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Catecismo de combate (5). El cristianismo que nos ha hecho

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Tom Holland es un historiador de la Edad Antigua muy conocido a causa del éxito de sus libros. Sus virtudes principales son las de unir a una gran erudición, una extraordinaria habilidad para construir buenos relatos. Este es también el caso de Dominio (2021). La obra posee, además, una singularidad. Holland, que es agnóstico, escribe con el propósito manifiesto de demostrar, mediante un análisis que se inicia el año 480 A.C. y concluye en nuestros días, que el cristianismo es una fuerza revolucionaria porque ha cambiado la compresión que tenemos sobre la condición humana.

Pero el libro contiene un segundo propósito explícito, que quizás resulte más sorprendente para algunos: el de que el cristianismo que ha forjado Occidente sigue presente y que son cristianos los valores, las raíces, las actitudes y la mentalidad de las sociedades occidentales. Donde la mayoría de sus gentes son cristianas sin saber que lo son. Y no se anda por las ramas, como lo atestigua en sus páginas finales:

“Vivimos en una de las grandes eras del crecimiento y la evolución cristiana. Esto se pone de manifiesto en el gran auge de conversiones en África y Asia, pero también en las creencias de muchos millones de personas que jamás pensarían en sí mismos como cristianos”.

A la muy desarrollada visión del historiador deseo unir algunas breves consideraciones que completan el uso que hago de su texto.

Primera

Una primera es el concepto del cristianismo como tensor hacia un horizonte de sentido, de significado, para el ser humano y sus sociedades. En esa tensión se encuentra la raíz del progreso, concebido en términos humanamente equilibrados.

Segunda

Una segunda consideración es la de que las sociedades occidentales actuales, que podemos calificar en su mayoría como de postcristianas, presentan las consecuencias del fundamento cristiano, y esto es lo que describe Holland. Pero, a la vez, tienen dañadas sus raíces y sus marcos de referencia. Precisamente aquello que aporta una perspectiva completa y coherente del cristianismo como lo que es: una revelación y un compromiso con Dios en la persona de Jesucristo, junto con su sistema de virtudes y valores.

Todo esto ha desaparecido o está difuminado en buena parte de Europa. Entonces, la concepción cristiana aparece, sí, pero de manera fragmentada y deformada, porque ha surgido una ruptura con Dios, que es la que en ultimo termino define a nuestra sociedad desvinculada.

Tercera

En tercer lugar, estas sociedades de raíz cristiana han evolucionado en buena medida hacia una configuración postcristiana por la vía de la apostasía, y esta no es una característica menor.

Muestran al cristianismo un dilema semejante a los que este mismo mundo Occidental presentó al judaísmo, sobre todo en los siglos XVIII y XIX: la opción entre adaptación y asimilismo, o el repudio, que en el caso judío se concretaba en la vida separada, el gueto.

El cristianismo de nuestro tiempo, o es asimilado, como sucede con gran parte del protestantismo europeo y norteamericano, en lo que son sus confesiones reformadas tradicionales y en una parte del catolicismo, o bien es marginado y marginal, si no es capaz de construir su propia alternativa a la sociedad de la anomia y de las crisis acumuladas en las que vivimos; la sociedad desvinculada

Los grandes vectores de la transformación cristiana de la humanidad

La vida cristiana es un todo, pero a efectos de comprensión es posible establecer unos perfiles estilizados que la caracterizan, unos grandes vectores de su capacidad transformadora. Y para esta tarea Dominio es un buen manual.

La característica central de la vida cristiana es el Dios único, personal, creador y todopoderoso, que por su propia naturaleza es indefinible e inefable, y que en el cristianismo se revela en la persona de Jesús en términos compresibles para el ser humano. “Quien me ve a mí ve al padre, yo soy el camino la verdad y la vida”.

El amor es su característica esencial

Esto es una obviedad. Amar a Dios y al prójimo, en esto se resume todo (San Mateo 22, 34-40). “Deus caritas est” (2005), la encíclica de Benedicto XVI, es un buen compendio de la razón fundamental cristiana. Es el tensor que el cristianismo aporta a la transformación de la humanidad.

El problema, en nuestras sociedades de la apostasía, es que la propia palabra, amor, es entendida en términos reduccionistas en su significado social, y cada vez más aparece como sinónimo de una relación sexual. Es percibido, además, como un valor muy conocido, tópico y trillado. No asombra, ni se percibe el alcance sobre su magnitud, entendida en los términos cristianos de amor gratuito, de donación y de amor a los enemigos.

Dominio, a lo largo de todo un capítulo, el veinte, nos presenta un recorrido histórico que incluye a los Beatles y su famoso y pegadizo estribillo “lo que necesitas es amor”, y los discursos de Martin Luther King, instando a sus seguidores a amar a sus enemigos, y eso incluía al Ku Klux Klan, mientras levantaba su poderosa campaña por los derechos civiles de la población negra.

Holland nos muestra cómo este es el mensaje cristiano por excelencia, distinto y radical. El mensaje de Jesús, de San Pablo y San Agustín, a San Maximiliano Kolbe y Gnes Gonxha Bojaxhiu, la Santa Madre Teresa de Calcuta, es el signo imperativo de toda la Iglesia. Es, además, un amor de actos, como muestra la parábola del Buen Samaritano. ¿Quién ama al prójimo? Aquel que procura su bien, incluso a costa de sus intereses, con sacrificio. El amor como gran motor intangible que transforma creencias y sentimientos en bienes y servicios.

