La ruptura cultural
Vivimos bajo la ruptura cultural que surge de la pérdida de la articulación con nuestras fuentes de conocimiento, la destrucción de la tradición cultural y, como consecuencia, la liquidación de todo canon. Se impone la cultura de la negación de los límites y la transgresión como nuevo canon, que a su vez se reviste de imposible vanguardia, sin atender a la contradicción –canon y vanguardia a la vez– que tal planteamiento encierra.
El tiempo ya no es lo que nos construye, sino lo que nos desgasta, y el espacio tiende a perder significado en un agregado cosmopolita. La culminación de esta lógica es la cultura basura que estalla en la televisión. Nunca hemos tenido tantos vectores para hacer cultura, y nunca esta ha presentado una peor relación entre cantidad y calidad producida. Se está destruyendo la alta cultura de las humanidades, del sentido de lo bello, causada por la ignorancia, cuando no el desprecio de las fuentes y tradición cultural.
Este fenómeno tiene mucho que ver con la cancelación cristiana, dado que su censura conlleva a la vez una exclusión cultural, porque el cristianismo es indisociable de toda nuestra civilización. El mercado y el poder político son quienes generan ahora la cultura, que cada vez más es un producto diseñado para el consumo y menos para la expresión del espíritu humano.
En el ámbito social, su consecuencia es el menosprecio por el derecho consuetudinario y la tradición, que han sido declarados sin valor.
La emergencia educativa en la que vivimos instalados es una manifestación grave de la ruptura cultural y receptora indefensa de la ruptura moral y antropológica. Es lógico que así sea. En definitiva, educar es conducir a algún lugar en su sentido etimológico y real, y esta acción depende de las instituciones de la sociedad: de la familia, en primer término, de la escuela, su pedagogía, la formación y forma de pensar del profesorado, así como del conjunto de la sociedad que se manifiesta con relación a los educados de distintas maneras.
Si la pauta de vida es la satisfacción del deseo, la educación, que es una vulneración de lo instintivo, carece de fundamento. Es lo que nos sucede. Entonces, aparecen formulaciones pedagógicas que intentan conciliar lo contradictorio. Por ejemplo, el progreso del conocimiento sin esfuerzo. En la cultura desvinculada, lo bueno es lo espontáneo porque se confunde con lo auténtico, lo verdadero. De ahí que el deber, la realización de un acto por obligación, sea rechazado porque reprime la espontaneidad. Pero, si desaparece el deber y solo se da lo gratificante, los alumnos carecen de toda capacidad para afrontar no solo la realidad de los estudios, sino de la propia vida.
De ahí también la facilidad para la frustración, el déficit de resiliencia de tantos adolescentes y jóvenes, como ha mostrado el confinamiento y las otras limitaciones relacionadas con la Covid-19. Nuestra crisis educativa es cualitativa, pero puede expresarse en cifras. Nuestros indicadores son de los peores de Europa, entre un 50 % y un 100 % superiores a los de la UE o la OCDE, en repetidores, abandono, fracaso escolar y jóvenes que ni estudian ni trabajan; demasiados alumnos en los dos niveles inferiores de la valoración PISA, y demasiado pocos en los dos superiores. Son una muestra más de una sociedad y unas instituciones en crisis.
La injusticia social manifiesta
La desigualdad crece y también lo hace la pobreza. Es la ruptura de la injusticia social manifiesta, debido al capitalismo financiero globalizado, la externalización del trabajo, su uberización, la existencia de estructuras oligopólicas de demanda que condenan a agricultores y autónomos a retribuciones injustas; la digitalización concebida solo desde la perspectiva del beneficio y no de la atención a los usuarios-ciudadanos; la incapacidad para suprimir los paraísos fiscales, incluso dentro de la propia Unión Europea, como Holanda o Luxemburgo, que facilita que las grandes empresas transnacionales eludan sus impuestos y facilita la expansión de las grandes organizaciones delictivas, como también lo hacen las monedas digitales.
