A medida que se acercan los días finales de octubre, nuestras calles y escaparates de comercios se “engalanan” con la macabra estética – cuesta utilizar esta palabra – relativa a la celebración de Halloween.
Como padres y educadores, creo debemos pararnos a considerar si las diversiones que se suelen ver en estos días en torno a la dichosa fiesta, relacionados siempre con la muerte y lo morboso, ayudan a la educación de nuestros hijos. ¿Creemos de verdad que no pasa nada porque nuestros hijos se disfracen de esqueletos o “muertos vivientes”? ¿Consideramos que lo que se suele ver durante estos días es adecuado para los menores, o incluso aporta algo positivo a cualquier adulto?
Pensemos por un momento en esa especie de culto dado a todo lo relacionado con la muerte que rodea las tradiciones de la tarde de Halloween. Los cristianos no huimos de la muerte, pero tampoco la tomamos como asunto de broma o juego; miramos cara a cara al sufrimiento y a la muerte, y lo hacemos siguiendo el ejemplo de nuestro Maestro, Jesucristo. Afrontamos la muerte con sentido trascendente, no como objeto de diversión ni de pasatiempo banal. ¡Qué hermosa la cita de Bernanos en su Diario de un cura rural!:
“Yo, ante la muerte, no intentaré hacerme el héroe o el estoico. Si tengo miedo diré: tengo miedo; pero se lo diré a Jesucristo”.
Mientras la propuesta “cultural” dominante trata de implantar lo macabro y morboso como imagen icónica de la actualidad, creo que es fundamental que crezcamos en el auténtico sentido de la belleza, con el convencimiento de que el arte y la cultura pueden despertar en la persona la exigencia de una Belleza más grande, que no se marchita con el tiempo; y es que la belleza tiene el potencial de suscitar en nosotros una hermosa nostalgia de Dios, un sano y formativo anhelo de lo más grande.
No olvidemos que, ante todo, los cristianos celebramos el 1 de noviembre la fiesta de Todos los Santos, es una oportunidad que la Iglesia nos ofrece para darnos cuenta que nosotros también estamos llamados a la santidad, que Dios tiene un plan sobre nosotros trazado con amor infinito y que, aunque ninguno de nosotros sabemos si algún día se nos abrirá un “proceso de canonización”, sabemos seguro que todos y cada uno de nosotros estamos ya en “proceso de santificación”. Y es que nadie tiene mayor interés en nuestra propia santificación que el propio Jesucristo.
Es importante que, como cristiano, me pregunte: ¿qué conciencia tengo de mi llamada a la santidad?, ¿qué repercusión e impacto tiene en mi día a día, en mi agenda, en mi forma de vivir? Recuerdo ahora una simpática anécdota de un gigante de la santidad, el papa san Juan Pablo II:
«Santo Padre, estoy pero que muy preocupada por Su Santidad«, le decía a Juan Pablo II una de las monjas polacas que lo atendían en el Vaticano, un día que observó que su salud se resentía desde hacía tiempo. El papa, dejando ver su mejor sonrisa, le contestó de inmediato: «Yo también, hija, yo también estoy realmente preocupado por mi santidad«.
El Papa de la familia, siempre de buen humor, con la elegancia de todos los grandes santos, se esforzó por recordarnos que la santidad no es algo reservado a unos pocos elegidos, sino que es para todos; está a nuestro alcance, sencillamente porque Dios está empeñado en ello, por supuesto más empeñado que nosotros mismos, y sólo necesita de nuestra dócil colaboración de hijos.
Quiera Dios que todos y cada uno de nosotros nos tomemos en serio nuestra santidad y la de nuestros hijos.
Como padres y educadores, creo debemos pararnos a considerar si las diversiones que se suelen ver en estos días en torno a la dichosa fiesta, relacionados siempre con la muerte y lo morboso, ayudan a la educación de nuestros hijos Share on X