Aunque los atentados islamistas en Rusia fueron muy crueles y de grandes dimensiones, el atentado más traumático fue el del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. No hace falta repetir el relato de lo acontecido. Conviene, sin embargo, recordar el factor psicológico, que sin ninguna duda fue el de mayor peso.
Desde hacía dos siglos ningún enemigo exterior había llevado la violencia al territorio estadounidense, si exceptuamos el ataque japonés a Pearl Harbour, en la más externa periferia del país. El núcleo continental de la nación se mantenía inexpugnable. Que el atentado tuviera lugar en la ciudad más emblemática, que destruyera los mayores rascacielos, que eran sus seña más visible de identidad, que perecieran 3.000 personas, que los terroristas se autoinmolaran en el acto y que éste fuera transmitido prácticamente en directo a todo el mundo, provocó una conmoción colectiva sin precedentes. Por sangriento que fuera el hecho en sí, lo que le dio trascendencia histórica no fue la mortandad que produjo, sino su teatralidad y su valor simbólico.
En incontables guerras, muchas prácticamente olvidadas, se producen masacres aún más atroces que ésta sin que la opinión pública reaccione.
Pero precisamente la reacción de pavor y estupefacción era lo buscado por los terroristas. Pocas veces la palabra terrorista ha sido mejor empleada que en este caso: se trataba de aterrorizar, de producir inseguridad, aún más que de producir daños objetivos. Por otra parte, se pretendía vengar a las víctimas inocentes de las acciones militares occidentales contra países musulmanes, así como demostrar la capacidad militar del Islam. Los ejecutores del plan debían estar embebidos de fanatismo pseudorreligioso, así como de un sentimiento muy hondo de frustración y rencor. Los que movieron los hilos, en cambio, se revelaron como fríos y eficientes estrategas. En el mundo islámico los sentimientos fueron contradictorios: hubo quien sintió horror, quien se mantuvo indiferente y quien celebró la matanza. Para la política estadounidense el hecho fue, sobre todo, una afrenta sin precedentes.
El gobierno estadounidense acusó al régimen de Sadam Husein de estar implicado en estos atentados. Asimismo insistió en la vieja acusación de poseer y producir armas químicas. Los inspectores de la ONU encargados de controlar el arsenal iraquí negaron repetidamente que existieran tales armas. Tampoco se pudo establecer una relación entre los terroristas y el gobierno iraquí. Los Estados Unidos, con el apoyo de otros países occidentales, muy en especial del Reino Unido, insistieron en la necesidad de una guerra contra el Irak. En 2003 se produjo el ataque, que concluyó con una total derrota iraquí y la ocupación del país hasta 2012.
De las guerras mencionadas hasta ahora fue una de las más mortíferas.
Los invasores cometieron crímenes de guerra y todo tipo de atrocidades contra la población civil. La destrucción y el pillaje de bienes culturales de inmenso valor no tiene nada que envidiar a las acciones similares llevadas a cabo por los talibanes en el Afganistán o el Estado Islámico en Palmira. La situación interna del Irak, ya desfavorable bajo la dictadura de Sadam Husein, empeoró hasta extremos que convirtieron al país en un caos de violencia y miseria en el que etnias, religiones, mafias y toda clase de grupos armados se enfrentaron sin cuartel. La situación se volvió comparable a la del Afganistán: estas circunstancias convirtieron al Irak en muy poco tiempo en un fecundísimo vivero de grupos terroristas que luego se expandirían por toda la región y serían un factor decisivo en la guerra de Siria.
Curiosamente, las potencias occidentales no tomaron ninguna medida contra la Arabia Saudí, un país al que, hasta el día de hoy siguen considerando aliado, al que proporcionan grandes cantidades de armamento y con el que mantienen estrechas relaciones económicas. Está probado que sus élites financian el terrorismo y que tuvieron que ver con los atentados de Nueva York y su sistema político es todo menos democrático y respetuoso de los derechos humanos. Es decir, tiene las mismas características que han servido de pretexto para combatir militarmente a otros regímenes.
Los motivos aducidos para desencadenar la guerra del Irak fueron falsos: ni había en el Irak armas químicas, ni nexos con los terroristas del 11 de septiembre.
Por encargo del gobierno británico una comisión de expertos (los catedráticos de historia Sir Lawrence Freedman y Sir Martin Gilbert, el diplomático Sir Roderic Lyne, la catedrática de ciencias políticas y miembro de la Cámara de los Lores Lady Prashar, asesorados por Sir Roger Wheeler, ex jefe del Alto Estado Mayor de las Fuerzas Armadas británicas, y Dame Rosalyn Higgins, ex presidenta del Tribunal Internacional de La Haya) bajo la presidencia del diplomático Sir John Chilcot, realizó una exhaustiva encuesta sobre los motivos de la guerra.
El resultado, después de tres años de investigaciones (2009-2012), fue un informe en 12 volúmenes donde se llegaba a la conclusión de que el ataque contra el Irak había carecido de toda justificación. A causa de presiones políticas el contenido de la encuesta no se hizo público hasta 2016.
En 2006 Sadam Husein había sido capturado, juzgado, condenado y ejecutado.
Al margen de que la pena de muerte sea siempre inaceptable, había mil motivos para una condena. Ahora bien, los responsables occidentales de una guerra a todas luces injustificable y espantosamente mortífera no han tenido que responder ante ningún tribunal por los flagrantes y gravísimos hechos que pesan sobre ellos.
Lo determinante en este conflicto fueron los intereses económicos tanto de la industria petrolera como de la militar, ambas con fuertes vínculos en el gabinete de George Bush.
Continuará en un próximo artículo