerza que expande el alma y la capacidad del ser humano para reconocer y abrazar lo que está más allá de su control y comprensión.
El 24 de diciembre, la víspera de la Navidad, es un momento en el que esta disposición a la fe se hace particularmente viva y palpable.
La noche se tiñe de una atmósfera sagrada y esperanzadora y un silencio expectante.
La Iglesia celebra la noche en la que Dios se hizo hombre, en la que el Eterno decidió entrar en nuestra historia de la manera más humilde posible: como un niño indefenso, nacido en un pesebre, bajo la luz tenue de una estrella que indicaba su llegada.
En esta noche santa, recordamos cómo María, con una fe inquebrantable, aceptó ser la Madre de Dios, y cómo José, en su confianza silenciosa, asumió el papel de protector.
La fe de ambos es un ejemplo claro de lo que significa estar en disposición de aceptar lo que, humanamente, parece imposible.
La Fe como don y respuesta a Dios
La doctrina de la Iglesia Católica enseña que la fe es un don de Dios que dispone el alma para recibir las verdades reveladas.
La fe es, más bien, un abandono confiado al amor divino, una entrega que no depende de pruebas visibles ni de certezas racionales.
La noche del 24 de diciembre somos invitados a vivir con el corazón dispuesto, como María y como José, a aceptar el misterio del Emmanuel, el «Dios con nosotros».
Es una noche que trasciende las luces y los cantos, es una noche donde la humildad se convierte en el lenguaje del Cielo.
El magisterio de la Iglesia ha subrayado muchas veces que la fe y la razón no son enemigas, sino aliadas que caminan juntas. En la encíclica «Fides et Ratio», el papa Juan Pablo II nos recuerda que la razón humana, aunque limitada, busca siempre la verdad, mientras que la fe proporciona esa verdad de una manera que la razón por sí sola no puede alcanzar.
Cuando el ser humano se enfrenta a los misterios fundamentales de la existencia —el propósito de la vida, la muerte, el sufrimiento, el mal—, la razón se topa con un muro, y es entonces cuando la fe se convierte en la puerta que nos permite avanzar.
La fe no suplanta a la razón; la enriquece.
La fe permite al ser humano tocar realidades que no pueden ser alcanzadas mediante el simple análisis intelectual.
Nos da la capacidad de aceptar lo que no podemos resolver, de abrazar lo que escapa a nuestra comprensión y de confiar en lo que no podemos controlar.
El acto de fe es, entonces, un acto de humildad. Es el reconocimiento de que nuestras capacidades —nuestra inteligencia, nuestra fuerza, nuestro control sobre la vida— tienen un límite.
Aceptar esta realidad es el primer paso de la fe, pues nos abre a la posibilidad de recibir algo más grande, algo que viene de Dios. El misterio de la Encarnación, por ejemplo, desafía nuestra lógica: ¿cómo puede Dios hacerse hombre, compartir nuestra debilidad y nuestra fragilidad? Sin embargo, en la fe estamos dispuestos a aceptar este misterio, no porque lo comprendamos completamente, sino porque confiamos en la veracidad y la bondad de Aquel que nos lo revela.
La disposición que surge de la fe implica también la capacidad de aceptar el sufrimiento y la incertidumbre. En su encíclica «Spe Salvi», el Papa Benedicto XVI reflexiona sobre cómo la fe y la esperanza nos sostienen en los momentos de mayor oscuridad y dolor. La fe nos invita no a escapar del sufrimiento, sino a vivirlo con una perspectiva diferente: como una oportunidad de comunión con Cristo, quien también abrazó el sufrimiento con amor. Es aquí donde la fe se convierte en una disposición para aceptar lo que humanamente nos resulta inaceptable: la cruz.
En la noche del 24 de diciembre, mientras contemplamos el nacimiento del Niño Jesús, recordamos que la fe es una actitud viva, una apertura confiada que permite a Dios actuar en nuestras vidas.
La fe transforma nuestras limitaciones en oportunidades para experimentar la acción de Dios.
En lugar de tratar de hacerlo todo con nuestras propias fuerzas, la fe nos recuerda que somos parte de una historia mucho más grande, y nos invita a participar en la obra de Dios, aun cuando no comprendamos todos sus detalles. ¡Feliz y santa Navidad!