fbpx

Confusiones (no solo) cristianas: apoliticismo, aconfesionalidad y laicidad

COMPARTIR EN REDES

El pueblo cristiano es débil en su presencia en el espacio público político. No tanto por ataques externos, sino por vicios propios que lo lastran. En este ámbito, donde se configura la opinión y se establecen los juicios colectivos, su acción resulta deficiente y los datos, fríos y persistentes, reflejan este fracaso. Quizás la única excepción sea la contribución fiscal a la Iglesia, la famosa «cruz» en la declaración de la renta, lo que demuestra que cuando se aúnan interés y acción, se obtienen resultados.

¿Cómo explicar que solo los partidos políticos tengan peor valoración como institución que la Iglesia? En ocasiones, los bancos pueden situarse también por debajo, según las encuestas. ¿Cómo es posible que, a pesar del bien que realiza la Iglesia, los resultados sean tan malos? Falta una reflexión colectiva seria que vaya más allá de los tópicos sobre la secularización. Por ejemplo, es preciso analizar los datos con matices: existe un grupo constante de la población, en torno al 30%, que siempre valora entre 0 y 2 sobre 10, lo que inevitablemente lastra la «nota», mientras que son pocos quienes puntúan con un 9 o un 10. Es decir, falta entusiasmo y sobra indiferencia. Predomina lo gris ante una minoría importante radicalmente contraria. Y si ese es el diagnóstico no parece que el mensaje oficial que se lanza sea el más adecuado. Se habla mucho de diálogo, escucha y autocrítica, En contraste, apenas reflexionamos sobre la abundancia de indiferencia, la opinión mediocre y desapasionada que es, en realidad, la posición predominante en nuestro pueblo.

Tres males principales

Hay razones diversas para este malestar generalizado, que convergen en un mal posicionamiento de la Iglesia en la percepción pública. Entre ellas, hemos señalado en otras ocasiones, la atomización, la incapacidad para perseguir objetivos comunes y la falta de habilidad para construir relatos coherentes en el espacio público. Solo hace falta ver cómo se ha reaccionado ante su conversión en chivo expiatorio que desempeña la Iglesia en el escándalo de los abusos sexuales, una situación que clama al cielo.

No somos una fila de perros de trineo, bien entrenados para el trabajo conjunto sin perder su identidad individual, sino un grupo de gatos que arrastran el carro cada uno a su aire, sin vocación de unidad ni de sinergia. Pensamos demasiado en pedir perdón o en escondernos, en lugar de construir una acción unificada y una defensa sólida del propio mensaje.

Entre estas carencias, hay tres que pesan como una losa sobre nuestra proyección exterior: el elogio del apoliticismo, la confusión con el concepto de aconfesionalidad y, muy ligada a esta, la tergiversación de la laicidad.

El apoliticismo: una confusión peligrosa

El concepto de «apolítico» ha experimentado una transformación significativa a lo largo de la historia. En la Grecia clásica, ser apolítico era considerado una grave deficiencia moral y social. Aristóteles, en su Política, definía al ser humano como un zóon politikón, un animal político, destacando la participación en la polis como una manifestación esencial de la virtud humana y de la vida buena. Para Pericles, aquel que no participaba en la vida política no era un hombre tranquilo, sino un «ciudadano útil».

En la modernidad, sin embargo, lo «apolítico» se ha convertido a menudo en un elogio, asociado al desencanto con la política, el individualismo moderno y una malentendida imparcialidad. Pero esta neutralidad es, en realidad, una confusión: se rechaza la política como si fuera sinónimo de partidismo, cuando la política es la búsqueda del bien común, individual y colectivamente. Rechazar la política es, en el fondo, una afirmación del egoísmo individualista.

El problema no es la política, sino los partidos, que se han convertido en los nuevos caciques, como señala Juan José López Burniol, de partitocracia. Pero el rechazo a los partidos no debe confundirse con el rechazo a la acción política. Con su apoliticismo, los cristianos permiten que otros decidan sobre las leyes y la opinión pública. Como si, en la Roma imperial, una vez eliminadas las persecuciones, los cristianos hubieran renunciado a todo lo público para dedicarse solo a la caridad, dejando el poder en manos de los paganos.

El apoliticismo es una negación de la responsabilidad cívica, fortalece a los poderosos y erosiona la democracia. Es una ilusión de neutralidad que convierte al individuo en cómplice pasivo. Como dijo el teólogo alemán Dietrich Bonhoeffer: “No actuar es actuar. No hablar es hablar”.

La aconfesionalidad: neutralidad no es amnesia

La aconfesionalidad del Estado y la asunción de la cultura cristiana no son incompatibles. En Europa, el cristianismo ha moldeado la historia, las tradiciones, los valores y la identidad cultural. La neutralidad del Estado no debe significar hostilidad hacia las tradiciones religiosas, sino respeto por las raíces culturales que han construido nuestra sociedad.

Reconocer estas raíces no es imponer una confesionalidad, sino valorar el papel histórico del cristianismo en el desarrollo del humanismo, los derechos humanos, el arte, la filosofía y las instituciones democráticas. No es casualidad que muchas festividades y tradiciones de Europa tengan origen cristiano, y sean celebradas por creyentes y no creyentes como parte de una identidad compartida.

Ejemplos como la cancelación del Belén en Barcelona, promovida por el alcalde Jaume Collboni, ilustran un malentendido perverso: la neutralidad no equivale a borrar la memoria histórica ni a eliminar el patrimonio común.

La laicidad: el ateísmo de Estado disfrazado

La laicidad también ha sido manipulada para suprimir toda referencia a Dios en la vida pública. Un Estado laico no es ateo, sino aconfesional: no profesa ninguna religión oficial, pero respeta la realidad espiritual compartida por la mayoría de la población: respeta a Dios. Por ello, los funerales de Estado no son actos sin Dios, sino actos inclusivos que reconocen y acogen las diversas confesiones de la sociedad.

En España, sin embargo, bajo el pretexto de la laicidad, se ha introducido un ateísmo de Estado al que los cristianos han respondido con indiferencia. Una indiferencia que urge corregir, porque la neutralidad no puede significar vacío espiritual ni rechazo de nuestras raíces.

¿Te ha gustado el artículo?

Ayúdanos con 1€ para seguir haciendo noticias como esta

Donar 1€
NOTICIAS RELACIONADAS

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada.

Rellena este campo
Rellena este campo
Por favor, introduce una dirección de correo electrónico válida.

El periodo de verificación de reCAPTCHA ha caducado. Por favor, recarga la página.