1.
1. Animal racional y dependiente
La racionalidad diferencia específicamente la naturaleza del hombre, animal que vive por la razón. Y lo que caracteriza esta vida racional es una cierta independencia en su modo de operar, puesto que el hombre conoce y obra por sí mismo. Mas conviene no olvidar que junto a esta independencia racional se da en todo hombre una dependencia respecto de otros hombres: para ser engendrado, para ser educado, para alcanzar su felicidad… Es cierto que esta dependencia no es una propiedad específica del hombre, sino que corresponde a toda creatura, cuyo ser, en última instancia, le es dado por Dios; y de ahí que haya que decirlo también de la creatura racional, cuya vida según la razón no depende exclusivamente de sí, aunque conozca y obre por sí. Esta es una verdad perenne, que encontramos admirablemente expuesta por Santo Tomás de Aquino, quien distingue no obstante la dependencia de las creaturas racionales que obran por sí, de las creaturas irracionales: “Considerando primeramente a la creatura racional en su misma condición de naturaleza intelectual, que la hace dueña de su acto, vemos que requiere de la Providencia un cuidado por el cual es atendida por sí; por el contrario, la condición de los otros entes, que no son dueños de su acto, muestra que dicho cuidado se les dispensa, no por ellos, sino en cuanto que están ordenados a otros” (Tomás de Aquino, 1991: 461 [III, c.112]). Tal es la dignidad del hombre quien, aun su indigencia, obra por sí y es atendido por sí; y de ahí que reciba un nombre manifestativo de esa dignidad individual, y este nombre es el de “persona” (cf. Tomás de Aquino, 2001: 327 [I, 29, 3 ad 2]).
Pues bien, esta verdad perenne ha sido recordada recientemente por el filósofo Alasdair MacIntyre en su ensayo Animales racionales y dependientes. Por qué los seres humanos necesitamos las virtudes: “Para florecer hacen falta tanto las virtudes que permiten al ser humano operar como razonador práctico independiente y responsable, como esas otras virtudes que permiten reconocer la naturaleza y el grado de dependencia en que se está respecto a los demás” (MacIntyre, 2001: 184). Y si ha recordado esta verdad es porque en la Modernidad parece haber quedado olvidada. En este escrito voy a tratar de aproximarme a la noción del “hombre dependiente”; pero lo haré a partir de su contraria, la de aquel que quiere afirmarse en la más absoluta independencia, y que he venido en llamar del “hombre fáustico”. Sigo en esto a quien fuera mi maestro, Francisco Canals, quien en una ponencia titulada Teoría y praxis en la perspectiva de la dignidad del ser personal fundamenta el radical antropocentrismo de la Modernidad en la absolutización de la praxis frente a la contemplación, tal y como se ve representado en el pacto que hiciera el doctor Fausto con el poder diabólico de Mefistófeles: “En el principio era la Acción. En la pretendida interpretación del texto evangélico que expresa Fausto en el momento anterior a la aceptación del pacto con Mefistófeles –explica Canals-, podríamos ver expresada una actitud que define para muchos la del hombre occidental moderno: el hombre fáustico” (Canals, 1976: 109).
2. El hombre fáustico y la absolutización de la praxis
En los albores del Romanticismo alemán, Goethe mueve a Fausto a pactar con Mefistófeles a fin de consagrarse a una acción sin descanso, de tal modo que si llegara a aquietarse su vertiginoso deseo en algún bien, entonces moriría: “¡Arrojémonos al torbellino del siglo, al torbellino de los acontecimientos, y alternen entonces en nuestro interior, del modo que puedan, el placer y la amargura, la suerte propicia y la desgracia! Para medir el temple de un hombre, nada hay tan a propósito como la más agitada actividad… Ya lo he dicho: no trato de buscar la felicidad” (Goethe, 1864: 99 [c.VII]). Es la absolutización de la praxis, cuya enseña ya conocemos: “Al principio era la Acción” (Goethe, 1864: 69 [c.VI]).
¿Pero a qué actividad se refiere Fausto? Ciertamente, no hay que confundirla con una praxis entendida como perfeccionamiento moral de la vida, al modo de los griegos. En la Modernidad, particularmente desde el Marxismo, el término “praxis” ha perdido su antigua referencia moral, para significar exclusivamente la actividad productiva, la “póiesis” griega. Así pues, la absolutización propia del hombre fáustico de la que hablamos no es tanto de la “praxis” cuanto de la “póiesis” y la técnica. ¡Y qué significativo es este alejamiento del carácter moral de la actividad humana!
