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Custodios de la familia, centinelas de la inocencia (IV)

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En el artículo anterior, “Custodios de la familia, centinelas de la inocencia (III)”, con el fin de explicar la necesidad que hombres y mujeres tenemos de entender que la vocación del varón, cabeza de familia, es la de custodiar, y la vocación del resto de los miembros de la familia está en ser custodiados, echábamos mano de la Palabra de Dios de la que extraíamos abundancia de citas. Ahora bien, cuando se citan estos textos de la Palabra de Dios escritos hace miles de años, más de uno arguye en contra diciendo que eso era para otra época, que las costumbres eran otras, que hoy somos más libres, que el progreso es irreversible… argumentos todos ellos que no resisten el primer  asalto de un razonamiento medianamente hilvanado.

No.

Cada uno podrá decir lo que quiera y agarrarse a los argumentos que le parezca para justificar su manera de pensar, pero esas objeciones no se sostienen porque las “razones” no son tales. En ese mismo artículo quedó escrito que “la Palabra de Dios es Dios”, por lo cual sería bueno recordar ahora que la Palabra de Dios es la Segunda Persona de la Santísima Trinidad hecho hombre, Jesucristo, y “Jesucristo (…) no fue sí y no” (2ª Cor 1, 19), “Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre” (Heb 13, 8). Dios es el Inmutable y su palabra es tan inmutable como Él, “eterna, más estable que el cielo” (Salmo 119, 89).

¿Quién se atreve a sostener hoy públicamente que el varón es cabeza de la mujer?

La ideología de género ejerce una enorme presión sobre las mentes contemporáneas, la mayoría de las cuales se nutren de las ideas repetidas una y otra vez en poderosos medios de comunicación, sin ser sometidas a debate ni discusión, sin posibilidad de que se oigan voces en contra. En mi opinión, esa presión hace que cuando en la actualidad leemos estos textos de la Sagrada Escritura, pasemos por ellos como de puntillas. ¿Quién se atreve a sostener hoy públicamente que el varón es cabeza de la mujer? Pues no nos atreveremos los hombres y mujeres de esta época, pero el Espíritu Santo por boca de san Pablo sí se atreve. Léase completo el capítulo 5 de la Carta a los Efesios, y se podrá comprobar que allí se dice que “el marido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la Iglesia” (versículo 23). ¿Quién en estos tiempos se atreve a decir que la mujer es más frágil que el varón? Pues digo lo mismo, no habrá quien se atreva a sostenerlo por miedo a mantener una postura sobre la que hoy caen todo tipo de descalificaciones, pero la Palabra lo dice con toda claridad: “Vosotros, maridos, en la vida común, sed comprensivos con la mujer que es un ser más frágil” (I Pe 3, 7).

Seamos serios, sometamos a revisión nuestros criterios, reconsideremos las posturas que mantenemos si hace falta, y, sobre todo, entendamos que si entre nuestros criterios y los criterios de la Palabra de Dios hay oposición, no será la Palabra quien esté en el error, sino nosotros. La Madre Iglesia no cesa de llamarnos a la conversión, especialmente en los tiempos de Adviento y de Cuaresma, pero la conversión es una tarea continua, de todo tiempo. Convertirse no consiste en cambiar una cuantas prácticas (que tampoco es que estemos deseosos de cambiar), sino en mudar el modo de pensar cuando vemos que este no coincide con la verdad revelada. No nos dejemos engañar por mucho que arrecie el vocerío que está en oposición abierta a la Palabra de Dios y cuyos frutos de muerte estamos padeciendo día sí y día también.

Esas frases que he citado no son contrarias a la mujer en absoluto, no son un desdoro para ella, no le restan dignidad ni le obligan a sentirse inferior al varón en nada, ni en valía humana ni en capacidades, ni en virtudes; lo que sí hacen es dejar claro que la esposa, la prole y los ancianos (cuando los hay) necesitan ser custodiados, todos ellos, pero no porque sean varones o mujeres, sino porque al varón se le ha dado un rasgo llamado virilidad, que es un combinado de fuerza, arrojo y prudencia. Yo sé que la mera idea de que la mujer tenga que aceptar ser custodiada hoy da grima a muchas mujeres y les rechina, hasta rebelarse con todas sus fuerzas, porque consideran –erróneamente– que es una demostración de inferioridad, algo así como si quedaran en un rango de menor valor que el masculino. Las que piensan así muy probablemente coincidan en gran parte con las que se han dejado seducir por el señuelo del empoderamiento, que es tan nocivo como el de la igualdad de tabla rasa y del que se trató en estas mismas páginas, hace ya unos años.

