Así es nuestro estado de ánimo, y nuestro carácter que de él se desprende, pues van íntimamente relacionados. Nuestro estado de ánimo sube y baja con los acontecimientos que vivimos, y podríamos decir que hasta con nuestras células, aquellas que nos dan vida. No es moco de pavo: en ellas, por ellas y con ellas vivimos y morimos. Hasta tal punto nos influye nuestro ánimo, que hasta nuestras células cambia; y lo mismo, vice-versa.
Tanto pero tanto, que está más que demostrado por nuestra vida vivida que “quien se enfada tiene doble trabajo” (enfadarse y desenfadarse), como dice un dicho catalán que traduzco a la bandolera. Y no queda ahí: también la ciencia lo ha demostrado, con ese su revolucionario campo que han denominado “neurociencias”, y que está en pleno despegue, pues su auge le viene regalado por el actual desarrollo de diversas ciencias muy relacionadas entre sí, como la medicina, la biología, la psiquiatría, la psicología, la física… y hasta aquella que en los últimos años mamamos en todas las sopas, la tecnología. Pero digo yo: ¿no será que, puesto que nuestro estado de ánimo afecta a nuestras células y que somos un todo con nuestro entorno, también cabría estudiar la vida humana desde la perspectiva de la ecología, aquello que el Papa Francisco llama “ecología integral”?
Ciertamente, para vivir una vida plena y sana, debemos hacerlo conectados con el mundo que nos rodea, física, psíquica y espiritualmente, con lo cual constatamos una nueva hipótesis: las neurociencias, en su estudio, deberían considerar las creencias del sujeto investigado, el individuo humano. Desde ahí y hacia ahí podría aprovecharse, asimismo, la relación que algunos le reconocen ya hoy con la bioética. Sí, sí, pero también estudian a los animales, que no tienen espíritu trascendente, sino instinto, con lo cual parece que mis hipótesis fuerzan a distinguir entre el neurosistema humano y el animal, por más que el de los orangutanes sea tan similar al humano, pues los efectos de la ecología integral en ellos son distintos de los humanos.
Ahí tropezamos con una tendencia perversa que está surgiendo desde hace algo más de un siglo, que es el considerar a los animales con las mismas prerrogativas que los humanos, llamada “animalismo”. Una tendencia que está amenazando con reafirmarse con aquella maléfica disruptiva nueva ciencia que amenaza con ser el fin del ser humano limitado, y la imposición sí o sí del todopoderoso resultante: la llamada “transhumanismo”.
Pasando, pasando los días uno tras otro, corremos el peligro de subestimar esas amenazas expuestas y procrastinar nuestro deber, que es afrontar y atajar con el Bien y la Verdad la presencia del Mal y la Mentira en el mundo, tan evidentes en la actualidad para todo aquel que esté dispuesto a despabilarse del sueño del bienestar y a abrir los ojos con mirada crítica, no aceptando gato por liebre. Porque pareciera como que nos sentimos tan relajados (falsamente) repanchigados en el sofá mirando el televisor, que ya no tenemos otra ocupación, pues los políticos nos apañan los pedazos. Pero, como afirma Jesucristo, “nadie añade un remiendo de tejido nuevo a un paño viejo, porque la pieza tira del manto (lo nuevo de lo viejo) y deja un roto peor” (Mc 2,21).
Me dirás: “¡Eso cuesta!”. ¡Pues claro que cuesta! Ahí está la tendencia humana a ceder a los estímulos que nos aplacan el ánimo. Ése es el secreto más viejo y escondido del mundo: nuestra felicidad la conquistamos cuando nuestro cerebro entiende que fluye espontánea cuando labramos nuestra vida con la voluntad, con una fuerza directamente proporcional al esfuerzo. Y de ahí emerge suave, sutil, silentemente como agua cristalina de entre salvaje roca limpia y pura la revelación de ese bien tan preciado y que solo unos pocos gozan: la alegría. Luego, mantenerla es de valientes.
Nuestra felicidad la conquistamos cuando nuestro cerebro entiende que fluye espontánea cuando labramos nuestra vida con la voluntad Share on X