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El camino sinodal alemán (12): la mujer en la Iglesia

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Dos resoluciones del «camino sinodal» alemán se ocupan de una posible reforma de las regulaciones referidas al sexo de diáconos, sacerdotes y obispos.

La primera, es un muy extenso documento titulado «Mujeres en ministerios y cargos en la Iglesia», en el que se considera ampliamente la posibilidad, que es presentada como acuciante necesidad, de que las mujeres puedan ejercer ministerios diaconales, sacerdotales y episcopales.

La segunda, es una síntesis en 16 páginas de la anterior.

El mayor de ambos textos contiene algunos pasajes muy apreciables, mientras que el texto más breve, de mucho menos interés, tiene un carácter más político que propiamente teológico, ya que se trata de una toma de posición a favor del sacerdocio femenino partiendo de los argumentos expuestos en el texto mayor.

A continuación intentaremos resumir al máximo y del modo más asequible posible los argumentos presentados en el documento más extenso.

El texto se abre, significativamente, con la expresión «justicia sexual», concepto que constituye su centro de gravedad.

Se parte de la convicción de que en el seno de la Iglesia existe una injusticia sexual estructural que debe ser corregida. Esta injusticia se concreta en el hecho de que las mujeres estén excluidas de los los ministerios consagrados (diaconado, sacerdocio, episcopado) y de que en funciones distintas de éstas ocupen posiciones subordinadas.

Otro de los aspectos de esta injusticia sería el hecho mismo de que la doctrina católica reconozca la existencia de solamente dos sexos, el masculino y el femenino, ya que, según el documento, hay personas que no forman parte de ninguno de estos grupos y cuya condición sexual es ignorada.

En la primera parte del texto se trata el tema de los abusos sexuales cometidos contra mujeres. Éstos son resultado de privilegios de los que gozan los varones consagrados, quienes  «sacralizan y legitiman» sus delitos cometiéndolos «en nombre de Jesucristo». Frente a este abuso las mujeres estarían emocional e institucionalmente indefensas. La actitud de devoción y respeto de la víctima hacia los ministros consagrados reforzaría la posición de los mismos.

Por otra parte, el hecho de que, según el texto, la mujer sea «identificada con la imagen de Eva como seductora» facilitaría la culpabilización de la víctima, que así manipulada se convertiría en forzada encubridora del abusador. Estas tesis aparecen en un párrafo titulado «Peligros potenciales en la doctrina y en el sistema de la Iglesia Católica Romana».

La hipotética víctima aparece aquí como persona con creencias totalmente erróneas que en nada coinciden con la enseñanza de la Iglesia. Ni Eva es una seductora más culpable que Adán, ni el sacerdote puede ser objeto de veneración (que está reservada a Dios, Su Madre, los ángeles y los santos), ni su posición o sus pretensiones le dan ningún derecho a tergiversar la doctrina cristiana y menos aún para cometer actos pecaminosos o delictivos.

Es muy probable que sujetos que sean a la vez delincuentes sexuales y sacerdotes recurran a estratagemas como las expuestas, pero es subestimar insultantemente a las mujeres creer que una adulta o incluso adolescente con facultades intelectuales normales, psíquicamente más o menos estable y con unos conocimientos básicos de la doctrina católica pueda dejarse manipular mediante una patraña tan tosca. Al menos en la Alemania de nuestros días resulta bastante inverosímil.

Que el abusador pueda aprovecharse de trastornos psíquicos o deficiencias intelectuales de la víctima, etc. es otra cosa, pero que nada tiene que ver con el sacerdocio masculino, ya que constelaciones idénticas y de efectos iguales se dan también en contextos totalmente ajenos al eclesiástico, del que no son específicos ni mucho menos.

No seguiremos con la descripción detallada de los «peligros potenciales [de abusos] en la cura de almas y en la celebración de los sacramentos», ni de la discriminación en las relaciones laborales dentro de la Iglesia.

Según el texto:

«tradiciones europeas en filosofía, teología y política han conducido en la era cristiana a una identificación de lo humano con lo masculino y llevado así a un orden sexual androcéntrico. La jerarquización ligada a éste tiene hasta hoy como consecuencia que todas las personas no masculinas [sic!] deban reclamar una y otra vez la igualdad correspondiente a los derechos humanos universales».

A partir de esta afirmación se desarrolla un discurso en el que se hilvanan argumentos sobre la igualdad de las personas de ambos sexos (dualidad que se cuestiona admitiendo una sexualidad no definida biológicamente), contemplada en general desde una perspectiva «de género» presentada a la vez como conocimiento científico, como reflejo de la realidad social y como reivindicación fuertemente emotiva, de modo que se superponen y entrelazan categorías muy diferentes y difícilmente homologables.

Se afirma que la mujer está infrarrepresentada en la dirección de la Iglesia y que se la relega a funciones de «menor prestigio social y peor pagadas», lo que aparece ejemplificado en la falta de acceso de la mujer a los ministerios consagrados. El cortocircuito entre sacramentalidad y conceptos políticos (representación) y sociológicos (prestigio, emolumentos) es evidente. De hecho, lo que el documento solicita (el acceso de la mujer a los ministerios consagrados) es una cuestión que no tiene por qué excluirse a priori, pero que requiere un tratamiento fundamentado en la teología, y dentro de ésta, especialmente en la Escritura, la Tradición y la Historia de la Iglesia.

Precisamente la tercera parte del documento se ocupa de la Biblia, mientras la cuarta lo hace del desarrollo histórico de la doctrina y la práctica a él ligada.

Son los capítulos más interesantes y acertados del texto, pese a que empiezan bastante mal, haciendo una crítica de la «violencia sexual contra las mujeres» en la Biblia, apoyada en diversos pasajes del Antiguo Testamento.