En el obrar moral se censura a quien causa voluntariamente algo deficiente, como robar; mas en el operar técnico sucede al revés: se censura a quien se equivoca sin querer, pero se alaba a quien lo hace cuando quiere, pues ello es signo del dominio que tiene sobre los efectos que produce. De este modo, cuando se absolutiza la técnica, se acaban subordinando los bienes morales a los bienes útiles, es decir, se subordina la persona en tanto que bien en sí mismo –según lo dicho antes- al poder de la técnica. Y así, todo es posible moralmente si es técnicamente realizable, incluso pactar con el diablo.
El hombre fáustico se ufana de haber robado a los dioses su poder creador, convirtiendo su actividad en demiúrgica, constructora de un hombre nuevo. Esto lo podemos reconocer de modo particular en el ámbito político, en donde el tirano, convertido en Leviatán, encuentra en la técnica su instrumento privilegiado, su arma más eficaz. Dice al respecto Canals: “No es un contrasentido, sino algo fundado en el dinamismo propio de una política constituida en religión y que concibe el Estado como providencia del hombre, el que la comunicación de las ideas sea técnica de propaganda y publicidad, la educación se transforme en manipulación o en amaestramiento para causar técnicamente un aprendizaje, y la reflexología y el conductismo sean los métodos de este modo de comprender el gobierno de los hombres” (Canals, 1976: 109).
Este hombre nuevo de la sociedad fáustica no es otro que el “trabajador”, entendiendo por ello no tanto el que se dedica a tal o cual actividad profesional, sino en un sentido más amplio. El filósofo Josef Pieper describe esta condición muy acertadamente en algunas de sus conferencias, agrupadas en español en el libro El ocio y la vida intelectual. En una de ellas indica que “la denominación trabajador tiene un sentido antropológico; se refiere a un modelo humano universal… Lo que se pone de manifiesto en el nuevo concepto del trabajo y del trabajador es una auténtica variación en la concepción del ser hombre en general y en la interpretación de la existencia humana en general” (Pieper, 2003: 16). ¿Y cuál es ese sentido? El que hallamos en el famoso aforismo del conde Zinzendorff: “No se trabaja solamente para vivir, sino que se vive para trabajar” (Pieper, 2003: 12). Y en ello encuentra su liberación de toda dependencia.
Mas el resultado es paradójico: ese hombre nuevo, construido desde la praxis demiúrgica al grito de “¡Libertad!” contra cualquier suerte de dependencia, va a quedar esclavizado, profundamente despersonalizado (cf. Martínez, 2012), tal y como comprobaremos después.
3. El hombre fáustico y el abandono de la contemplación
Una de las consecuencias más inmediatas de la absolutización de la praxis que estamos considerando en el hombre fáustico es, lógicamente, el abandono de la contemplación. Ésta es, sin duda alguna, una de las características más distintivas de la Modernidad; en efecto, la contemplación se ha visto arrinconada en numerosos ámbitos de la vida social y cultural por causa de su “inutilidad”.
Veamos algunos ejemplos de tal abandono de la actitud contemplativa en algunos ámbitos de la vida humana contemporánea. Uno de ellos es el modo en que culturalmente es entendido el domingo. Ya no es aquel día dedicado a la reposada contemplación de Dios, de los amigos, de los familiares o de la misma naturaleza; por el contrario, el domingo ha quedado reducido a una mera restauración de las fuerzas requeridas para el trabajo del resto de la semana. En efecto, “se vive para trabajar”, como apuntábamos antes.
También podemos constatar el abandono de la contemplación en la vida intelectual, que por naturaleza es una actividad teorética, y no productiva. Pieper advierte del peligro de sustituir lo esencial en la academia, que es la sabiduría filosófica contemplativa del ente en cuanto tal, por la eficiencia de los saberes útiles; la sabiduría teorética es combatida por el falso filósofo, el “sofista”, y la primacía de lo útil es defendida por el funcionario intelectual, el “trabajador”: “Es en el concepto de teoría donde el trabajador y el sofista aparecen como típicas contrafiguras de lo académico –explica Pieper-: el sofista destruye la interna y fundamental posibilidad de la teoría, que, a su vez, en cuanto ejecución real, debe contradecir a todos los planes de utilidad hechos por el trabajador” (Pieper, 2003: 204-205).
