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Construyamos una Nueva Teoría Crítica basada en el cristianismo (III)

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Las líneas de fuerza  que deberíamos atender a partir de lo hasta aquí escrito, sería:

Establecer una teoría crítica de la modernidad, sus rupturas y crisis, dar respuesta a la  búsqueda de sentido y orientación para la vida humana, efectuar una valoración de la cultura como un ámbito fundamental para expresar y transformar la realidad; esto es concretar, la alternativa cultural ante la cultura mainstream vigente, basada en el individualismo hedonista y narciso, el imperio de la satisfacción del deseo, el autoodio de la cultura woke y la ideología de género, enmarcados  en lo económico, por la economía de las grandes corporaciones, por una parte, y la recuperación de una cierta idolatría de estado, como proveedor de todas las necesidades humanas. Finalmente, debería abordar una reflexión sobre el papel de la fe cristiana  y de la Iglesia ante esta situación.

Comencemos con una referencia.

En “UnHerd , Paul Kingsnorth da un pronóstico sombrío para la civilización occidental. Desde la Ilustración, Occidente es hoy un «mundo inestable», donde «la noción de que Occidente está declinando, colapsando, muriendo o incluso suicidándose está llegando a un crescendo». Muchos proponen apuntalar las cosas, pero Kingsnorth considera estos esfuerzos como superficiales. «Los pollos de la modernidad, que Occidente creó y exportó, han vuelto a casa para descansar, y todos estamos cada vez más cubiertos de su guano». Nuestro mundo post-humano, post-natural, post-verdad, post-cristiano ha sucumbido a la tentación de la serpiente. En un mundo así, Kingsnorth pregunta: ¿Qué hay que conservar? Su respuesta aleccionadora es: «Nada». «Tenemos que cavar hasta los cimientos» y, sobre todo, orar.” Esto escribe Peter J. Leithart, presidente del Instituto Theopolis en “First Things”.

Creo, que la pregunta es pertinente porque obliga a una reflexión necesaria, pero sobre todo lo que necesitamos es establecer lo que queremos construir ahora, en este mundo, y el camino para lograrlo.

En el mismo texto que hemos citado antes, Leithart sostiene un punto de vista que debemos retener:

A lo largo de su historia, la iglesia ha seguido la trayectoria espiritual establecida por Hechos. Ella lucha por seguir el ritmo de sus soñadores y visionarios salvajes: sus Constantines y Carlomagnos y Alfredos, sus Gregories y Patricks y Benedicts y Francises, sus Thomases y Luthers, sus Wesleys y Hudson Taylors. Guiado por el Espíritu de Pentecostés, el cristianismo no es ni revolucionario ni conservador, sino tampoco antirrevolucionario ni anticonservador. Es algo diferente, lo suficientemente flexible, lo suficientemente vivo, lo suficientemente espiritual como para recuperar lo que se puede recuperar e innovar cuando nada se puede recuperar. Por el Espíritu Pentecostal, la iglesia es, como nuestro Dios, siempre vieja, siempre nueva.”

Podemos discrepar sobre alguna de sus referencias nominales, pero como conjunto la música que arranca de Pentecostés es la adecuada.

Hemos de asumir que vivimos en una época decadente, y que no hemos de atar a ella ni a la Iglesia, ni al cristianismo. La decadencia no solo se percibe por su crisis moral (MacIntyre), y lo que ello entraña en relación de disponer de instituciones capaces de  identificar  y buscar correctamente el bien y la justicia, y donde lo necesario impere sobre lo superfluo, sino que también porque desde otras perspectivas se percibe el declive.

Siguiendo a Barzum, podemos codificar las señales del tiempo que nos indican el crepúsculo de esta cultura Occidental, la de la sociedad desvinculada. Se trata de que estamos viviendo el fin de algo, de una época, un descenso, una caída.

