“Salus populi, suprema lex” (Cicerón, De Legibus)
La propia Constitución de un Estado, se legitima mediante el principio del sometimiento de todos los poderes del Estado, a saber, legislativo, judicial y ejecutivo, así como de todas su leyes y actuaciones, al Bien Común y a los valores absolutos que del mismo se desprenden; y mediante el reconocimiento expreso de que dichos valores absolutos y la primacía del bien común, son anteriores a ella y que ella se legitima, precisamente, por ellos.
Obviamente: si el Estado se constituye para alcanzar y favorecer el Bien Común, sólo se encuentra legitimado si cumple con ese fin o función que le es propia y consustancial.
Es más, si se respeta todo esto, no tiene importancia el hecho de que la forma del Estado, de sus estructuras y de la autoridad necesaria, sea de democracia representativa, o directa (mediante una participación mayor del pueblo en la toma de decisiones prácticas), o de otro tipo que se pueda convenir, siempre que el bien común esté garantizado por esos valores absolutos, previos al Estado y a su organización concreta, pues lo que demanda el pueblo al constituirse en Estado es que se garantice, o como mínimo se pretenda, el bien común; si bien es imprescindible que el pueblo decida, y pueda decidir siempre, sobre como quiere organizarse, dentro de ese Estado de valores absolutos e irrenunciables, pues eso no es un absoluto (la organización del Estado) sino opinable.
En el bien entendido supuesto que estos valores absolutos no están determinados por la opinión de la mayoría, sino que, como absolutos, la preceden.
Así, el Pueblo de Israel, para asemejarse a sus vecinos, pidió a Dios que les diera un Rey, frente al sistema de gobierno “de los Jueces”, que ostentaban y que era justo, y el Señor respetó su deseo democráticamente manifestado, no siendo óbice, tal cambio de gobierno, del mantenimiento de los valores imperantes, accediendo al gobierno del Estado (Nación) de Israel, los reyes Samuel, David, Salomón, etc., que eran ungidos por Dios, lo que significa que eran acordes a los principios absolutos que les precedían, donde encontraban su legitimación.
Es evidente que ni el Estado liberal capitalista ni el Estado comunista colectivista respetan dichos principios absolutos, por lo que podemos afirmar que carecen de legitimación, y en ellos cabría, ética y moralmente, la desobediencia ante leyes o actuaciones contrarias al bien común.
Así sería ilegítimo, ética y moralmente hablando, que si el Estado tiene unos medios determinados y limitados para atender al bien común, prime la atención de los intereses de unos pocos (sean bancos o lo que sea) frente al interés común superior como pueda ser la vida, la salud, la educación, la alimentación, el vestido, la vivienda…., o la propia libertad., todos ellos valores absolutos en cuanto se orienten al bien común y en cuanto lo establezcan, no de otra manera.
En este sentido, Juan Pablo II, en su Carta Encíclica Sollicitudoreisocialis, enseña: “¿cómo justificar el hecho de que grandes cantidades de dinero que podrían y deberían destinarse a incrementar el desarrollo de los pueblos o a paliar el hambre en el mundo, son, por el contrario utilizados para el enriquecimiento de individuos o grupos, o bien asignados al aumento de arsenales, tanto en los Países desarrollados como en aquellos en vías de desarrollo, trastocando de este modo las verdaderas prioridades? Esto es aún más grave vistas las dificultades que a menudo obstaculizan el paso directo de los capitales destinados a ayudar a los Países necesitados. Si « el desarrollo es el nuevo nombre de la paz », la guerra y los preparativos militares son el mayor enemigo del desarrollo integral de los pueblos.
De este modo, a la luz de la expresión del Papa Pablo VI, somos invitados a revisar el concepto de desarrollo, que no coincide ciertamente con el que se limita a satisfacer los deseos materiales mediante el crecimiento de los bienes, sin prestar atención al sufrimiento de tantos y haciendo del egoísmo de las personas y de las naciones la principal razón. Como acertadamente nos recuerda la carta de Santiago: el egoísmo es la fuente de donde tantas guerras y contiendas… de vuestras voluptuosidades que luchan en vuestros miembros. Codiciáis y no tenéis » (Sant 4, 1 s).
Por el contrario, en un mundo distinto, dominado por la solicitud por el bien común de toda la humanidad, o sea por la preocupación por el « desarrollo espiritual y humano de todos », en lugar de la búsqueda del provecho particular, la paz sería posible como fruto de una « justicia más perfecta entre los hombres ».”
Los informes sobre el número de personas que mueren anualmente (y diariamente) por hambre, son lo suficientemente explícitos como para ejemplificar esta tesis sobre el bien común, puesto que nadie puede creer seriamente que dichas muertes no se podrían evitar dedicando recursos que se dedican a otras cosas no prioritarias y que no obedecen al bien común. Citando a Tomás de Aquino, “en tiempos de necesidad, todo es de todos”. Y ese “todo” son los recursos malbaratados por los Estados actuales en los que no prima ante todo el bien común, pues como hemos señalado, la vida humana puede ser considerada como bien común deseable y absoluto, que debe informar la actuación y la legislación del Estado.
¿Es esto propio del bien común?…
Y continúa: “… es necesario denunciar la existencia de unos mecanismos económicos, financieros y sociales, los cuales, aunque manejados por la voluntad de los hombres, funcionan de modo casi automático, haciendo más rígida las situaciones de riqueza de los unos y de pobreza de los otros. Estos mecanismos, maniobrados por los países más desarrollados de modo directo o indirecto, favorecen a causa de su mismo funcionamiento los intereses de los que los maniobran, aunque terminan por sofocar o condicionar las economías de los países menos desarrollados. Es necesario someter en el futuro estos mecanismos a un análisis atento bajo el aspecto ético-moral.”
Señala también el Papa que nos encontramos (y aun más hoy día) con el fenómeno de la falta de vivienda, aun en países desarrollados, y del desempleo o subempleo. ¿Es esto propio del bien común, cuando los recursos existentes se destinan a otras cosas?
Todo ello prueba la ilegitimidad moral y ética de los Estados actuales liberales-capitalistas y comunistas-colectivistas en general, y en cuanto sean partícipes de esa política de globalización y gobernanza que nos aboca a semejantes resultados contrarios al bien común, porque dichas sociedades o poderes no se basan en valores, sino en intereses de minorías, con desprecio de los valores absolutos-Derechos Humanos.
Por tanto, la única solución a los problemas actuales, no es la constitución de un nuevo orden mundial, sino el establecimiento del Estado de valores en que prime el bien común sobre cualquier otra consideración, y este informe sus leyes y sus actos.
Es por eso imprescindible que las Constituciones y leyes se basen en estos principios valores-absolutos, y que se respete el derecho reconocido por
Resistencia, obviamente, pacífica (a salvo el derecho a la legítima defensa), pues “Guarda tu espada, porque quien a hierro mata a hierro muere” (Mateo, 26:52).
La necesidad del establecimiento del Estado de valores es incontestable.