Mas este abandono de la contemplación que estamos considerando adquiere un carácter que podríamos decir “trágico” cuando el hombre individual deja de ser contemplado como persona. Canals hace una descripción muy sugerente de esta situación en la ponencia antes citada, dibujando un retrato de ese hombre que no tiene experiencia de una mirada personal: “Un literato conocedor del mundo de hoy –dice Canals- podría fingir, con fundamento en la realidad, la biografía novelesca de este hombre a quien nadie miró, que podría haber sido reiteradamente fotografiado, radiografiado, sometido a análisis clínicos, y test psicológicos, y cuyos datos podrían estar archivados en abundantes ficheros y memorias electrónicas”, -la biografía de un hombre que-, ”en su trágica soledad, perdido en lo público y sumergido en la socialización impersonal de pretendidas ‘relaciones humanas’, podría ser caracterizado con el título de el hombre a quien nadie miró” (Canals, 1976: 112-113). Es aquella despersonalización a la que antes me refería, resultado paradójico del poder demiúrgico propio del hombre fáustico. El hombre individual queda reducido a un mero “fenómeno sociológico”, analizado estadísticamente por los instrumentos del Estado y utilizado por su voluntad de poder. La única relevancia de ese producto de la técnica fáustica es, en caso de interesar al poder dominante, la de ser presentado como “noticia”, objeto de una fugaz contemplación.
La razón de este rechazo de la contemplación personal la hallamos en Jean Paul Sartre, para quien la mirada es algo opresor, fiscalizador del hombre en su libertad –de nuevo la despersonalización es el resultado de un grito por la independencia-. Es como si en la Modernidad se hubiera perdido de vista el rostro humano en tanto que manifestativo de su ser personal y de su dignidad individual –“persona”, en efecto, se denominaba en griego con el término “prósopon”, que significa “rostro”, mucho antes que “máscara”- (Martínez, 2010).
Y así, en lugar de gustar la contemplación, el hombre fáustico ha preferido la acción, la búsqueda interminable, como se describe en la tragedia de Goethe. Es la elección de Lessing: si Dios le ofreciera en una mano la verdad y en la otra la búsqueda, preferiría esta última.
4. El hombre fáustico y la sociedad acídica
¿Cuáles son las causas de esta absolutización de la praxis y del consiguiente abandono de la actitud contemplativa en el hombre fáustico? Podemos identificar dos como las más determinantes, y ambas son de orden moral. La primera es la acidia, uno de los siete pecados capitales, según el modo tradicional de referirlos. La acidia, según la definición de San Juan Damasceno, es “cierta tristeza que apesadumbra” (cf. Tomás de Aquino, 1990: 318 [II-II, 35, 1]). Hoy en día a la acidia se la identifica más bien con la pereza; ello se explica porque la tristeza acídica le pesa tanto al alma que la paraliza para realizar para cualquier acción, dejándola “perezosa”. ¿Qué causa, no obstante, este peso, esta tristeza? La pérdida de la esperanza de alcanzar el bien deseado, el cual se da ya por perdido. En esta situación el bien ha dejado de ser un fin que mueve a obrar, y entonces toda la actividad se resiente y pierde sentido: ¿por qué seguir actuando? ¡Cómo no reconocer esta situación en el hombre moderno, que ya desde joven –edad de la esperanza- camina apesadumbrado por la vida! ¡Cómo no reconocer esta acidia en la extensión de esa plaga moderna que es la depresión!
Se podría objetar que esos jóvenes viven con un ritmo vertiginoso, muy alejado de la parálisis acídica. Más aún, que ésta no parece ser causa de la absolutización de la praxis. Veamos si es así. Dice Aristóteles que nadie puede permanecer largo tiempo en la tristeza (cf. Aristóteles, 1985: 331 [VIII, 5]); por consiguiente, el acídico busca de todas las formas posibles huir de ella. ¿Cómo? Mediante una actividad que no busque un fin en el que descansar –perdió la esperanza de alcanzarlo-, sino que se mueva en una huida sin rumbo, en “la más agitada actividad” proclamada por Fausto. Es lo que Canals denomina la “pereza activa”.