Antiguo Testamento

La lectura que el texto hace de los mismos es prácticamente literal, aunque se menciona de pasada, pero sin tomarlo muy en serio, su sentido alegórico, además de no tener en cuenta su contexto histórico-cultural. En este sentido, tales pasajes aparecen casi como una especie de misógina culpa original que sustenta hasta hoy las injusticias que sufrirían las mujeres en la Iglesia.

Ciertamente en el Antiguo Testamento abundan los pasajes truculentos no sólo por su crueldad contra las mujeres, sino también contra cualquiera que de facto estuviera en posición subordinada (hijos, súbditos, esclavos, animales, etc.) o periférica (adversarios, extranjeros, adeptos de otras religiones, etc.). El significado de tales textos es para nosotros moral-alegórico, histórico-documental, etc., pero si los contemplamos en su materialidad, debemos hacerlo situándolos en sus propias circunstancias histórico-culturales, no en las nuestras.

Del mismo modo el texto hace referencia a pasajes veterotestamentarios en los que se ensalza a las mujeres y se ponen ejemplos de sus virtudes. En todo caso, ni en uno ni en otro sentido estas alusiones resultan verdaderamente relevantes.

Mucho más lo son las relativas al Nuevo Testamento.

En primer lugar se argumenta la importancia de las mujeres en el apostolado, señalando, correctamente, que no sólo «los doce» pueden ser considerados apóstoles, sino que este título fue aplicado por el propio San Pablo a Junia (Rom 16,7), mientras que también Santa María Magdalena, al anunciar a los doce la Resurrección de Cristo, es llamada «apóstol de los apóstoles» (*)

Aunque el sentido de «apóstol» en este contexto es objeto de interpretaciones divergentes, se trata de un argumento de mucho peso que se debería considerar y discutir muy seria y serenamente. También es interesante la pregunta de «por qué sólo el hecho del sexo debe dictar la norma, si apenas puede ser fundamentada desde la perspectiva bíblico-exegética».

Igualmente se considera la muy activa función, incluso directiva, de ciertas mujeres en las primeras comunidades cristianas e incluso su condición de diaconisas, etc. Apoyándose en Gálatas 3,28 el documento recuerda la primacía de la condición humana en sí misma por encima de las diferencias de posición social, de nacionalidad y, por supuesto, de sexo.

Igualmente se recuerda la activa y alta posición de las abadesas desde los orígenes del monacato, el papel de María en la fe católica, las disposiciones del Concilio de Nicea sobre el diaconado femenino, etc.

En general, estamos aquí ante una parte del texto que aporta ideas, datos y argumentos dignos de respeto y estudio, pues son de peso. Al leerlos, se nos ocurren incluso otros que podrían reforzar sus tesis y que, curiosamente, no aparecen en el texto. El motivo de estas ausencias tal vez sea una cierta precipitación y una gran impaciencia que se expresa en pasajes donde una y otra vez, lamentablemente, se filtra un tono y unos contenidos reivindicativos y militantes que desvirtúan la que podría ser una polémica pero valiosa reflexión teológica.

En su quinto capítulo el documento abandona el campo bíblico e histórico para abordar el tema desde una perspectiva «sistemático-teológica» centrada en el Magisterio de la Iglesia a partir del Concilio Vaticano II. 

A las palabras de Francisco I «Jesucristo se presenta como Esposo de la comunidad que celebra la Eucaristía, a través de la figura de un varón que la preside como signo del único Sacerdote» (Querida Amazonia 101) el texto objeta que las imágenes de Cristo como Esposo y la Iglesia como Esposa son puramente metafóricas, por lo que el sexo material de la persona que ejerce la función sacerdotal no sería relevante. Sobre este asunto el texto se extiende ahondando en el argumento expuesto y citando documentos que sustentan su posición.

Desgraciadamente, al final del capítulo se produce un descarrilamiento cuando se afirma que la metáfora de la Esposa y el Esposo, al implicar una personificación de éste último en el sacerdote, favorece los abusos sexuales a mujeres por parte de clérigos. Aquí es inevitable preguntarse cómo un razonamiento, si bien no falto de deslices, en general serio puede dar lugar a un desvarío como éste.

Sin embargo, también se plantea una pregunta que podría dar lugar a discusiones de interés:

«Si la posibilidad de representar a Cristo en la administración del bautismo no está vinculada al sexo masculino ¿por qué ha de estarlo en la celebración de la eucaristía?».

El argumento también aducido de que el acceso de la mujer a los ministerios consagrados favorecería el camino hacia la unidad con los protestantes, es claramente irrelevante desde un punto de vista teológico. Por otra parte, en la práctica significaría también un obstáculo en el diálogo con los ortodoxos.

En la sexta y última parte el texto vuelve a las andadas con la justicia sexual.

El acceso al sacerdocio aparece tratado erróneamente casi siempre como «derecho» que debe ser reivindicado y apenas desde otros puntos de vista.

Como balance puede decirse que es, de todas las resoluciones aprobadas por el «camino sinodal», quizá la más interesante y mejor elaborada, pero que se malogra debido a su militancia y por su intento, en bastantes pasajes, de subordinar la doctrina católica a principios ideológicos ajenos al cristianismo. No lo que se pide (hemos visto que también se presentan aquí argumentos dignos de ser tenidos en cuenta), sino sobre todo el modo en que se lo pide y el móvil ideológico de esta reivindicación hacen que este documento al final resulte más bien decepcionante.

(*) Lo hacen los Padres de la Iglesia San Hipólito de Roma y San Jerónimo y lo recogen Rábano Mauro y Sto. Tomás de Aquino.

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