La estampa es propia de un sainete barato, de esas obras que solían representarse para arrancar carcajadas a base de vulgaridad y desatino.
Sin embargo, lo que ha acontecido en los cines Girona de Barcelona —replicado, para mayor bochorno, en otras salas españolas— no es un guion de ficción, sino una patética realidad que refleja la deriva moral y cultural de una sociedad que ha confundido libertad con grosera excentricidad.
Que un grupo de individuos se haya despojado de sus ropas para disfrutar de una proyección cinematográfica en una sala pública no es, como insisten en vendernos, un acto de naturalidad o de transgresión.
Una grosera excentricidad
Es, más bien, un triste signo de la desorientación contemporánea: una sociedad que necesita inventarse provocaciones absurdas porque carece de convicciones verdaderas, que reemplaza la autenticidad por el ridículo y que llama progreso a cualquier disparate que se aleje de la norma.
El evento, promocionado con bombos y platillos por la Federación Naturista-Nudista de Cataluña y sus homólogos de Valencia, es presentado como una manera de «promover la desnudez con naturalidad».
Pero, ¿naturalidad de qué? ¿Acaso la desnudez deja de ser lo que es —un acto reservado, íntimo, privado— por colocarla bajo las luces artificiales de una sala de cine?
No, la desnudez se trivializa, se vulgariza, se convierte en una anécdota grotesca y prescindible.
Desvestirse no es un acto de libertad cuando se hace por mero exhibicionismo, cuando se encarna como una impostura de lo que verdaderamente significa el respeto por uno mismo y por los demás.
Resulta además paradójico que quienes defienden estas iniciativas lo hagan bajo el pretexto de «ruptura de tabúes». A fuerza de repetir este mantra, algunos han terminado creyéndolo.
Como si en el mundo actual existiera algún tipo de pudor que quedara por desterrar. Como si no lleváramos ya años —décadas— en los que la exhibición del cuerpo y la banalización del pudor han sido la norma y no la excepción. El problema no es que haya tabúes —que no los hay—; el problema es que no queda ni un solo espacio para la dignidad y la sobriedad, para el pudor, el buen gusto y la decencia.
Esta insultante iniciativa ha contado además con ciertos condicionamientos, que resultan, por lo menos, irrisorios.
Los espectadores debían entrar con ropa al cine y desnudarse únicamente una vez dentro de la sala.
Es decir, se pretende normalizar lo absurdo, pero con una serie de normas y restricciones que, lejos de aportar algo de cordura, suman al esperpento general.
Por no hablar de las toallas que los asistentes debían colocar sobre las butacas: una medida sanitaria —elemental, faltaba más— que parece rozar lo humorístico en semejante contexto.
El presidente de la Federación Naturista-Nudista de Cataluña, Segimon Rovira, ha proclamado con solemnidad que la desnudez debe desvincularse del sexo y tratarse con «naturalidad».
Lo cierto es que Rovira y sus acólitos están confundiendo naturalidad con indecencia, libertinaje con libertad. Que algo sea natural no significa que deba exponerse sin recato alguno. La desnudez es un acto humano, pero también lo son el pudor, la vergüenza y el sentido del respeto.
Por otra parte, se argumenta que la idea nació del rodaje de la película Tú no eres yo, cuando se requirieron figurantes desnudos que finalmente fueron seleccionados entre miembros de la asociación naturista.
Resulta lamentable que un acto cinematográfico de ese tipo haya derivado en una propuesta tan burda y forzada, pretendiendo convertir una circunstancia puntual en una reivindicación colectiva.
Y así, a medida que avanzamos hacia el delirio, la destrucción de los límites, la celebración de la extravagancia y el rechazo al sentido común, nos encontramos con estas iniciativas que, más que romper tabúes, están despojando a la sociedad de sus últimos vestigios de cordura.
Quizá no sea casualidad que semejantes espectáculos se acojan en un tiempo histórico tan convulso y superficial.
Como si al no poder afrontar los verdaderos problemas de nuestro tiempo, la sociedad prefiriera refugiarse en este tipo de ocurrencias absurdas.
Los cines Girona deberían de avergonzarse de su contribución a tamaño despropósito. Porque si romper tabúes significa rebajar al individuo hasta convertirlo en un mero espectador desnudo en una butaca, quizá sea hora de replantearse si no hemos confundido el camino.
La verdadera revolución, al fin y al cabo, no está en desnudarse en una sala de cine, sino en recuperar la dignidad perdida.
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La estupidez al desnudo.