Santo Tomás enumera cuatro formas de actividad con las que el acídico huye del vacío interior: la curiosidad, la verbosidad, la inquietud corporal y la variabilidad de proyectos. Intentemos ubicarlas en el marco de la sociedad moderna. La curiosidad hace referencia al conocimiento, y consiste en la búsqueda de datos superficiales, insustanciales, mas no para saber, sino para distraerse; la realidad más distintiva de la curiosidad en nuestra sociedad acídica es la “noticia” –ya decíamos antes que el hombre individual sólo es contemplado como noticia fugaz-, y sus lugares privilegiados son los mass media y ese fenómeno tan propio de nuestros días que es internet. La verbosidad se refiere por su parte a la comunicación de conocimientos, mas no para la transmisión de sabiduría, sino de una vana palabrería; la realidad más distintiva es aquí el lenguaje banal –por ejemplo el del e-mail, el sms, el whatsapp…-, y el lugar típico de la verbosidad moderna es la “reunión” –de negocios, de profesores…-. La inquietud corporal podemos extenderla a toda actividad externa, que es realizada con actitud nerviosa, frenética; la realidad distintiva de esta “hiperactividad” en nuestra sociedad es el “trabajo”, ya mencionado, pero entendido ahora como huida de la vida familiar, de la contemplación del cónyuge o de los hijos, siendo su lugar cualquiera que no sea el propio hogar. Y, finalmente, menciona Santo Tomás la variabilidad de proyectos, que podríamos identificar como la actitud más representativa de nuestra sociedad acídica: una revolucionaria transformación de la realidad, que no deja nunca saciada la voluntad fáustica, sino que al modo de Sísifo vuelve siempre a comenzar para huir de sí mismo; la realidad que mejor identifica esta actividad es el “proyecto”, modus vivendi del trabajador, del político, del estudiante, del legislador…, y su lugar propio la burocracia, ese espacio administrativo en el que los proyectos se suceden indefinidamente, aunque no se lleven siquiera a la práctica.
En definitiva, la sociedad acídica huye de su tristeza absolutizando la praxis: es la sociedad fáustica. ¿O no es Fausto en su estudio, antes de dejarse seducir por Mefistófeles, un retrato perfecto del hombre acídico? “¡Convencido estoy de que nada podemos saber…! ¡Y esto consume mi corazón! En realidad, sé un poco más que los necios, los doctores, los maestros, los clérigos y los monjes; ni escrúpulo, ni duda de clase alguna me mortifica; ni el diablo, ni el infierno me amedrentan; pero, gracias a esto, tampoco disfruto de placer alguno” (Goethe, 1864: 20 [c.IV]).
Mas el análisis que hace Santo Tomás del pecado capital de la acidia nos aporta una última luz, cuando añade otra manera de huida: atacar el mismo bien que causa la tristeza. Hay que pensar que el acídico no gusta las cosas buenas, y de ahí su nombre: “De tal manera deprime el ánimo del hombre –explica-, que nada de lo que hace le agrada, igual que se vuelven frías las cosas por la acción corrosiva del ácido” (Tomás de Aquino, 1990: 318 [II-II, 35, 1]). Pues del mismo modo que el enfermo que pierde el gusto por los sabores ya no sabe qué es dulce o salado, así el acídico no sabe qué está bien o qué está mal. ¿Qué es entonces el bien en la sociedad fáustica? Algo etéreo, un valor abstracto, frágil y vulnerable al juicio relativo de cada cual. En esta situación, aquel que desesperó de alcanzar un bien, se vuelve contra ese mismo bien afirmando como dogma el relativismo. Es lo propio del resentimiento en la moral propio de la Modernidad, que tan acertadamente describiera Max Scheler (cf. Scheler, 1993).
Por este resentimiento la sociedad fáustica niega que exista verdad, bien y belleza objetivas. Si alguien habla de verdad, es calificado de dogmático, y se le espeta con las palabras de Pilato: «¿Y qué es la verdad?”. Si alguien habla de bien, es calificado de totalitario, y se le aparta en nombre de la libertad. Y si alguien habla de belleza, se le recuerdan las palabras de las tristes brujas barbudas de Macbeth, que claman entre las tinieblas de su resentimiento que “lo bello es feo y lo feo es bello” (Shakespeare, 1999: 57 [acto I]).
