Deseo situar la atención sobre estos dos aspectos porque, en último término, expresan la insolidaridad ‑la desvinculación‑ con las generaciones futuras, y me estoy refiriendo, claro está, al estado de ambas cuestiones en Occidente y, de manera especial, a Europa.
Me circunscribo, por tanto, a la deuda exterior de países desarrollados, a sociedades que disfrutan de muchos bienes materiales. Esta deuda está constituida por el agregado de deuda privada (familia, empresas no financieras y financieras) y deuda pública, conceptos que se han hecho famosos en nuestro tiempo y no requieren mayor explicación.
El déficit generacional, a pesar de su importancia, resulta mucho menos familiar, si bien es el mejor indicador de la sostenibilidad económica del estado y de sus políticas públicas. Se mide mediante la llamada contabilidad generacional. Este tipo de modelo permite obtener una estimación de los ingresos y gastos públicos a largo plazo y observar la sostenibilidad de las finanzas. Si la deuda calculada es superior a la del año de partida, las finanzas públicas están desequilibradas, son insostenibles, de manera que su prolongación en el tiempo acumulará una deuda que se traslada a las generaciones futuras. Estas tendrán que afrontarla subiendo impuestos, reduciendo gastos o ambas cosas a la vez.
Los datos disponibles para los distintos países de Europa antes de la crisis ya señalaban, con pocas excepciones, un resultado desfavorable de lo que se conoce como brecha de sostenibilidad.
Deuda y brecha generacional no son, evidentemente, conceptos equiparables en lo que definen ni en cómo se calculan, pero sí poseen una relación estrecha y muestran algo evidente: nuestras sociedades desarrolladas consumen y comprometen gasto por encima de lo que es su capacidad de generar riqueza, y tienden a resolver el desequilibrio enviando la pelota hacia adelante para que la reciban nuestros hijos y nietos, con el agravante de que en el transcurso del vuelo el balón ha ido creciendo.
España antes de las crisis presentaba una brecha de sostenibilidad del 2,74% del PIB intemporal (que expresa el valor actual del PIB de los años futuros), lo que habría exigido un aumento de impuestos de las generaciones futuras del 25,7%[1].
Naturalmente, todo esto es matizable porque la contabilidad generacional trabaja con proyecciones.
En el caso de la deuda también las cifras deben acogerse con cuidado, porque pueden existir otros datos que compliquen o mejoren la situación. La deuda por sí sola no es suficiente para señalar las dificultades económicas de un país que dependen sobre todo de sus expectativas de crecimiento, es decir, de la capacidad para pagar lo que se debe. Es sobre todo este punto, más que el de la deuda en sí misma, el que reclama atención.
Luxemburgo posee una deuda por habitante muy elevada, pero eso no le ocasiona ningún problema. Estados Unidos, Japón y Hong Kong poseen deudas mucho mayores que la española, pero pueden colocar sus bonos a costes muy favorables. Tampoco es lo mismo que la mayoría de la deuda pública esté en manos de agentes del propio país, caso de Japón e Italia, que de los mercados internacionales, como sucede con Grecia y España. En cualquier caso, sea a corto o a largo plazo, la deuda pública es una losa para un país, incluso si tiene la potencia y la moneda de referencia de Estados Unidos.
Si observáramos un mapamundi coloreado en función de la deuda, observaríamos como se concentra en Europa, sobre todo la Occidental y mediterránea, y en Estados Unidos y Japón. Hoy, los que están endeudados más allá de lo razonable no son los llamados países en vías de desarrollo, con excepciones como Liberia, sino el centro de la sociedad de la abundancia. Y esto necesariamente debe comportar una reflexión.
¿Por qué unos estados que concentran el 50% del gasto en bienestar del mundo, que producen el 25% y tienen el 9% de la población total han de gastar además tan por encima de sus posibilidades?