También influye la evolución de la legislación financiera en Estados Unidos, iniciada por Reagan, pero que Clinton profundizó, marcando una senda que no ha tenido excepciones. Wall Street ha mandado siempre con presidentes republicanos y demócratas. La existencia de un Estado con más y más ingresos no está garantizando unas mejores condiciones de vida, al mismo tiempo que este hecho facilita el crecimiento de las élites excedentarias que viven a expensas de rentas públicas.
Dos libros, con enfoques muy distintos, son un buen testimonio. Uno, la narración del hundimiento del sueño americano: El Desmoronamiento. Treinta años de declive americano, de George Packer. El otro, un detallado análisis de la gran crisis del 2008 y sus causas: Crash. Cómo una década de crisis financieras ha cambiado al mundo, de Adam Tooze. En todos los casos, en todos los enfoques, el resultado es idéntico: la injusta distribución de las cargas de la crisis, donde los más grandes siempre son salvados, pero el trabajador y el pequeño empresario asume los costes sobre sus espaldas.
Es el mercado como regulador último de las condiciones de vida, la precariedad laboral y el nuevo problema de la destrucción del trabajo por la robotización. Todo esto choca frontalmente contra el principio del bien común. Pero ¿cuál es la respuesta? Como mucho, el progresismo acuña el concepto del “escudo social”, la subvención como forma de vida. Pero esto no altera las reglas del juego, profundamente desequilibradas, que provocan el crecimiento de “los invisibles”, el gran grupo social formado por los desempleados, precarios, personas en riesgo de pobreza, aquellos cuyos ingresos son inferiores al 60 % de la renta media y los inactivos.
En Europa eran en 2016 el 49 %, cuando en 2002 representaban el 35 %, pero es que en España ya son una clara mayoría, 59,5 %. Y todo esto antes de la desolación provocada por la pandemia. Todo esto forma parte de la injusticia social manifiesta.
La idea europea de cohesión social que propiciaron los gobiernos del humanismo cristiano de Adenauer, De Gasperi, Schuman, se ha convertido en una ideología de planteamiento bien distinto que califican –todo tiene un nombre– de social liberal, que en ocasiones se refugia en un keynesianismo made in Rodríguez Zapatero.
Lo que en el planteamiento inicial europeo era la participación de los trabajadores en la empresa, la progresía actual lo convierte en vidas subvencionadas sin horizonte, políticamente cautivas y sin disponer del trabajo como dimensión de la realización humana, mientras lo liberal justifica la acumulación creciente de renta y riqueza en la parte más afilada de la punta de la pirámide.
Algo parecido sucede con los que viven en el peor escenario, los pobres, que ya han generado una red de profesionales de la administración pública, cuya tarea consiste en “gestionar la pobreza”. ¿Confiaríamos en un médico que hablara de gestionar la enfermedad? Pues la pobreza es una de las enfermedades agudas del sistema.
Hay testimonios sólidos de nuestra época que confirman que vivimos bajo una injusticia social manifiesta. Por ejemplo, Thomas Piketty, Branko Milanovic y Robert Solow, por citar solo tres economistas reconocidos y desde perspectivas muy diferenciadas, a los que añado las obras de George Packer y Adam Tooze.
El Manifiesto comunista (1848) de Marx y Engels afirma que la burguesía crea un mundo a su imagen y semejanza. Pues bien, esto es exactamente lo que hace la economía de las élites liberales en su alianza con la perspectiva de género, que permite alejar el modo de producción y la distribución de la ganancia del debate.
En este nuevo mundo que están forjando, el ascensor social se deteriora porque la meritocracia de las clases subalternas se encuentra muy limitada por la desigualdad de oportunidades y su menor capital social, mientras que las élites gastan ingentes cantidades en la educación de su descendencia.