Este Dios, que se hace presente en Jesucristo, significa no solo el acontecimiento por excelencia de la humanidad, sino el eje en torno al que se configura el Cosmos, el punto Omega de Teilhard hacia el cual tiende todo lo creado. De esta manera, el hecho humano alcanza una dimensión épica que atraviesa el espacio y el tiempo, y que solo requiere de la fe y la voluntad de vivirlo en conciencia. Es la más extraordinaria aventura que puede experimentar el ser humano.

El problema serio empieza cuando esta ruptura se hace en la ausencia de Dios

Y esta forma de ver la realidad ha roto todas las fronteras de la percepción humana. El problema serio empieza cuando esta ruptura se hace en la ausencia de Dios. Entonces, el don se convierte en maldición. Esa puede ser la gran tragedia, porque “hay muchos en Occidente que se niegan a contemplar la posibilidad de que sus valores, incluso la misma falta de religión, tengan orígenes cristianos” (pág. 26).

El cristianismo realizó otra gran transformación, que ha configurado el marco de referencia básico en el mundo más allá de Occidente, precisamente a causa de la matriz cristiana. Surge de la articulación de dos sistemas de razón, de dos creencias, en principio inefables entre sí; es decir, dos formas de entender el sentido de la vida y el Cosmos, que resultaban ininteligibles la una para con la otra, por la disparidad de sus cualidades y fines. Era la muralla de la fe judía y la muralla de la filosofía griega. Ambas radicalmente separadas, pero que quedaron articuladas por la gran cúpula que las unió: el cristianismo.

Dos grandes gigantes destacaron en esta tarea, San Agustín entre los siglos IV y V, y después, en el XIII, santo Tomás de Aquino, cuya aportación salvó la crisis de la civilización latina producida por la introducción de la filosofía aristotélica en la cultura establecida por la filosofía agustiniana. Un conflicto que podría haber destruido la cohesión de la cristiandad y, con ella, el surgimiento de Europa.

Esta gran construcción cultural sigue vigente y es la única que, como concepción holística, dispone Occidente

Pero no fueron solo aquellos dos personajes extraordinarios. Una pléyade de teólogos y filósofos, también de artistas y maestros de obra, los hacedores de catedrales contribuyeron al crecimiento y embellecimiento de la bóveda cristiana. Esta gran construcción cultural sigue vigente y es la única que, como concepción holística, dispone Occidente. Está dañada, es insegura en algunas partes, pero sigue ahí, y fuera de ella solo encontramos ruinas tuneadas, tótems y tabúes, viejas deidades paganas vacías de horizonte, signos remozados de un pasado más inhumano; fragmentos de comprensión contradictoria, cuando no antagónicos entre sí, que definen una especie de civilización totalmente desarticulada.

Y, sobre todo, encontramos temor al futuro, otro signo de la descristianización. Todo esto se traduce, en lo individual, en la pérdida del sentido de la vida más allá de los deseos, incapaces por sí solos de conducir toda una existencia; y en lo colectivo, en la impotencia para mantener o producir los acuerdos fundamentales sobre los que se asiente la sociedad y su bien común.

El cristianismo configura “el sistema cultural hegemónico más poderoso de la historia del mundo”, como refiere Holland (pág. 22) citando a Boyarín, un estudioso judío. Al negarlo como marco de referencia, ¿con qué lo sustituye Occidente?

Y este marco de referencia ha construido una nueva mentalidad de la cual somos depositarios, una nueva forma de ser que caracteriza el mandato cristiano.

En esta forma de ser, el perdón es esencial, de manera que no existe hecho cristiano sin tal condición. Su existencia entraña la generación de una fuerza extraordinaria, la de la esperanza. Esperar contra toda esperanza es un signo cristiano. Por esta razón nuestro tiempo es escaso en perdón y en esperanza, sustituido el primero por la presunción de culpa, y el segundo por las adiciones y alienaciones de todo tipo. El resultado es una sociedad mentalmente cada vez más enferma, incluso desde la adolescencia.

Asumir el perdón como virtud personal y necesidad colectiva, significa aceptar que nadie es inocente ante Dios, porque no existe la gente sin mancha, aquella que Jesucristo condena en la parábola del fariseo y el publicano, que se encuentra en Lucas (18, 9-14). En ella se muestra como el publicano, el “pecador”, tenía una actitud humilde y arrepentida, y fue perdonado. El fariseo por su orgullo y vanagloria no fue justificado. El perdón, el rechazo del orgullo y el elogio de la humildad, son características que no formaban parte de las civilizaciones grecorromanas.

Pero hay una vuelta atrás en todo esto. Es el caso del menosprecio por el perdón, exhibido incluso con orgullo. Sus consecuencias son visibles, como el repudio de la reconciliación, la desaparición de la presunción de inocencia o la aparición en la legislación de la inversión de la carga de la prueba, en la que es el acusado quien debe demostrar que no es culpable. Todos ellos son signos del alejamiento cristiano.

Catecismo de Combate (4) Rehacer lo político desde lo cristiano

Twitter: @jmiroardevol

Facebook: josepmiroardevol

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