En primer lugar, la conciencia de que existe la inquietud por el futuro en no ver líneas de avance claras, la percepción de que se pierden posibilidades, lo que parece ser el agotamiento de formas de arte y de la vida.

el uso repetido de prefijos peyorativos anti y post y la promesa o necesidad de reinventar esta o aquella institución

Las instituciones funcionan a duras penas, existe un sentimiento de frustración que a veces es insoportable, el cansancio de las grandes fuerzas históricas, la búsqueda en todas direcciones de una nueva fe o de muchas, la idea de que los viejos ideales resultan gastados o inservibles, la aparición de nuevas luchas fragmentadas en defensa del aborto, contra el calentamiento global, para salvar la explotación de la naturaleza para promover el consumo de alimentos ecológicos, mágicos o veganos, la desconfianza en la ciencia y la tecnología a la vez que su aceptación plena en la vida práctica, el hecho de que toda medida de gobierno encuentra oposición en múltiples grupos organizados e improvisados, que aducen buenas raciones de razones contrarias, una atmósfera flotante de hostilidad hacia las cosas tal y como están y el uso repetido de prefijos peyorativos anti y post y la promesa o necesidad de reinventar esta o aquella institución.

De ahí la importancia de no confundirnos. De saber que la Iglesia no participa de esta decadencia, aunque una parte de sus hombres y mujeres puedan estar lógicamente contaminados, por ella atraviesa la historia y no es esclava de ella. De ahí también la referencia necesaria al rehacer y renacer que surge del Pentecostés eterna.

El encadenamiento que surge a partir de la Ilustración, y sus sucesivas revoluciones liberales, que dan lugar a la modernidad, y la pléyade de reacciones culturales, el sin fin de vanguardias y políticas que genera, desde el intento de construir a sangre y fuego un nuevo orden objetivo que abjura de toda metafísica, con el marxismo, hasta el súmmum de la revolución modernista y futurista en el plano político, el fascismo, que culmina con los treinta años de gran destrucción de la cultura europea 1914-1945, a los que les siguen los “treinta gloriosos”  que tocan a su fin con las revueltas del mayo de 68.

Su evolución  convertida en postmodernidad, que inicia la destrucción del gran relato ilustrado y su razón instrumental, y que culmina en el tiempo actual, que ya no es postmoderno -poco ha durado- porque si bien mantiene vivo el discurso del imperio del deseo, ya no lo quiere libre, porque impone nuevos grandes relatos como verdades incuestionables.

En ellos ya no es cierto, la máxima posmoderna de que no hay verdades, sino puntos de vista, porque ahora la gran verdad dogmática es la que formula la ideología de género y su feminismo y en paralelo, sus identidades LGBTIQ(+), como sendas interpretaciones opuestas, como sucedía en el marxismo con el leninismo y el trotskismo, a las que solo le une la culpabilización del hombre heterosexual.

Y a su lado, la ideología woke una evolución agresiva del autoodio occidental de algunas vanguardias surgidas a partir de los años cincuenta del siglo pasado.

Vivimos bajo un nuevo dogmatismo represivo y censurador, y esto es así porque en una buena parte de Occidente, empezando por España, el feminismo de la culpabilización del hombre y su revolución ha triunfado, son establishment, son poder, o están a punto de serlo, flanqueado por el triunfo del homosexualismo político.

Aquel feminismo, el de la condena completa del hombre, no están en el combate del espíritu contra la carne, no presumen de ningún puritanismo; todo lo contrario, juegan al empoderamiento sexual de la mujer. Su obsesión es la igualdad, no la castidad. Y al mismo tiempo que persiguen esta exaltación sexual y el imperio del deseo, donde el amor desaparece substituido por la concupiscencia, quieren que todo esto sea compatible, con el más escrupuloso respeto en estas relaciones.

No le dicen al hombre, “respeta”, una virtud básica en las relaciones humanas, sino “haz lo que desees si ella consiente”. El fracaso es espectacular. Nunca como ahora se había producido tanta violencia sexual y a edades más tempranas.

¿Cómo se llama este nuevo tiempo que sucede a la postmodernidad, que la  hereda y a la vez rectifica?

Ni tan siquiera le han puesto nombre, ni lo han fechado. No hay especial conciencia del cambio radical de época. Podríamos referirnos a él como la gran crisis antropológica, pero nos quedamos con la concepción ya sistemáticamente construida de la Sociedad Desvinculada.

La Iglesia no participa de esta decadencia, aunque una parte de sus hombres y mujeres puedan estar lógicamente contaminados, por ella atraviesa la historia y no es esclava de ella Share on X

 

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