¿Puede aún ganar Trump o ya está todo decidido a favor de Biden? Es la gran pregunta que todos los analistas se hacen y sobre la que intentaremos aportar algo de luz. La respuesta, por otro lado, es obvia: sí, aún puede ganar Trump, como ya lo hiciera hace cuatro años cuando nadie, literalmente nadie, apostaba por él. Eso sí, todo parece indicar que es bastante improbable: según el Economist, a mediados de septiembre la probabilidad de una victoria de Trump es sólo del 15%.
Es algo repetido hasta la saciedad: la sociedad estadounidense está polarizada como nunca. En este contexto la clave está en movilizar a los tuyos y en desmovilizar (o al menos no movilizar) a los contrarios. Trump ganó en 2016 movilizando a gente que habitualmente no vota (los famosos deplorables) y aprovechándose del enorme rechazo que Hillary Clinton, con sus amenazas a la libertad religiosa, provocaba entre votantes que se sentían amenazados por la candidata demócrata.
Se supone que Biden es un candidato que provoca menos rechazo que Hillary, un tipo de toda la vida, metido en política desde hace medio siglo y acostumbrado a las componendas. Además, moviliza bien el voto negro a través de la engrasada maquinaria del Partido Demócrata, como demostró en las primarias. La elección de Kamala Harris para el ticket refuerza este gancho (Hillary no acabó de movilizar el voto negro como se esperaba) al tiempo que intenta asegurarse una mayoría del voto femenino. Eso sí, asumiendo un riesgo, pues aunque la prensa española presenta a Harris como un dechado de moderación, es una fanática abortista que siendo fiscal en California se dedicó con cuerpo y alma a perseguir a David Daledein tras destapar éste el escándalo de la venta de tejido y órganos fetales provenientes de abortos por parte de Planned Parenthood.
Claro que todo esto refleja la situación de fondo, pero no los últimos vaivenes que están sacudiendo a la sociedad norteamericana y que probablemente serán decisivos para el resultado de las presidenciales de este año. Trump llegaba a la contienda electoral habiendo conseguido unas tasa de desempleo mínimas, rayando el pleno empleo (algo que, por otra parte, desmoviliza a una parte de su electorado) y siendo el primer presidente de Estados Unidos desde 1928 que no inicia una nueva guerra en su primer mandato. Pero todo esto parece secundario en un contexto marcado por dos hechos excepcionales: el Covid19 y Black Lives Matter.
Trump no ha tenido una gestión de la pandemia brillante y hasta él mismo ha reconocido que la minusvaloró conscientemente. Un dato al que se agarra Biden: si las elecciones se perciben como un plebiscito sobre la gestión de la crisis del Covid19, las cosas pintan feas para Trump.
Pero quizás los estrategas demócratas no lo veían tan claro y quisieron asegurarse la jugada promoviendo y arengando las movilizaciones organizadas por Black Lives Matter. Biden les dio su apoyo público y los alcaldes demócratas de las ciudades con mayor conflicto racial (lo cual no deja de ser una correlación a tener en cuenta) dejaron que las turbas se apoderaran de ellas. Al principio todo iba sobre ruedas… hasta que las cosas se salieron de madre. Una cosa es derribar una estatua en un campus universitario, otra muy distinta es arrasar y saquear barrios enteros. Biden ha intentado desvincularse de los “excesos” de las “manifestaciones pacíficas”, pero no es muy creíble y la deriva que ha tomado el asunto puede ser un balón de oxígeno para Trump, que se presenta como el candidato de la “ley y el orden” dispuesto a pararles los pies a las hordas de violentos antifa. Ese votante perdedor en el proceso globalizador y harto de todo que votó a Trump en 2016 y que ahora ha encontrado trabajo e iba a volver a quedarse en casa bebiendo cervezas con sus amigos el día de las elecciones, puede haber encontrado un nuevo motivo para levantarse del sofá e ir a votar: pararle los pies a estos vándalos “antiamericanos”.
Pero aún estamos en septiembre y pueden pasar muchas cosas. Por ejemplo, y a pesar de los intentos demócratas de evitarlo, Biden tendrá que enfrentarse a Trump en tres duros debates de hora y media en los que su objetivo será no cometer ninguna de sus célebres meteduras de pata y evitar dar la imagen de ser alguien con sus facultades mentales claramente mermadas. Y por supuesto habrá que ver qué ocurre en los menos de diez estados que deciden el resultado, los swing states.
Por último, todos nuestros análisis se basan en lo que dicen las encuestas y sabemos por propia experiencia que las encuestas ya nos dieron una imagen sesgada de la realidad en 2016. ¿Habrán aprendido los encuestadores o se repetirá el voto oculto a Trump? Uno tiende a pensar que lo normal es ajustar tu metodología y no volver a tropezar en la misma piedra, pero Joseph Ford Cotto piensa de otra manera y argumenta que “muchas de las encuestas que afirman ser objetivas y metodológicamente sólidas están manipuladas para desalentar a los votantes de Trump de ir a las urnas”. Lo veremos en noviembre, pero me cuesta imaginar cómo las empresas encuestadoras irán a vender sus servicios si vuelven a fallar de modo tan estrepitoso.