Tres mártires del siglo XX en España terminaron su pasión el 22 de octubre de 1936: en Barcelona el lasaliano barcelonés José Casas Lluch (hermano Ildefonso Luis) más el carmelita descalzo leonés Luis María de la Virgen de la Merced Minguell Ferrer, que cedió a otro sacerdote la documentación para marchar a Francia, y en Madrid el paúl soriano Teodoro Gómez.
Además, otros seis mártires beatificados nacieron un 22 de octubre: El dominico Vicente Rodríguez Fernández, asesinado en la primera jornada de sacas hacia Paracuellos en la que hay beatos; el alumno de Filosofía agustino Pedro Simón Ferrero, asesinado en el mismo lugar el día que más mártires se han registrado; el anciano mercedario Antonio Lahoz Gan; el sacerdote granadino Antonio García; el paúl orensano Benito Paradela Novoa; y en Sevilla -donde hubo mártires porque hubo Revolución y, aunque fuera rápidamente sofocada, mostró su talante perseguidor del catolicismo- el salesiano Antonio Fernández, ya citado en este blog.
En Francia, se conmemora a san Valerio de Langres (407, víctima de los vándalos) y san Lupencio (584). En Huesca es memoria obligatoria de las hermanas Nunilo y Alodia, vírgenes y santas mozárabes de padre musulmán y madre cristiana (851). En Rusia, la Iglesia ortodoxa ha glorificado a dos sacerdotes mártires de este día de 1918 (Pedro Vyatkin Constantino Sukhov) y uno de 1937 (Constantino Aksenov).
Teodoro Gómez Cervero, soriano de Deza (nacido el 7 de diciembre de 1877) no llegó a cumplir los 59 años, ya que murió en la misma enfermería de la cárcel de Ventas (estrenada el 31 de agosto de 1933 como cárcel de mujeres) en la que casi dos meses después moriría de agotamiento otro paúl, el hermano Isidro Alonso Peña. Por cierto que la biografía de la beatificación (Madrid, 11 de noviembre de 2017) da como fecha de martirio de Gómez el 15 (o 16) de noviembre, pero otros documentos y sobre todo el relato publicado en 1942 por un testigo presencial (Elías Fuente) apuntan el 22 de octubre, así que con esta fecha me quedo al menos hasta que incluyan a este mártir en el buscador de la Conferencia Episcopal Española. Este relato narra de forma conmovedora cómo este sacerdote se esforzó por mantener el buen humor y distraer a los demás rehenes retenidos sin cargos en esa cárcel, contando historias de su vida como misionero en Cuba; igualmente conmovedora es su asimilación del carácter jovial de los habitantes del oriente cubano (guajiros), hasta el punto de que «al saludarle, era obligado rito hacerlo tarareando una guajira o lo que fuese». No murió este mártir a manos de los perseguidores, sino de la enfermedad, pero se le reconoce el martirio porque sin duda se debe a la persecución el carácter prematuro de su muerte, de ahí que su biografía cite palabras del papa Benedicto XIV referidas a Gómez supuestamente en el decreto del papa Francisco reconociendo su martirio:
Hay que contar entre los mártires al que, arrestado en la cárcel por odio a la fe, o desterrado por la misma causa, muere a consecuencia de los padecimientos o malos tratos, experimentados en la cárcel o en el exilio.
El también sacerdote paúl Benito Paradela Novoa (que no compartió prisión con Gómez), nacido en Amoeiró (Orense) en 1887, moriría al día siguiente de su cumpleaños con un grupo de paúles con los que estaba apresado en un local al que acudió con idea de custodiar documentos, según relata la biografía de la beatificación:
Para evitar que se perdiera el archivo de la Congregación y la buena biblioteca de la comunidad, imprescindible para la preparación de los misioneros, antes de agudizarse la persecución religiosa, el P. Benito Paradela fue llevando personalmente los mejores libros y documentos al n.º 4 de la calle de S. Felipe Neri. También se trasladaron allí los ficheros y documentos importantes de la provincia. Él mismo se refugió en ese lugar con otros hermanos de la Congregación y allí permaneció arriesgando su vida. Hacían una vida completamente de recogimiento y estudio. Durante algún tiempo pudo atender su capellanía del colegio de Santa Isabel en la calle Hortaleza.
Descubierto por los perseguidores el refugio del P. Benito Paradela y del H. Juan Núñez, los dejaron en el piso en concepto de detenidos y fueron llevando al mismo lugar al P. José María Fernández y compañeros cuya muerte tenían decidida, pero les interesaba demorar, pensando conseguir noticias del refugio de los otros religiosos a fuerza de torturas. El P. Paradela forma parte del grupo de mártires de Vallecas que entregaron su vida el 23 de octubre de 1936, viernes anterior al domingo de Cristo Rey.
