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“Deteneos y reconoced que yo soy Dios”

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Queridos,

La situación que ha surgido con la pandemia del coronavirus me urge a buscar el contacto con todos ustedes a través de esta carta, como signo de que estamos viviendo esta situación en comunión, no sólo entre nosotros, sino con toda la Iglesia y el mundo entero. Como me encuentro en Italia y en Roma, experimento esta prueba en un punto crucial, aunque es evidente que la mayoría de los países en los que vivimos se encontrarán pronto en la misma situación.

En beneficio de todos

Es evidente que la primera reacción correcta que debemos tener, también como Orden y comunidades monásticas, es seguir las indicaciones de las autoridades civiles y eclesiásticas para contribuir con la obediencia y el respeto a una rápida resolución de esta epidemia. Nunca como ahora hemos sido llamados a darnos cuenta de cuánto la responsabilidad personal es un bien para todos. Quien acepta las reglas y el comportamiento necesarios para defenderse del contagio contribuye a limitarlo para los demás. Sería una regla de vida a observar en todo momento, a todos los niveles, pero en la emergencia actual está claro que todos somos solidarios para bien o para mal.

Pero, aparte del aspecto sanitario de la situación, ¿qué nos está pidiendo este momento dramático con respecto a nuestra vocación? ¿A qué nos está llamando Dios como cristianos y particularmente como monjes y monjas a través de esta prueba universal? ¿Qué testimonio estamos invitados a dar? ¿Qué ayuda específica estamos llamados a ofrecer a la sociedad, a todos nuestros hermanos y hermanas del mundo?

Recuerdo la expresión de la Carta Caritatis en la que he insistido a menudo durante el año pasado, en particular en la Carta de Navidad de 2019 que, dicho sea de paso, se publicó justo cuando comenzó el contagio de COVID-19 en China: “Prodesse omnibus cupientes – deseosos de beneficiar a todos» (cfr. CC, cap. I). ¿Qué beneficio estamos llamados a ofrecer a toda la humanidad en este preciso momento?

«Deteneos y reconoced que yo soy Dios».

Tal vez nuestra primera tarea sea vivir esta circunstancia dándole un significado. Después de todo, el verdadero drama que la sociedad está experimentando actualmente no es tanto o sólo la pandemia, sino sus consecuencias en nuestra existencia diaria. El mundo se ha detenido. Las actividades, la economía, la vida política, los viajes, el entretenimiento, el deporte se han detenido, como para una Cuaresma universal. Pero no sólo eso: en Italia y ahora también en otros países, la vida religiosa pública también se ha detenido, la celebración pública de la Eucaristía, todas las reuniones y encuentros eclesiales, al menos aquellos en los que los fieles se reúnen físicamente. Es como un gran ayuno, una gran abstinencia universal.

Esta parada impuesta por el contagio y por las autoridades se presenta y se experimenta como un mal necesario. El hombre contemporáneo, de hecho, ya no sabe cómo detenerse. Sólo se detiene si es detenido. Detenerse libremente se ha convertido en algo casi imposible en la cultura occidental actual, que además está globalizada. Ni siquiera para las vacaciones se detiene uno realmente. Sólo los reveses desagradables son capaces de detenernos en nuestra prisa por aprovechar cada vez más la vida, el tiempo, a menudo también de otras personas. Ahora, sin embargo, un desagradable contratiempo como una epidemia ha detenido a casi todo el mundo. Nuestros proyectos y planes han sido cancelados, y no sabemos por cuánto tiempo. Incluso nosotros, que vivimos una vocación monástica, quizás de clausura, ¡cuánto nos hemos acostumbrado a vivir como todos, a correr como todos, a pensar en nuestra vida proyectándonos siempre hacia un futuro!

Detenerse, en cambio, significa encontrar el presente, el momento que se nos pide vivir ahora, la verdadera realidad del tiempo, y por lo tanto también la verdadera realidad de nosotros mismos, de nuestra vida. El hombre sólo vive en el presente, pero siempre estamos tentados de permanecer apegados al pasado que ya no existe o de proyectarnos hacia un futuro que aún no existe y tal vez nunca existirá.

En el Salmo 45, Dios nos invita a detenernos y reconocer su presencia entre nosotros:

      «Deteneos y reconoced que yo soy Dios,

      más alto que los pueblos, más alto que la tierra.

      El Señor del universo está con nosotros,

      nuestro alcázar es el Dios de Jacob.» (Sal 45.11-12)

 

Dios nos pide que nos detengamos; no nos lo impone. Quiere que ante Él nos detengamos y permanezcamos libremente, por elección, es decir, con amor. No nos impide como la policía que detiene a un delincuente fugitivo. Quiere que nos detengamos como nos detenemos frente a nuestro ser querido, o como nos detenemos frente a la tierna belleza de un bebé dormido, o un atardecer o una obra de arte que nos llenan de maravilla y silencio. Dios nos pide que nos detengamos para reconocer que su presencia para nosotros llena todo el universo, es lo más importante en la vida, que nada puede superar. Detenerse ante Dios significa reconocer que su presencia llena el instante y por lo tanto satisface plenamente nuestro corazón, en cualquier circunstancia y condición en que nos encontremos.