Pero aparquemos por un  momento las ideas y vayamos a los hechos.

Si después de habernos asomado un poco a la Palabra de Dios, fuente absoluta de verdad, nos acercamos ahora a los hechos, que son la demostración del valor de las palabras, quizá se nos pueda abrir una ventana de luz porque los hechos dan la razón a la sabiduría de Dios, de ello nos sobran pruebas pues “la Sabiduría se ha acreditado por sus obras” (Mt 11, 19).

Pienso ahora en la enorme cantidad de chicas y mujeres, sobre todo jóvenes, que están siendo objeto de violencia de todo tipo, desde el acoso al asesinato pasando por abusos y violaciones; una lacra que aumenta de día en día a pesar de la ingente cantidad de medios y recursos que se están empleando en querer acabar con ella. Y como las agresiones y las muertes no remiten, sino que aumentan, uno tiene derecho a cuestionarse si no habrá otras causas que no sean solo la mayor o menor abundancia de leyes y de medios (que es lo único que reclama el feminismo), y tiene también derecho a preguntarse si estas mujeres eran más fuertes o más frágiles que sus abusadores, y si cuando cayeron en manos de sus asesinos estaban siendo custodiadas por alguien o se encontraban solas e indefensas. Esas preguntas en realidad son retóricas porque es evidente que eran más frágiles y es evidente también que no tenían protección alguna.

Cada vez que salta la noticia de uno de estos casos desgraciados ponemos el grito en el cielo, y se entiende que lo hagamos, pero no basta con clamar y protestar contra el mal, hay que protegerse de él; quejarse de que haya depredadores puede estar muy justificado, pero la queja no inmuniza contra ellos; las manifestaciones son muy comprensibles, pero no basta con salir a la calle, leer manifiestos, encender velas, guardar minutos de silencio, aplaudir y encenderse de rabia. Todo eso no son sino variantes de reacciones emotivas que pueden estar justificadas pero que no pasan de las categoría de lamentación y protesta pública, sin traducción práctica que evite nuevos desastres. ¿De verdad las mujeres y los niños no necesitan ser custodiados?, ¿no lo necesitan los ancianos? ¿Qué puede esperar una joven que en la flor de la edad se expone andando solitaria de madrugada por una calle vacía, por un parque o por una carretera?, ¿es que no sabe que es una presa codiciada por cualquier desalmado?, ¿nadie se lo ha dicho?, ¿no ha oído hablar nunca de las manadas de agresores sexuales?, ¿ignora acaso que suscita atracción y deseo?, ¿es que no sabe que en estos tiempos esos deseos andan escasos de frenos sociales?

¿Somos tan necios como para obcecarnos, erre que erre, en que no debería haber desalmados? ¡Pues claro que no debería haber desalmados! ¡Pero los hay! ¡Y en aumento vertiginoso! Y seguirán creciendo mientras no cambiemos estos criterios y los sustituyamos por los que nos da Dios a través de su Palabra. Porque, lo sepamos o no, con los criterios inoculados por la ideología de género estamos fomentando el bestialismo. Ahí están los datos y las cifras, ahí está el luto permanente para tantas familias de chicas víctimas de cabezas salvajes, ahítas de pornografía. Esos son los hechos y estos somos nosotros, tan cegatos que ni siquiera vemos que estamos condenando lo que fomentamos. ¡Ojalá abriéramos los ojos y aceptáramos lo que Dios nos enseña con su Palabra y quiere hacernos ver con su luz!

Quejarse de que haya depredadores puede estar muy justificado, pero la queja no inmuniza contra ellos Share on X

 

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