Cuando se utiliza esta última expresión, al igual que cuando hablamos del endeudamiento, aparecen dos peros sistemáticos. La afirmación que mucha población «no ha estirat més el braç que la màniga», no ha gastado más de lo que podía, y que hay una parte de esta deuda que es «indigna», porque ya podían presuponer los acreedores que no se podía pagar. Creo que hay una parte de razón en estas objeciones, pero que no cambian el fondo del problema.
El estado y la sociedad en un sistema democrático contraen una deuda que deberán resolver las generaciones futuras, no solo para pagarla, sino, además, para restringir su uso, aunque pudiera resultar aconsejable endeudarse si se atraviesa una fase bajista del ciclo económico. Con nuestro gasto excesivo no solo endeudamos a nuestros descendientes, sino que les limitamos en la búsqueda de soluciones. No nos tendríamos que haber endeudado tanto, pero se ha hecho con un beneficio desigual.
Pero ninguna voz social, sindical ni política, se alzó cuando se practicaba el endeudamiento excesivo y, si la distribución de beneficios y cargas es injusta, es un problema nuestro que nosotros debemos resolver. Para que acudan los buitres, es necesario que el animal se esté muriendo. Ha sido el comportamiento relacionado con el predominio de lo inmediato, característico de la cultura desvinculada, el que ha empujado a esta situación, y no podremos librarnos de ella si no nos liberamos a su vez de la sociedad desvinculada.
Pero hay más, porque una parte de esta deuda se ha contraído por el excesivo gasto, en relación con la capacidad de ingresos por cotizaciones de la Seguridad Social, incurriendo así en otro desajuste generacional. También influye el hecho de que los ingresos fiscales son menores a los que correspondería en relación a nuestro entorno europeo, no porque la fiscalidad sea menor, porque sucede todo lo contrario, sino porque el estado es ineficiente en la recaudación. No pagan todos lo que deberían hacerlo, y el sistema legal está lleno de agujeros, fruto del continúo parcheado de la legislación, que hace tiempo que exige una siempre prometida y nunca realizada reforma fiscal.
el estado democrático se ha comprometido a lo que no tiene
Si trasladamos nuestra observación del endeudamiento a la contabilidad generacional, que relaciona demografía, productividad, presión fiscal y gasto público, se observa que el estado democrático se ha comprometido a lo que no tiene. En todo caso, el debate se sitúa en el cómo se establecen las prioridades, algo que, a fin de cuentas, es la esencia de la función del parlamento y que los diputados, por ignorancia, insuficiente trabajo o disciplina de partido, han desempeñado muy mal.
Se quiera o no, nuestras sociedades, con excepciones, demandan más de lo que son capaces de generar. Esa es una dura realidad difícil de aceptar. Deficiencias del sistema económico, desigual distribución de esfuerzos y cargas, impotencia para remediarlo, lo que se quiera, pero en último término queda aquella verdad molesta y la cuestión es cómo resolverla, y la solución solo será viable desde un nuevo comienzo presidido por la exigencia de la justicia social. El déficit generacional exige abordar el meollo de la cuestión: cultura desvinculada y en ella la injusticia social manifiesta.
Una forma de medir el grado de endeudamiento excesivo es relacionar el porcentaje de la deuda de cada país sobre la total de Europa con el peso de cada PIB[2] también sobre la del conjunto europeo (% de la deuda del país sobre la deuda europea/% del PIB del país sobre el PIB europeo).
Si atendemos a la primera relación, solo la de la deuda, Alemania representaba en 2010 el 26,5% del total, pero la ratio de esta magnitud con su porcentaje sobre el PIB europeo arroja una cifra menor que la unidad, de 0,95, lo que indica una situación equilibrada. Italia, con una deuda absoluta muy importante, la segunda de Europa presenta una relación de 1,50, indicativa de una situación financiera que señala que ha gastado muy por encima de sus posibilidades, y aun resulta peor la cifra de Grecia con un 1,94. España presentaba el 2010 un estado razonablemente bueno con un 0,70, pero ahora ya supera de lejos la unidad, y en 2021 se situaba en el 1,18, solo superada y por poco por Portugal.