5. La soberbia del hombre fáustico
Anuncié una segunda causa del fenómeno que estudiamos, y que es aún más profunda que la acidia: me refiero a la soberbia, principio de todos los pecados y último en desaparecer. La soberbia es un deseo desordenado de la propia excelencia, que lleva al hombre –igual que al diablo- a confiar sólo en sus propias fuerzas y a despreciar el orden de la ley divina. Por eso es principio de todos los demás pecados, quedando más allá incluso de los siete capitales, pues cuando la soberbia desprecia la ley divina remueve los obstáculos que impiden pecar en cualquier materia (cf. Tomás de Aquino, 2009: 529 [II-II, 162, 2]).
Pero lo que la soberbia mueve directamente al hombre es a querer constituirse en medida de todas las cosas, suplantando la soberanía divina. Es lo que acabamos de ver al término del apartado anterior: el soberbio ansía determinar qué es lo verdadero y lo falso, qué es lo bueno y lo malo, qué es lo bello y lo feo… Es el pecado de Adán, seducido por el diablo tentador, como explica Santo Tomás: “El primer hombre pecó sobre todo al desear la semejanza con Dios en cuanto al conocimiento del bien y del mal, como la serpiente le sugirió, es decir, el poder determinar, con su propia naturaleza, lo que era bueno o malo que fuera a sucederles” (Tomás de Aquino, 2009: 539 [II-II, 163, 2]).
Esta actitud lleva al soberbio a renegar de cualquier fin al que estén sometidos la naturaleza o las propias acciones. Y de ahí el rechazo que se da en la Modernidad al estudio –y contemplación- de las causas finales en el orden físico, el cual es sustituido por la mera consideración mecánica de causas eficientes, en orden a su transformación material: “Saber es poder”, afirmaba Francis Bacon, abriendo las puertas al abandono de la teoría y la absolutización de la praxis. El rechazo del fin también se da, como no podía ser menos, en el orden moral; el soberbio reniega aquí de un fin último que ordene su vida y que no haya sido elección suya: “Nadie os traza el camino que debéis seguir”, dice Mefistófeles a Fausto. En definitiva, el soberbio renuncia a su felicidad, que es el fin último del hombre, prefiriendo la búsqueda en cuanto tal (Lessing), la afirmación de la propia vida como voluntad de poder (Nietzsche), la construcción de la propia esencia (Sartre), etc. Es cuanto hemos identificado en la moderna absolutización de la praxis.
Mas, por otra parte, este hombre soberbio se ve abocado más tarde o más temprano a experimentar trágicamente su contingencia, su condición de creatura, y, por tanto, su incapacidad de satisfacer el deseo de suplantar a Dios. Es esta experiencia de su limitación la que le lleva a caer en la acidia, antes descrita, y, desde ésta, a revolverse con resentimiento contra el bien. Así lo explica Canals, remitiendo nuevamente al drama romántico: “Sois lo que sois, responde Mefistófeles con ironía trágica a Fausto, al darse cuenta éste de que lo que busca sólo puede alcanzarlo un dios, y de que está tan distante del infinito como lo estuvo siempre antes de su compromiso de movimiento permanente” (Canals, 1976: 111).
Y es que, en realidad, el hombre capaz de absolutizar la praxis no existe, es radicalmente heterogéneo del hombre de carne y huesos. Esto explica una de las múltiples paradojas de la sociedad fáustica, a la que ya hemos aludido: el hombre enarbola la bandera de la libertad, de su independencia, de su emancipación de todo fin, de toda ley superior y de toda naturaleza, pero al mismo tiempo desprecia con resentimiento al hombre individual, “el Cayo o Sempronio que tritura Fichte en nombre del carácter absoluto, activo y libre, del espíritu” (Canals, 1976: 111). Y es este hombre individual el que acaba sometido a un poder tiránico y despersonalizador, convirtiéndose en “el hombre a quien nadie miró”, que no merece ser mirado, que no es digno de ser contemplado.