Sandel lo explica bien en La Tiranía del mérito: ¿qué fue del bien público?, porque la meritocracia ha quedado secuestrada por unas élites que basan su poder en la combinación del capital heredado, las elevadas remuneraciones como altos cargos directivos y las titulaciones, caracterizadas por un elevado coste directo y de oportunidad. Son ricos por capital y por los elevados sueldos que perciben. A esta combinación de capital monetario, social y humano se le debe añadir el de unas atenciones de salud solo al alcance de unos pocos. En la medida en que vaya introduciéndose la mejora genética, la burbuja quedará perfectamente blindada.
La película “Gattaca” se habrá hecho realidad. Eso sí, tendremos un “escudo social” para que la mayoría excluida y deshumanizada pueda pasar “los lunes al sol”. Progresivamente, el esfuerzo laboral que permitía, en parte aun lo hace, una vida digna, ha dejado de recompensarse, mientras que ha aumentado la distancia entre los ciudadanos sin estudios superiores y una determinada élite académica, que peca de arrogancia, que se empareja entre ella, practicando la homogamia, y presenta escasas diferencias de riqueza entre hombres y mujeres, lo que todavía propicia más que se presenten como ejemplo en su adscripción a la ideología de género. Este emparejamiento selectivo aumenta la desigualdad, porque une capital y rentas del vértice de la pirámide: un tercio del aumento de la desigualdad acaecida entre 1967 y 2007 obedece a esta causa (Milanovic 2020; 55).
El filósofo Michael Sandel considera que “la meritocracia es corrosiva para el bien común”, y su libro La Tiranía del Mérito aborda esta cuestión, que es una dimensión más de la cultura desvinculada: de cómo la excelencia universitaria ya no se dirige tanto al saber, sino a cómo saber ganar dinero. En Europa hemos entrado de forma incipiente en esta nueva adicción de la desigualdad. Y si bien esta élite forma una clase social “abierta”, porque solo el dinero determina la pertenencia a ella, el crecimiento de la desigualdad, la acumulación de capital, renta y titulaciones es tan grande en el vértice de la pirámide que el umbral de acceso resulta imposible, más cuando el ascensor social funciona defectuosamente, y la clase media, trampolín de impulso “hacia arriba”, se reduce y debilita. Los avatares económicos afectan poco o nada a la élite.
Así, a pesar de la crisis desencadenada en 2020 por la Covid-19, las grandes fortunas han multiplicado en términos increíbles sus ingresos. De los 15 primeros de este ránquing, según Bloomberg, solo dos, Warren Buffet (-3 %) y Amancio Ortega (-10 %), en lugares sexto y décimo cuarto de la lista de los más ricos del mundo, registraron pérdidas; todos los restantes ganaron, y no poco. Bezos, de Amazon, el primero, con un patrimonio de 160.083 millones de euros, lo aumentó un 69 % en solo un año.
En la ruptura de la injusticia social manifiesta en la que vivimos, el máximo beneficio es el único fin. Después, cuando la fortuna sobreabunda, surge la donación de las migajas y se solicita el reconocimiento social por ello. Soros es un buen prototipo, porque no solo aspira al reconocimiento social, sino también al político. Esto sucede porque en la sociedad desvinculada se ha olvidado que, para que exista solidaridad, antes se ha de practicar la justicia, y no existe tal cosa en la especulación financiera o en los oligopolios de Microsoft, Amazon, Alphabet, Facebook y las otras grandes tecnológicas.
La injusticia social manifiesta es la concreción largamente anunciada de una economía desvinculada, de las empresas, de los trabajadores, incluso de la producción real. La economía al servicio del deseo infinito de ganancia, del hiperconsumo sin elementos moderadores ni restricciones. Las finanzas convertidas en sistema global de especulación, el hiperendeudamiento de empresas y del Estado como forma de vida. También significa que el mercado realimenta la primacía de las pasiones, porque sabe que su elasticidad es ilimitada. Hay una clara alineación de intereses entre mercado y cultura desvinculada.