Una de las dificultades que encontramos los hispanistas a la hora de promover nuestro amor a España, su esencia y su historia, es la infección de nacionalismo que sufrimos, tanto en nuestro país, como en el resto de la Cristiandad (también conocida como Occidente). Porque, claro, si sentimos amor por España es porque también somos nacionalistas, ¿verdad? Nacionalistas españoles.
Esto es algo muy del gusto de los verdaderos nacionalistas, bien de alguna de las regiones de la España europea, bien de alguno de los países de la España americana, de la antigua Monarquía Hispánica, ahora tristemente separados en naciones. Aquellos que odian a España (lo que significa, fundamentalmente, odiar a los españoles), gustan de acusarnos de odiarles a ellos. Vamos, que somos lo mismo. Ellos nos odian y nosotros les odiamos. Un reflejo. El mismo pecado, la misma aversión siniestra, quizá ideológica, probablemente racista, presuntamente imperial y colonial.
Craso error. Porque uno de los efectos menos conocidos, menos estudiados y peor comprendidos del cristianismo es haber roto el patriotismo en dos. El antiguo concepto de patriotismo, quiero decir. Ya no significa lo mismo que en la Antigüedad, cuando amar a la patria estaba ligado, indisolublemente, con odiar a sus enemigos. Uno podía comportarse de la manera más cruel con los enemigos de su tribu, de su polis o de su país y ser bien considerado, porque hacerles daño era algo bueno. Los héroes antiguos mataban a los enemigos de su tierra y todos les gloriaban.
Tal cual. Antiguamente, hacerle daño a tus enemigos, incluso ensañarte con ellos, no era malo en sí mismo. Era lo normal. Es más, destruir a los enemigos de la patria era una obligación del patriota.
El cristianismo vino a quebrar este concepto y sustituirlo por uno nuevo: defender a tu patria es bueno y necesario, pero hacer daño gratuitamente o atacar, es pecado. Por supuesto, nada de guerras de agresión. Sólo defensivas. Porque amar a la patria no implica odiar a nadie. Y, quien dice “patria”, dice también “tribu” y “familia”.
Así que, hoy en día tenemos dos conceptos, no uno. El primero expresa el sentimiento natural de amor por tu tierra, por tu gente, por tu cultura, por tu ciudad, tu región… tu país. Amor, únicamente. Agradecimiento por lo que tus padres y tu gente te han dado. Obviamente, queda excluido el elemento del odio contra los enemigos: “Pero yo os digo: Amad a vuestros enemigos, bendecid a los que os maldicen, haced bien a los que os aborrecen, y orad por los que os ultrajan y os persiguen.” Mateo 5:44. “familia”.
¡Claro que queda excluido el odio contra los enemigos de la patria! Por lo tanto, ya no hablamos del “patriotismo” de nuestros ancestros, sino de un concepto nuevo que sólo incluye la parte positiva.
Y, enfrente del nuevo patriotismo, ahora desprovisto de maldad, observamos a la justificación ideológica de la xenofobia, del rechazo al ajeno, del miedo al extraño, del temor al extranjero: el nacionalismo. Patriotismo y nacionalismo, por tanto, no sólo son conceptos diferentes, sino totalmente opuestos. El nacionalismo es la parte negativa del antiguo patriotismo, la parte del odio a los enemigos, la del rechazo a los extraños, la del racismo.
Y aquí es donde debo recordar las palabras de san Juan Pablo II: “El nacionalismo, especialmente en sus expresiones más radicales, se opone, por tanto, al verdadero patriotismo.” “Para ser un buen cristiano, es imprescindible ser un patriota.”
Amar a España nos ayuda a ser buenos cristianos, por tanto. Si además, recordamos que la Monarquía Hispánica llevó a cabo la mejor gesta de civilización de la historia, de esencia eminentemente apostólica, solo podemos llegar a una conclusión.
Que amar a España es doblemente cristiano.
Uno de los efectos menos conocidos, menos estudiados y peor comprendidos del cristianismo es haber roto el patriotismo en dos Share on X