Los atentados del 11 de septiembre de 2001 fueron también el motivo aducido para iniciar la invasión del Afganistán que concluyó este verano. Se adujo que los atentados habían sido organizados por Osama Bin Laden, quien gozaba de la protección del gobierno de los talibanes.
Bin Laden, rico hombre de negocios saudí, musulmán devoto y radical, había iniciado su actividad político-militar-terrorista (no es siempre fácil determinar los límites de sus acciones) durante la invasión rusa del Afganistán, primero auxiliando con dinero a los muyahidines y facilitando el reclutamiento de voluntarios árabes para luchar contra los rusos; más tarde participando personalmente en los combates al frente de milicias de estos voluntarios. Es más que probable que contara en esos tiempos con apoyo (logístico, armamentístico o financiero) de los Estados Unidos.
Unos años después tanto él como los gobiernos estadounidenses, cada uno por sus motivos, se empeñaron en borrar las huellas de esta relación.
Derrotados los rusos, los grupos islamistas árabes que los habían combatido buscaban nuevos campos de acción (por ejemplo, en las guerras de Bosnia y Chechenia). Tras el hundimiento del materialismo marxista y del «colonialismo rojo», el siguiente objetivo debía ser el materialismo capitalista y el «colonialismo negro», como los había llamado Jomeini.
El antiguo aliado, los Estados Unidos, se convirtió en el nuevo enemigo. La actuación estadounidense en los países islámicos y el conflicto palestino-israelí son factores que alimentan irremediablemente el encono y sustentan el discurso islamista. En estas circunstancias surge el terrorismo islamista de organizaciones como Al Kaida, el Estado Islámico, etc., las cuales a menudo están enemistadas entre sí. En ese sentido las novelescas vicisitudes de la vida de Bin Laden a partir de su injerencia en la guerra ruso-afgana son ejemplares. No entraremos en ellas. Baste decir que los últimos 20 años de su existencia (¿1958? /¿1959? – 2006) fueron un continuo ir y venir entre el Afganistán, el Sudán, la Arabia Saudita, el Pakistán, etc. en medio de conspiraciones, atentados (realizados y sufridos), guerras, negociaciones, traiciones, fugas, proyectos frustrados, proclamas incendiarias, etc.
En un principio Bin Laden negó toda participación en los atentados del 11 de septiembre. Con el paso del tiempo, sin duda por motivos propagandísticos, empezó a insinuar y luego a afirmar su responsabilidad en los mismos.
De hecho, no hay pruebas consistentes de que fuera así. Quienes sí estaban implicados eran otros ciudadanos saudíes, incluso, parece ser, miembros de la casa real, pero las informaciones al respecto fueron silenciadas por graves motivos financieros: un conflicto con el reino árabe, además de perjudicar los intereses de las multinacionales petroleras occidentales, tendría consecuencias fatales para la economía de los Estados Unidos a causa de las inmensas inversiones saudíes en este país. Aduciendo falta de pruebas y el deber de la hospitalidad, los talibanes se negaron a entregar a Bin Laden.
El coronel alemán Reinhard Erös, uno de los mayores expertos europeos en la materia, recordaba que tampoco Alemania habría podido extraditar a Bin Laden a los Estados Unidos, ya que la legislación alemana, como la de otros países europeos, lo prohíbe si en el país de destino el acusado corre el riesgo de ser condenado a muerte por los delitos que se le imputan, como habría sido el caso de Bin Laden. Sea como fuere, la negativa de los talibanes fue tomada como casus belli y seguida por una nueva invasión del Afganistán.
Paralelamente a la propaganda pseudorreligiosa, la desinformación, las falsificaciones y la demagogia manejada por los islamistas, surgieron fenómenos muy semejantes en Occidente. La «guerra contra el terrorismo» fue el concepto que englobó una retórica en la que no se ahorró en manipulaciones y falsedades.
En Alemania, por poner un ejemplo, el ministro de defensa, el socialista Peter Struck, proclamaba que «la seguridad de Alemania se defiende en el Hindukush», mientras su colega de asuntos exteriores, el verde y en teoría pacifista Joschka Fischer, insistía en que «si sacamos consecuencias del 11 de septiembre es inevitable un compromiso internacional», eufemismo con el cual quería decir que Alemania debía participar en la guerra.
También los ministros españoles de defensa se sumaron a estas campañas para limpiar la imagen de la guerra afgana
También los ministros españoles de defensa se sumaron a estas campañas para limpiar la imagen de la guerra afgana. José Antonio Alonso afirmaba en 2006: “Las Fuerzas Armadas de la comunidad internacional están ayudando a introducir paz, estabilidad y democracia en determinados puntos calientes del planeta. Por ejemplo, a través de la misión de ISAF en Afganistán. Cuando en esos puntos se logra introducir democracia y estabilidad, evidentemente, le estamos segando la hierba al fundamentalismo terrorista”.
Su sucesora, Carmen Chacón, declaraba dos años más tarde: “Estamos en estas tierras para defender la paz y la seguridad de todos, también la de nuestros compatriotas; porque desde ahí se fraguaron amenazas contra las vidas de miles de ciudadanos de todo el mundo; porque los que han arrancado ahora la vida de dos militares españoles amenazan al pueblo afgano y también a todos los hombres y mujeres libres del mundo; desean someternos a su terror a todos. También a nuestras familias”. Frases estas que ya en su día no convencieron a la mayoría de la ciudadanía y por las que ahora, al cabo de veinte años, aún más ciudadanos (y en especial los militares que participaron en el conflicto) se sienten estafados. Frases cuyo cinismo se entiende de modo cabal, solamente si se tiene en cuenta datos estadísticos a los que nos referiremos luego.