 

Vivir la limitación con libertad

 

¿Qué significa eso en la situación actual? Que podemos vivirla con libertad, a pesar de tener que hacerlo. La libertad no es elegir siempre lo que quieres. La libertad es la gracia de poder elegir lo que da plenitud a nuestro corazón, incluso cuando nos lo quitan todo. Incluso cuando se nos quita la libertad, la presencia de Dios nos preserva y nos ofrece la libertad suprema de poder detenernos ante Él, de reconocerlo presente y amigo. Es el gran testimonio de los mártires y de todos los santos.

 

Cuando Jesús caminó sobre las aguas para llegar a sus discípulos en el mar tempestuoso, los encontró incapaces de avanzar a causa del viento en contra: «La barca (…) sacudida por las olas, porque el viento era contrario» (Mt 14,24). Los discípulos luchan indefensos contra el viento que se opone a su plan de llegar a la orilla. Jesús les alcanza como sólo Dios puede acercarse al hombre, con una presencia libre de toda restricción. Nada, ningún viento contrario y ni siquiera ninguna ley de la naturaleza puede oponerse al don de la presencia de Cristo que vino a salvar a la humanidad. «A la cuarta vela de la noche se les acercó Jesús andando sobre el mar» (Mt 14, 25).

 

Pero hay otra tormenta que se opondría a la presencia amistosa del Señor: nuestra desconfianza y temor: «Los discípulos, viéndole andar sobre el agua, se asustaron y gritaron de miedo, diciendo que era un fantasma» (14,26). A menudo lo que imaginamos con los ojos de nuestra desconfianza convierte la realidad en un «fantasma». Entonces, es como si nosotros mismos estuviéramos alimentando el miedo que nos hace gritar. Pero Jesús es más fuerte incluso que esta tormenta interior. Se acerca, nos hace oír su voz, la sonoridad apacible de su presencia amistosa: «Jesús les dijo enseguida: ‘¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!’” (14,27)

 

«Los de la barca se postraron ante él, diciendo: ‘¡En verdad eres el Hijo de Dios!'» (Mt 14,33). Sólo cuando los discípulos reconocen la presencia de Dios y la aceptan como tal, es decir, se detienen ante ella, el viento deja de oponerse a ellos (cf. Mt 14,32) y «la barca tocó tierra en seguida, en el sitio a donde iban» (Jn 6,21).

 

¿Puede suceder esto en la situación de peligro y temor que estamos experimentando ahora ante la propagación del virus y las consecuencias, ciertamente graves y duraderas, de esta situación en el conjunto de la sociedad? Reconocer en esta circunstancia una posibilidad extraordinaria de acoger y adorar la presencia de Dios en medio de nosotros no significa huir de la realidad y renunciar a los medios humanos que se ponen en marcha para defendernos del mal. Esto sería un insulto a los que ahora, como todo el personal sanitario, se sacrifican por nuestro bien. También sería blasfemo pensar que Dios nos envía pruebas y luego nos muestra lo bueno que Él es para librarnos de ellas. Dios entra en nuestras pruebas, las sufre con nosotros y por nosotros hasta la muerte en la Cruz. Nos revela de esta manera que nuestra vida, tanto en la prueba como en el consuelo, tiene un significado infinitamente mayor que la resolución del peligro presente. El verdadero peligro que se cierne sobre la vida no es la amenaza de muerte, sino la posibilidad de vivir sin sentido, de vivir sin tender hacia una plenitud mayor que la vida y una salvación mayor que la salud.

 

Esta pandemia, con todos sus corolarios y consecuencias, es entonces una oportunidad para que todos nosotros nos detengamos realmente, no sólo porque estamos forzados, 4 sino porque hemos sido invitados por el Señor a estar ante Él, a reconocer que Él, en este momento, viene a nuestro encuentro en medio de la tormenta de las circunstancias y de nuestra angustia, proponiéndonos una renovada relación de amistad con Él, con Aquel que es indudablemente capaz de detener la pandemia como calmó el viento, pero que sobre todo nos renueva el don de su presencia amistosa, que vence nuestra fragilidad llena de miedo –»¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!”– y quiere llevarnos inmediatamente al último y pleno destino de la existencia: Él mismo que permanece y camina con nosotros.

 

Deberíamos vivir siempre así

 

Esta escena del Evangelio, así como la escena del mundo turbado de hoy, no debería parecernos tan extraña. De hecho, nuestra vocación como bautizados, al igual que nuestra vocación a la vida consagrada en la forma monástica, siempre debe ayudarnos y llamarnos a vivir así. La situación actual nos recuerda a nosotros y a todos los cristianos un poco lo que dice San Benito sobre el tiempo de Cuaresma (cf. RB 49,1-3): deberíamos vivir siempre así, con esta sensibilidad al drama de la vida, con este sentido de nuestra estructural fragilidad, con esta capacidad de renunciar a lo superfluo para salvaguardar lo más profundo y verdadero en nosotros y entre nosotros, con esta fe de que nuestra vida no está en nuestras manos sino en las manos de Dios.