6. El hombre contingente, digno de ser contemplado
La tragedia moderna de Fausto sólo puede evitarse si el hombre comienza reconociendo su propia contingencia y, por consiguiente, su dependencia. Veamos primero en qué consiste la primera. Al hombre su naturaleza le es dada, no la crea; y esa naturaleza se ordena a un fin último que también le es dado, su felicidad. San Agustín lo expresa muy bien, cuando afirma estas tres características en todo bien creado: la especie o naturaleza que lo determina, el modo en que esta naturaleza es recibida en tal individuo, y el orden de dicha naturaleza a un fin, que es su perfección (Agustín de Hipona, 1982: 873). Así pues, el hombre individual es, en su contingencia, un bien.
Pero si se atiende adecuadamente a este bien, se comprueba que no es como los demás bienes creados, pues el hombre es un bien amado por sí mismo; ya lo decíamos al principio: “Considerando primeramente a la creatura racional en su misma condición de naturaleza intelectual, que la hace dueña de su acto, vemos que requiere de la Providencia un cuidado por el cual es atendida por sí” (Tomás de Aquino, 1991: 461 [III, c.112]). Esto es debido, como apunta el Aquinate, a su naturaleza racional; en efecto, por ésta el hombre tiene memoria de sí mismo, hace suya toda la realidad mediante el conocimiento y es dueño de sus propios actos. Y así, la vida del hombre se nos revela como algo que no se reduce a lo propio de la especie, sino que se enriquece por lo personal, por lo que cada hombre en su individualidad conoce y ama. De ahí que Santo Tomás pueda afirmar que la persona, el subsistente de naturaleza racional, “es lo más perfecto en toda la naturaleza” (Tomás de Aquino, 2001: 326 [I, 29, 3]).
Esta vida del hombre está, según hemos dicho, ordenada a un fin que también le viene dado, y que no es otro que la perfección según la propia naturaleza. Mas estamos hablando de un hombre que tiene una vida personal, que hace suyo lo que conoce y ama; hay que afirmar, por tanto, que también ese fin último lo puede alcanzar y hacer suyo. Y eso es la felicidad; no la perfección sin más de lo que le corresponde a algo según su especie, sino la plenitud de vida personal de este hombre individual.
Conviene mencionar aquí un elemento fundamental en esta vida humana ordenada a la felicidad, y es el medio por el que el hombre se perfecciona: se trata de la virtud, un hábito que dispone a obrar con perfección según la propia naturaleza, y de ahí que se la califique de “segunda naturaleza”. Por la virtud el hombre es más dueño de sus propios actos y se hace verdaderamente libre –a diferencia del camino seguido por la Modernidad, esto es, “liberándose” de la propia naturaleza-.
Frente a la soberbia del hombre fáustico se requiere, por tanto, una humildad metafísica que admita la condición creatural del hombre. “Sois lo que sois”, decía Mefistófeles a Fausto; y decía verdad, pero precisamente en esta verdad radica la ordenación de toda la vida humana. Ya cantaba el poeta Píndaro: “llega a ser lo que eres”; lo que completaba Santo Tomás cuando exhortaba a “ser tal como Dios nos hizo” (cf. Martínez, 2004: 78). Vale la pena, pues, contemplar a este hombre en su ser contingente, mirar su rostro y reconocer su deseo de felicidad.
7. El hombre dependiente, digno de ser contemplado
Dando un paso más, hay que añadir que esta contingencia del hombre, aun cuando se caracterice por la independencia de una creatura racional, va acompañada de unas dependencias: su ser le es dado, y para su plenitud requiere de otros. Su ser les es dado en última instancia por Dios, pero por la mediación natural de los padres. Y para su plenitud requiere de otros que le ayuden a perfeccionarse en la virtud y a alcanzar la felicidad. Por eso MacIntyre en su ensayo sobre Animales racionales y dependientes añade este subtítulo: Por qué los seres humanos necesitamos las virtudes. A esta dependencia para la adquisición de la virtud se refiere Santo Tomás cuando afirma que el hombre no puede ser maestro de sí mismo (cf. Tomás de Aquino, 2001: 977 [I, 117, 1 ad 4]).