Como muestra, recordaremos que el terrorismo islamista, en cuarenta años ha causado en todo el mundo occidental unas 4.700 víctimas mortales, mientras que la guerra iniciada en el Afganistán en 2001 ha costado la vida a aproximadamente 1.000.000 de civiles afganos. No expondremos aquí el curso de una guerra que ha durado nada menos que dos décadas.Sólo haremos algunas reflexiones acerca del significado del fracaso occidental y sobre el verdadero fin de la contienda.
La derrota de la OTAN en la guerra del Afganistán tiene grandes semejanzas con el descalabro ruso de hace más de treinta años
La derrota de la OTAN en la guerra del Afganistán tiene grandes semejanzas con el descalabro ruso de hace más de treinta años. Es el final desastroso de un modo de concebir la guerra y, en un sentido más amplio, de una determinada visión del mundo. Por una parte, con esta malograda empresa fracasa nuevamente la tradición colonial del siglo XIX, una forma de hacer política que, a costa de mucha sangre, dio lugar a imperios tan extensos como efímeros y culturalmente estériles, reflejo del crudo materialismo que fue su móvil: el máximo exponente de este modelo de dominio y saqueo fue el llamado «imperio británico«.
Este materialismo, cada vez más agresivo, se manifiesta incluso en la actitud mayoritaria del combatiente: el occidental acude a la guerra porque es un modo de ganarse la vida o tal vez por nacionalismo, móviles que tienen como base el egoísmo, sea individual o colectivo; en el mejor de los casos, se pretende «civilizar» el país invadido, imponerle unos valores propios que (despreciando olímpicamente los del adversario) con muy poca modestia se tilda de «universales».
Entre los talibanes pueden haberse dado diversos móviles, incluidos los malévolos e inconfesables, pero de lo que no cabe duda es de que sus combatientes tenían una disposición a sacrificarse y dejar la vida en la lucha bastante mayor que la de sus contrincantes europeos y norteamericanos. Sin duda, el combatir contra un invasor llegado de muy lejos otorga un arrojo y una seguridad moral que falta al invasor. Si además añadimos una fe religiosa guerrera y fanatizada, pero sincera, frente al agnosticismo predominante en Occidente, entendemos que su moral de lucha y su poco temor a la muerte fueran muy superiores a las de los soldados de la OTAN.
En este contexto, también se evidencia el silenciado pero enorme fracaso de la tecnología.
Si bien los talibanes del siglo XXI cuentan con muchos más medios que los muyahidines que vencieron a los rusos, también los ejércitos de la OTAN disponen de un armamento muchísimo más sofisticado que el de las grandes potencias en la década de 1980.
Aun a riesgo de repetir una anécdota bien conocida, recordaremos lo ocurrido en 2001 con un comando especial estadounidense. Para apoyar a las milicias de la llamada Alianza del Norte que, bajo el mando del muy sanguinario caudillo uzbeko Abdul Rashid Dostum (quien como aliado de los rusos había combatido a los muyahidines sostenidos por los Estados Unidos y ahora combatía a los talibanes paradójicamente con el auxilio norteamericano) enviaron los estadounidenses un comando de fuerzas «especiales», formado por soldados «de élite», una docena de héroes hollywoodescos (perdón por el neologismo) entrenados para todo tipo de acción militar, cuanto más ardua mejor. Ahora bien, nada más llegar tuvieron estos «rambos» que enfrentarse a la amarga realidad: Dostum no poseía ni automóviles militares, ni motos todoterreno, ni carros de combate, ni helicópteros, ni ninguno de los sensacionales vehículos o armas supermodernas que los superhéroes sabían manejar con los ojos cerrados; ni los poseía ni le habrían servido de nada, pues el terreno los hacía inoperantes y por la necesidad de abastecimientos de combustible y munición habrían sido un estorbo inútil. Lo que Dostum sí tenía eran caballos, pues resultan idóneos para desplazarse por los abruptos paisajes afganos y porque sus milicias montadas cargaban contra el enemigo como la caballería de hace cien, mil o dos mil años.
El pequeño inconveniente era que ninguno de los bravos guerreros norteamericanos sabía montar a caballo: el más experimentado había subido una única vez en su vida a un jamelgo (¿quizás un pony?) cuando tenía algo así como ocho años… Es de imaginar la cara que pondrían Dostum y sus jinetes uzbekos, que debieron dar a esta «élite» algo así como un curso de equitación intensivo y acelerado, sin duda bastante doloroso para las asentaderas de los pupilos.
Al margen del ridículo de esta anécdota, lo que han demostrado estos veinte años de guerra es que nuestra idolatrada, complejísima y carísima tecnología tiene unos límites y que, fuera de ellos, no tarda en convertirse en chatarra. La derrota de la técnica más sofisticada frente al arrojo, el conocimiento personal del terreno y unos medios más simples y por ello mismo más eficaces, son un acontecimiento cultural que da mucho que pensar y que constituye un aspecto importantísimo en la derrota de un Occidente rehén de sus propios logros técnicos y de un tipo de ser humano que abdica de sí mismo en favor de la máquina.
Continuará en un próximo artículo
El Islam y la urgencia de la paz (VIII)
También los ministros españoles de defensa se sumaron a estas campañas para limpiar la imagen de la guerra afgana Share on X