También deberíamos vivir siempre con la conciencia de que todos somos responsables unos de otros, solidarios unos con otros para bien o para mal, de nuestras elecciones, de nuestros comportamientos, incluso los más ocultos y aparentemente insignificantes.

 

La prueba que viene a atormentarnos debe también hacernos más sensibles a las numerosas pruebas que afectan a otros, a otros pueblos, que a menudo vemos sufrir y morir con indiferencia. ¿Recordamos, por ejemplo, que mientras el coronavirus nos está atacando, los pueblos del Cuerno de África están sufriendo desde hace varios meses una invasión de langostas que amenaza el sustento de millones de personas? ¿Recordamos a los migrantes suspendidos en Turquía? ¿Recordamos la herida siempre abierta en Siria y en todo el Medio Oriente? …

 

Un período de prueba puede hacer que la gente sea más dura o más sensible, más indiferente o más compasiva. Al fin y al cabo, todo depende del amor con el que lo vivimos, y es sobre todo esto lo que Cristo viene a darnos y a despertar en nosotros con su presencia. Cualquier prueba pasará, tarde o temprano, pero si la vivimos con amor, la herida que la prueba afecta a nuestras vidas permanecerá abierta, como en el Cuerpo del Resucitado, como una fuente siempre brotante de compasión.

 

Ministros del grito que pide salvación

 

Sin embargo, hay una tarea que estamos llamados a asumir de una manera específica: la ofrenda de la oración, de la súplica que implora la salvación. Jesucristo, por el bautismo, la fe, el encuentro con Él a través de la Iglesia y el don de una vocación particular para estar con Él en la «escuela del servicio del Señor» (RB Prol. 45), nos ha llamado a presentarnos ante el Padre pidiéndole todo en su nombre. Por eso nos da el 5 Espíritu que, «con gemidos inefables», «viene en ayuda de nuestra debilidad, pues no sabemos orar como conviene» (Rm 8, 26). Antes de entrar en la pasión y la muerte, Jesús dijo a sus discípulos: «Soy yo quien os he elegido (…) de modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé» (Jn 15,16). No nos eligió sólo para rezar, sino para ser escuchados siempre por el Padre.

 

Nuestra riqueza es entonces la pobreza de no tener otro poder que el de mendigar con fe. Y éste es un carisma que no se nos da sólo para nosotros, sino para llevar a cabo la misión del Hijo que es la salvación del mundo: «Dios no envió a su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él» (Juan 3,17). La necesidad de salvaguardar o recuperar la salud, que todo el mundo siente en este momento, tal vez con angustia, es también una necesidad de salvación, de una salvación que preserve nuestra vida de sentirse sin sentido, arrojada por las olas sin destino, sin el encuentro con el Amor que nos la da en cada momento para llegar a vivir eternamente con Él.

 

Esta conciencia de nuestra tarea prioritaria de oración por todos debe hacernos universalmente responsables de la fe que tenemos, y de la oración litúrgica que la Iglesia nos confía. En este momento en que la mayoría de los fieles se ven obligados a renunciar a la Eucaristía comunitaria que los reúne en las iglesias, ¡cuánta responsabilidad debemos sentir por las Misas que podemos seguir celebrando en los monasterios, y por el rezo del Oficio Divino que sigue reuniéndonos en el coro! Ciertamente no tenemos este privilegio porque somos mejores que los demás. Tal vez se nos da precisamente porque no lo somos, y esto hace que nuestra mendicidad sea más humilde, más pobre, más efectiva ante el buen Padre de todos. Debemos ser más conscientes que nunca de que ninguna de nuestras oraciones y liturgias deben ser vividas sin sentirnos unidos a todo el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, la comunidad de todos los bautizados que tiende a abrazar a toda la humanidad.

 

La luz de los ojos de la Madre

 

Al fin del día, en cada monasterio cisterciense del mundo, entramos en la noche cantando la Salve Regina. Debemos hacer esto pensando también en la oscuridad que a menudo envuelve a la humanidad, llenándola de miedo a perderse en ella. En la Salve Regina pedimos sobre todo el «valle de lágrimas» del mundo, y sobre todos los «hijos de Eva exiliados», la luz dulce y consoladora de los «ojos misericordiosos» de la Reina y Madre de la Misericordia, para que en cada circunstancia, en cada noche y peligro, la mirada de María nos muestre a Jesús, nos muestre que Jesús está presente, que nos consuela, que nos cura y nos salva.

Toda nuestra vocación y misión se describe en esta oración.

¡Que María, “nuestra vida, dulzura y esperanza”, nos dé la oportunidad de vivir esta vocación con humildad y coraje, ofreciendo nuestra vida por la paz y la alegría de toda la humanidad!

 

Roma, 15 de marzo de 2020, 3er Domingo de Cuaresma

Fr. Mauro-Giuseppe Lepori  OCist

La libertad es la gracia de poder elegir lo que da plenitud a nuestro corazón, incluso cuando nos lo quitan todo Share on X

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