Importa mucho considerar que los principales “maestros” del hombre son aquellos por los que nos es dado el ser: los padres. En efecto, la educación en la virtud viene a completar de un modo natural a la procreación y la crianza, y de ahí que pueda ser calificada como una “segunda generación” (cf. Millán Puelles, 1989: 32). Por eso es evidente que los primeros educadores son los padres. Además, la educación paterna se caracteriza por la profundidad e intimidad que requiere el más importante crecimiento en la vida personal, condiciones que no se dan ni en la escuela ni el la vida social. ¡Qué difícil suplir en la escuela lo que no se ha dado en la familia! Por esta razón, debe afirmarse que la educación paterna no sólo es la primera, sino la principal, y que toda otra educación posterior será secundaria y subsidiaria.
Es experiencia propia de la vida humana que el hombre dependiente de sus padres es el primero en ser contemplado por sí mismo. Si hay un lugar en el que el hombre es mirado con amor, ése es la familia. Ahí es donde se practica de un modo connatural la virtud más adecuada para el hombre dependiente, que MacIntyre identifica con gran acierto, siguiendo a Santo Tomás, en la misericordia. Esta es la virtud de quien contempla la indigencia y dependencia de un niño: “Si alguien no reaccionase ante la urgente e imperiosa necesidad del niño, únicamente porque es urgente e imperiosa, esa persona carecería de humanidad” (MacIntyre, 2001: 146).
Esta misericordia mueve a contemplar con amor al hombre en su dependencia. No es la mirada sartriana, sino, con palabras de Canals, una “mirada desinteresada, contemplativa y amorosa” que, “lejos de ser destructora y anonadante, es una exigencia radical de la existencia y de la vida humana personal” (Canals, 1976: 113). Quien tenga esa experiencia, ve disipada cualquier sombra de tristeza acídica, y deja de tener la necesidad de huir de sí mismo por medio de una actividad sin descanso. Así, hay que afirmar que sólo la misericordia puede sanar la herida causada por la soberbia en el corazón del hombre. En definitiva, sólo la Misericordia divina puede salvar la sociedad moderna de su compromiso fáustico.
8. El amigo, digno de ser contemplado
Fundado en esta experiencia de misericordia, principalmente de la mirada misericordiosa de los padres, el hombre puede crecer y llegar a adentrarse con confianza en el camino más enriquecedor de vida personal, que es la amistad. Concluyo toda esta reflexión con una consideración acerca de la contemplación propia del amigo, como modo de vida alternativo a la absolutización moderna de la praxis propia del hombre fáustico.
Desde el reconocimiento de la propia dependencia, que abre las puertas a la experiencia de la misericordia, el hombre puede admitir por connaturalidad la dependencia que conlleva tener un amigo. Mas no se trata aquí tanto de necesitar al amigo –que siempre es necesario-, cuanto de hacerse libremente dependiente de él. Dejamos asentado desde un principio que el hombre por su naturaleza racional es capaz de obrar con cierta independencia; pues bien, todos los tesoros adquiridos de este modo, y que guarda celosamente, puede ponerlos ahora en manos de otro, abriéndole el corazón y haciéndole partícipe de la propia vida personal.
Tal es la amistad. “Por ella –escribe el filósofo Jaime Bofill-, queda vencida definitivamente la soledad, al quedar igualmente satisfechas tanto nuestras aspiraciones a ser comprendidos, apreciados, amados, como aquellas otras de dirección contraria, a derramar en otros la plenitud de nuestro corazón en apacible confidencia. Por ellas queda el hombre situado en su verdadero ambiente: la familia y la sociedad, y ocupa su puesto en el Universo. La medida de esta perfección y del gozo correspondiente nos lo hará vislumbrar la consideración de lo que ella significa: el enriquecimiento de una persona por lo que hay de más valioso en el universo entero, a saber: por otra persona, que se entrega a sí misma no en alguno de sus aspectos o bienes más o menos exteriores, sino introduciéndonos en lo íntimo de su vida y de su ser” (Bofill, 1950: 165).
Esta es la contemplación que satisface el corazón del hombre, la del amigo. Más aún, es desde esta experiencia de misericordia y de amistad que el hombre puede, en su contingencia, alzar su mirada hacia Dios con el deseo de contemplar su rostro. Hallará entonces otra mirada, la más misericordiosa, que lo introducirá en su amistad y en cuya contemplación descansará gozoso.
Enrique Martínez (Universidad Abat Oliba CEU)
emartinez@uao.es
Bibliografía
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Fuente:
Seminario ‘La formación de la personalidad moderna’, organizado por FundSocial