El caso de España es paradigmático de la cultura de la desvinculación impregnando la actividad económica.
A lo largo de los años de expansión, la economía española acumuló una serie de desequilibrios interdependientes: un abultado endeudamiento de las empresas y de las familias, que no fue compensado por un mayor ahorro del sector público. Al contrario, este también creció, sin discriminar además lo que eran ingresos extraordinarios, fruto de la coyuntura de lo que constituía la capacidad fiscal ordinaria del estado. Todo el mundo quería gastar más y el estado alentó esta exuberancia.
El resultado es conocido. Endeudamiento primero privado, y ya al final público, y un peso excesivo del sector inmobiliario, en términos tanto de concentración de los recursos productivos como de destino de la riqueza de los hogares en activos inmobiliarios. Todo esto empujó a una mayor inflación con respecto a los otros países de la zona euro y, por tanto, a una pérdida de competitividad de los productos españoles. Todos los especialistas, y ahí están también los políticos ‑o deberían de estar, aunque fuera de oídas‑ sabían que en una zona de moneda única sin apelación posible a la devaluación la pérdida de competitividad se paga con el aumento del paro. Pero nadie hizo caso de tal axioma, ni tan siquiera los sindicatos.
La historia reciente de la economía española hay que contarla así.
En 1996 no tenía necesidad de recurrir al crédito exterior, de tal manera que las operaciones financieras netas tenían un superávit del 0,8% del PIB. En 2007, todo había cambiado y las necesidades de financiación en el mercado exterior eran del 9,1% del PIB. Ahí el estado todavía presentaba buenos resultados de endeudamiento, que recaía sobre todo en las empresas y, en menor medida, en las familias, que lo gastaron en su mayoría en la compra de viviendas, mientras que una parte importante del crédito a sociedades se destinó a la promoción inmobiliaria. España construía más viviendas al año que Francia, Italia y Alemania juntos, pero una vez más las elites sociales, económicas, mediáticas y políticas no dieron el grito de alarma, con contadas excepciones. Prefirieron el regodeo de una abundancia ficticia, de unas facilidades engañosas, a ser aguafiestas. Fue la exuberancia artificial de la época de Zapatero, que la crisis del 2008 hizo explotar.
Después vino un periodo de racionalización del gasto a partir del 2013, en el que se fue ajustado a una proporción más racional a los ingresos del estado. Pero con lo que vino después, la crisis Covid-19, la inflación de costes, en época de Sánchez como presidente del Gobierno, la deuda volvió a dispararse.
el debate sobre la ruptura generacional en lo económico no debe confundirse con el de la justicia social en el presente
Por esta razón de fondo, porque Fuenteovejuna tuvo mucho que ver con arruinar el futuro, el debate sobre la ruptura generacional en lo económico no debe confundirse con el de la justicia social en el presente, ambos obedecen a mecanismos distintos, pero al mismo tiempo no pueden separarse a la hora de encontrar soluciones. Una actitud de reivindicación formal de una mejor redistribución en el presente, de recuperar prestaciones necesarias en sanidad, educación e I+D, debe ir aparejada a su efecto sobre el escenario económico futuro, aquel que legamos a nuestros hijos, y esto en una sociedad desvinculada es muy difícil.
En términos un poco más técnicos, planear los escasos recursos públicos en función de la bondad del multiplicador y su efecto sobre la brecha generacional es una respuesta obligada y en general ni tan siquiera contemplada.
[1] Patxot, Concepció. «Evaluación de los efectos del envejecimiento en la política pública mediante contabilidad generacional: lecciones para la reforma» Ponencia Universidad Internacional Menéndez Pelayo 2005
[2] Estos datos corresponden a http://www.fedeablogs.net/economia/?p=20062
La Sociedad Desvinculada (37). La crisis de la naturaleza como desamor generacional
No pagan todos lo que deberían hacerlo, y el sistema legal está lleno de agujeros, fruto del continúo parcheado de la legislación, que hace tiempo que exige una siempre prometida y nunca realizada reforma fiscal Share on X