Antonio García Fernández, natural de Piñar (Granada) y de 69 años, era canónigo arcipreste de la catedral de Almería, fue asesinado en esa capital el 8 de diciembre de 1936 y beatificado en Roquetas de Mar (Almería) el 25 de marzo de 2017. De él dice la biografía diocesana:
Don Manuel Román González contaba que: « Se preocupó siempre de la formación de niños y jóvenes. Vivía en la plaza de Flores, en un bloque de varios vecinos, que le respetaban y le querían. Trataron de salvarle e incluso alguno quiso valerse de su influencia en aquella situación política, para que no fuese detenido. »
Aunque trataron de refugiarlo al inicio de la Persecución Religiosa, fue detenido y pasó por varias prisiones. La noche de la Inmaculada de 1936, junto al siervo de Dios don Rafael Román Donaire, recibió el martirio en la misma prisión del Ingenio.
Antonio Fernández Camacho, de 43 años, natural de Lucena e hijo único que pronto quedó huérfano de padre. Marchó con su madre a Sevilla e ingresó en las Escuelas Salesianas de la Santísima Trinidad, donde hizo profesión religiosa en 1909. En la capital andaluza fue ordenado sacerdote en 1917. En la tarde del 19 de julio tuvo que extinguir el fuego provocado en el taller de carpintería de la escuela de artes y oficios de la Trinidad, y como otros religiosos, buscó refugio en casa de amigos. El estudiante interno Arsenio Ortiz Moreno, que le acompañaba, relatará en 1954 lo sucedido:
A primera hora de la tarde del domingo, 19 de julio, salí del colegio para acompañar a don Antonio que vestía de paisano. Dada la poca seguridad que ofrecía, en especial durante la noche, el barrio de la Trinidad, don Antonio pernoctó en la pensión de la calle Corral del Rey nº 12, propiedad de unos parientes de los hermanos Menacho, antiguos alumnos suyos. A la mañana siguiente, lunes 20 de julio, celebró a las ocho la misa —que yo le ayudé— en la capilla del Protectorado del Niño Jesús de Praga. Tomado el desayuno, lo acompañé a la calle Feria, a hacer una breve visita a los parientes de su antiguo alumno Rodríguez Villar. Desde allí fue a ver a su anciana madre, que residía temporalmente en la casa de Hijas de María Auxiliadora, de calle Castellar nº 44.
Terminada la visita (serían las once de la mañana), nos encaminamos hacia la plaza de San Marcos, para volver al Colegio de la Trinidad. Al desembocar en la plaza, frente a la iglesia [incendiada], nos sorprendió una barricada, custodiada por milicianos rojos. Don Antonio intentó volverse, pero un miliciano armado de mosquetón le obligó a proseguir adelante, pidiéndole la documentación: «La he dejado en casa», haciendo ver la cartera, vacía. «¿No sabes que en estos tiempos no se puede andar indocumentado?», le replicó un miliciano de alta estatura, mientras lo cacheaba. De uno de los bolsillos le sacó un reloj, de cuya cadena pendía un crucifijo. «Entonces, ¿tú crees en esto?».
Don Antonio permaneció con la cabeza baja, sin proferir palabra. El miliciano alto exclamó: «¡Si este es un cura que veo pasar por aquí con frecuencia!». Y sin más un miliciano corpulento, que empuñaba una pistola, a un metro de distancia, disparó tres o cuatro veces contra el acusado, hiriéndole en el costado derecho. Don Antonio cayó a tierra, solicitando ayuda. Aturdido, no pude oír sus precisas palabras. Aproveché la confusión y me escabullí con disimulo. Corrí al Colegio de la Trinidad para referir al Sr. Director y Superiores lo sucedido.
Otro testigo refirió las palabras de Fernández Camacho: «“Por favor, llevadme a la Casa de Urgencias porque me muero”. Pensaron hacerlo, pero uno se opuso por temor a ser descubiertos y optaron por arrastrarlo entre varios hacia la calle San Luis». Según otra testigo, «entre el nº 7 y 9, lo hicieron sentar bajo mis ventanas con el cuerpo encorvado. Al abrirle el cuello de la camisa y ver el crucifijo y el escapulario, uno de los milicianos dijo al otro: “¿No te das cuenta que es un fascista?”. Y a bocajarro, le dispararon. Murió desangrado». Su cuerpo no apareció, y se supone que lo arrojaron a los rescoldos de la iglesia de San Marcos o a los de la de Santa Marina.
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