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El espíritu evanescente

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Todos tenemos que colaborar en hacer el mundo mejor. Aquí no vale el “Es que no puedo”, “Yo no soy nadie”, “No llego a tanto”. Es preciso que no nos recluyamos en nosotros mismos con la excusa de que “el mundo no va bien”, so pena de caer en esa enfermedad del espíritu que disfraza nuestra mediocridad. Cierto es que a veces nos sirve de excusa para permanecer impávidos, paralizados por la fuerza del ambiente.

En un mundo convivial como el nuestro es fundamental encontrar el punto de encuentro. Ello no significa que debamos decir “sí” a todo ni a todos, sino que debemos aceptar que todo ser humano tiene su libertad, lo mismo que la tenemos nosotros; y debemos respetárnosla, a menos que caigamos en aquella lacra que nos encierra en el despotismo, tantas veces disfrazado del falso buenismo de “la intención es buena”. Es el caso de aquel que no te deja expresar tu parecer y te estigmatiza descartándote y bloqueando tu avance, pero te exige que respetes los suyos… incluso a costa de los tuyos. Todo de manera aparentemente tan pacífica e inocente que hace fuerza con la imposición de una infantil sonrisita condescendiente prepotente con que pretende disimular su tiranía.

Ciertamente, o aprendemos a convivir, o acabaremos todos como seres pretendidamente independientes, pero impotentes, pues nadie puede nada por sí solo. Además, en ese mundo utópico cada uno seguiría sintiéndose llamado cada vez más a defender su pretendida individualidad (consecuencia connatural del ego), lo cual acabaría en una merienda de seres atomizados (a ella vamos) que haría saltar por los aires cada nuevo encuentro, subsiguiente a cada nuevo intento forzado de autodefensa del buenista, intento que constriñe salvajemente contra ti y tu cosmología.

¡Cuidado!

¡No te enredes en ello, hermano, mi hermana del alma! Debemos aprender a poner nuestras independencias e individualidades al servicio del bien común. Ese bien común que cada día exigimos más, pero cada día lo hacemos menos común, pues lo dirigimos obcecados a nuestros propios intereses.

Te pondré un ejemplo. Seguro que conoces a aquel pobre ser pretencioso que de adolescente, al tiempo que cobra conciencia de su individualidad, cada vez que se te cruza se estira la espalda para aparecer más alto que tú, disimulándoselo con movimientos que se le antojan gimnásticos, y orgulloso te saca pecho imitando a sus líderes del fitness de salón que frecuenta, aquellos con los que se machaca el cuerpo atiborrándose de suplementos proteicos para, desarrollando su corpacho, parecer ese centímetro justo más que tú. “Quiero estar vistoso”, dice por lo bajini.

¡Y sigue que te sigue! Luego, circunscrito y cuestionado por el inevitable fragor de la vida, asentado en aquel su delirio, se pasa la vida pretendiendo desafiarte en cada nueva apuesta del destino, como si él fuera más simpático, más rico y más asertivo que tú… hasta que cuando la vida le declina se da cuenta de que la ha perdido persiguiendo la quimera de su yo ramplón.

Ahora, entre la hojarasca seca del otoño de la vida, se dedica a saltar por una cuerda de ventana a ventana tentando y desafiando a la gravedad para sentirse vivo… hasta que un día advierte, ante tu invicta presencia, que la ha pifiado con su matrimonio, con sus hijos y con la felicidad que no ha sabido alcanzar, y todo por prostituir durante su ciclo vital (siempre con cartas de más escondidas tras la espalda) la vida que Dios le regalaba, pero él coercía hacia su propio centro de gravedad extorsionando tu buen nombre y tu bienestar, pues siempre te vio más feliz que él y nunca lo soportó.

Ese es, finalmente, su espectro de senectud: humo de jactancia, delirio delicuescente que se le escurre entre los dedos de las manos… hasta el punto de que el único bien vital que le queda ante la jeta es seguir apretando los pies sobre ti bajo la bota para verte caer antes que él.

Así es el ser materialista de la posmodernidad: un intenso y eterno intento fallido de ser lo que no es, a costa de lo que en realidad es él sin haberlo descubierto y lo que en realidad es su presunto competidor. Su mentalidad no le conforma a su existencia nada más que pura pretensión. De hecho, es aquello que la psicología tiene tipificado desde tiempo inmemorial como “megalomanía”, y el saber popular, “envidia”, que suele garrapiñarse en espíritus fatuos que el día menos pensado se evaporan como el humo sin dejar huella alguna, y cuando la dejan es porque la muerte les alcanza con el castigo que la Justicia divina haciendo fuerza ha de sentenciar por justicia un día a los elegidos de verdad. Créeme. ¡Que no te coja a ti!

Twitter: @jordimariada

Hasta que un día advierte, ante tu invicta presencia, que la ha pifiado con su matrimonio, con sus hijos y con la felicidad que no ha sabido alcanzar Clic para tuitear

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