La educación actual busca exprimir cada minuto del horario. Los niños se enfrentan a largas jornadas escolares, extraescolares y numerosos deberes.
Pero ¿qué se pierde en esta carrera hacia la eficiencia?
Quizá el alma misma de la educación: ese momento en que el niño descubre, con asombro, que el mundo tiene algo que decirle.
Estamos en un momento terrible, impera un modelo educativo obsesionado con la productividad, que mide el aprendizaje en números y resultados.
La tiranía del éxito
Hoy en día todo debe justificar su utilidad. Los sistemas escolares no son una excepción: planes de estudio apretados, evaluaciones constantes y tecnologías que prometen personalizar el aprendizaje pero terminan diseccionándolo en fragmentos sin vida.
Desde que un niño pisa un colegio, comienza una carrera para comprobar si está por encima, dentro o por debajo de las expectativas.
Se aplican intervenciones, se monitorizan progresos, y si algo falla, se buscan nuevas soluciones técnicas. Pero, ¿a dónde conduce todo esto?
En esta narrativa, el niño no es más que una pieza en el engranaje de la maquinaria educativa. Su valor se mide en notas, habilidades y «competencias para el futuro».
Sin embargo, el aprendizaje verdadero no obedece a estas lógicas. Como Hartmut Rosa explica en La incontrolabilidad del mundo, la educación ocurre cuando algo del mundo nos interpela, nos despierta un deseo inesperado. Y esto no se planifica; es un milagro que surge en el momento menos pensado.
El aula como refugio del asombro
Hay que imaginar el aula como un espacio donde el tiempo se detiene. No como una fábrica, sino como un claustro; no como un lugar de evaluaciones, sino de descubrimientos.
En este sentido, Josef Pieper, en su obra Felicidad y contemplación, nos recuerda que la verdadera felicidad está en el ocio, entendido no como pereza, sino como la disposición a maravillarse y a contemplar.
Es en este ocio donde el niño encuentra su esencia: los trazos de una obra de arte que atraen su atención por su belleza, el cuento que lo hace soñar con mundos desconocidos, la resolución de un problema que de repente cobra sentido.
Recuperar este ocio exige un cambio radical. Hay que vaciar las aulas de distracciones banales y de cronómetros.
Dejar que los niños se enfrenten al conocimiento no como espectadores pasivos, sino como interlocutores.
El aula no debería ser un mero lugar de trabajo, sino de maravilla.
Del asombro a la reflexión
Pero el asombro es solo el principio. La educación también debe invitar a la reflexión, a esa pregunta tan sencilla como trascendental: ¿Es esto verdad? Y si lo es, ¿Qué significa para mí?
Aquí, la tradición juega un papel crucial.
La tradición es un punto de partida para entender el mundo.
Sin embargo, hoy se nos está negando cada vez más el conocer nuestra tradición. Cuando es una valiosa herramienta de autoconocimiento, pues ilustra sobre nuestras contradicciones y nuestras posibilidades.
Un modelo educativo que fomente esta libertad de juicio requiere coraje. Pero solo así se forma una mente crítica, capaz de cuestionar, de buscar la verdad más allá de las opinión dominante.
Este diálogo no es solo con el profesor o los compañeros, sino también con los grandes pensadores del pasado, cuyos textos son más que contenidos: son ventanas hacia otras formas de ver el mundo.
Una educación basada en el amor
La educación debe estar impregnada de amor. No el amor como emoción pasajera, sino como sacrificio, como donación.
Un estudiante que ama lo que estudia se entrega completamente, incluso cuando la tarea es difícil. Un profesor que ama su vocación no ve a sus alumnos como números, sino como personas que merecen toda su atención.
Este amor transforma el aula en un espacio de comunión. La calificación, de este modo no es un yugo, sino que se convierte en un acto de cuidado: busca ayudar al estudiante a crecer.
La relación educativa es un encuentro entre personas, y como tal, no admite sustitutos o máquinas. Pues sería una educación antihumana que ha confundido el aula con el mecanismo de la fábrica.
Por tanto, el corazón del aula es la virtud contemplativa del amor: todo es cuestión de don.
El alumno que descubre y se entrega por completo y el profesor que se da al alumno como un regalo. No se trata de un intercambio alumno profesor sino de mirar y pensar como receptores de un don transcendente que supera todo entendimiento humano y que podemos vivir también en las aulas.
Una revolución silenciosa
Esta pedagogía proclama que cada persona tiene un valor intrínseco, que el conocimiento no es solo un medio, sino un fin.
La educación católica encuentra su fundamento en la Eucaristía, donde se celebra el don de la existencia.
La Eucaristía, en este sentido, es el modelo perfecto de esta pedagogía: un acto de recepción agradecida y de donación generosa.
Así debería ser el aula: un lugar donde se aprende no solo para saber, sino para ser más plenamente humano.
Renunciar a la productividad como medida única del éxito educativo no es fácil, pero es necesario. Solo así las aulas pueden convertirse en espacios donde los estudiantes redescubran su dignidad, donde el asombro, la reflexión y el amor sean el centro de todo.
Como escribió Josef Pieper, «la contemplación sacia el corazón humano con la experiencia de la felicidad suprema». En esa saciedad, en esa felicidad, se encuentra la razón de ser de la educación.