El Reino de Dios responde a su propósito hacia la creación humana. Su realidad temporal depende de la aceptación o rechazo por parte de las personas que viven en cada momento de la Historia. Entender y asumir esta realidad es decisivo para la comprensión de la acción de Dios, los avatares de su institución, la Iglesia y las tareas de su pueblo, nosotros.
Para la Revelación, el sentido de la Historia es el cumplimiento de la Redención. Lo que puede decirse de la Historia, no es precisamente que el hombre se haga mejor o peor en ella, sino que su decisión está cada vez más exigida, que cada vez puede soslayarse menos, que los ejércitos están lanzados a la batalla y que serán cada vez más grandes, y que el sí o el no, serán cada vez más tajantes.
El Anticristo o su preparación, mostrará que es posible la vida sin Jesucristo. Todavía más, afirmará que Cristo es enemigo de la vida y que ella solo podrá vivirse plenamente después de la destrucción de todo lo cristiano. Y que la dignidad de la vida no es común a todos, porque unas son más prescindibles que otras, según convenga a las circunstancias definidas por el deseo de quienes pueden decidir sobre ellas. Su preludio es la Gran Apostasía y la Gran Abominación.
La presión será descomunal y solo perseverarán aquellos a quienes la gracia les haya abierto los ojos. De ahí, la importancia radical de mostrar la Revelación de Jesucristo a todo el pueblo; de hacer ver que la respuesta a los problemas cada vez más graves que sufre el mundo no puede brotar de él, sino de Dios.
Pero las cosas suceden como suceden, y la apariencia de contingencia o su realidad, la aleatoriedad, nuestra forma de razonar, nos lleva a pensar que siempre existe una causa inmediata y que quizás podemos detenernos en ella, o buscar inciertas causas previas y colaterales difíciles de desentrañar, y que no es necesario acudir a Dios para nada. Pero si prescindimos de Él, como ahora sucede en buena parte de Occidente, no solo desechamos la solución, sino que nos encontramos sin ninguna explicación posible de las raíces de nuestros males, porque despreciamos el conocimiento de la fe, que nos dice que precisamente es el Mal el príncipe de este mundo.
La gran verdad es esta: eres hijo de Dios y heredero por su voluntad. Así lo dice San Pablo en su carta a los Gálatas (4,4-7). Créelo y actúa en consecuencia. Sé capaz de vivir la grandeza a la que eres llamado. Nuestro destino es tan exultante que necesitas levantar la cabeza y mirar alto para asumirlo. Vivimos y estamos destinados a la grandeza del Reino. ¿Cómo entonces puedes pensar y actuar en términos tan mediocres? ¡Álzate, muestra tu júbilo!
El Reino de Dios en toda su plenitud solo se realiza en el fin del tiempo, porque, dice San Pablo, este cuerpo de carne y sangre no es capaz de poseerlo en herencia, porque una vida corruptible no puede lograr una vida incorruptible (1Co, 15, 50). Y es que la condición de plenitud en la pertenencia al Reino es la inmortalidad, es el triunfo sobre la muerte. “¿Oh, muerte donde está tu victoria?” (1 Co, 15, 55). Esta es la buena nueva, junto con el conocimiento, por la redención de Jesucristo, de que Dios nos ama con un amor inconmensurable.
A esto estamos llamados y a esto debemos servir, y este servicio significa propagar este conocimiento: somos constructores del Reino de Dios mediante nuestra participación individual y colectiva. Como dice Lumen Gentium (LG 9): “Nuestro destino es el Reino de Dios, que Él mismo comenzó en este mundo, que ha de ser extendido hasta que Él mismo lo lleve también a su perfección”.
Nuestra tarea es contribuir a que se extienda el Reino iniciado en la ciudad de los hombres. No es una alegoría, ni una metáfora. Es nuestra misión en esta vida, que se realiza en un doble plano, el personal y el comunitario. Y este último ámbito, el de la acción colectiva, es olvidado en demasiadas ocasiones o, en todo caso, se apunta sin un camino claro de realización, que se sitúe más allá de la solidaridad sin atender que con la sola solidaridad no basta, si, al mismo tiempo, no se atiende a la justicia.
la política es, según la Iglesia, una de las más altas manifestaciones de la caridad cristiana.
La acción colectiva cristiana no puede limitarse a atender los daños sin abordar sus causas, cuando el gasto público significa casi la mitad de todos los bienes y servicios producidos cada año (PIB). Esta característica es muy reciente y la caridad cristiana ha de asumirla como un cambio cualitativo radical. Por esto la política es, según la Iglesia, una de las más altas manifestaciones de la caridad cristiana. (Pío XI Encíclica «Divini Redemptoris» (1937). Pío XII: Discurso en el Congreso de los Cultivadores de la Tierra (1946). Pablo VI: Discurso en la Clausura del Concilio Vaticano II (1965). Juan Pablo II: Discurso a la Acción Católica Italiana (1979). Benedicto XVI: Encíclica «Caritas in Veritate» (2009). Francisco: Discurso a los Miembros de la Internacional Demócrata de Centro (2014).
Y la solidaridad por sí sola tampoco basta si al practicarla se evita religiosamente -nunca tan bien dicho- toda referencia a la motivación y al amor cristiano, a la causa de todo, como si los atendidos no tuvieran derecho a saber por qué se hace y entender el motivo. Después se vive extrañado que la causa de la fe no progrese.
Romano Guardini en “El Señor” nos sitúa en el contexto de reflexión adecuado para plantearnos la acción colectiva para extender el Reino:
Cuando Jesús pronunció el Sermón de la Montaña ofrecía al mundo una posibilidad muy grande. Todo tendía al “advenimiento del Reino de Dios” (Mt 3, 2). Dice expresamente que este está cerca; estas palabras no pueden haber sido solamente una fórmula entusiasta, o la expresión de una exhortación apremiante. “Cerca” significaba realmente “cerca”. Por parte de Dios existía la posibilidad de que se realizasen verdaderamente las profecías de Isaías, anunciadoras de un mundo nuevo. Carece de interés reflexionar sobre lo que hubiese acontecido (…). La potencia del espíritu lo habría transformado todo, engendrando una existencia verdaderamente santa. Todo habría cambiado (…). Los preceptos del Sermón de la Montaña se dictaron, en un principio, visando esta posibilidad. El hombre, al cual se dirigían, es el que estaba destinado a realizar esta transformación espiritual. Este Reino se hubiera establecido, si el mensaje hubiera sido acogido por la fe, no de unos cuantos hombres aislados, sino del pueblo que Dios había elegido para sí, mediante la alianza del Sinaí (…). Pero esto no sucedió. Jesucristo fue desechado por su pueblo y se ofreció a la muerte. La redención no se realizó mediante una explosión de fe y amor, mediante el efecto transformador del espíritu, sino por la muerte de Jesús, que fue un sacrificio expiatorio. (El Señor 1963. I 166, 167).
nunca alcanzaremos la perfección porque escapa del alcance humano, pero ello no es motivo para la parálisis.
El rechazo del Reino nos advierte sobre la actitud del mundo y de cómo la respuesta radica en una entrega mayor para redimirlo. Ese es el camino que Jesús nos muestra. También nos explica que nunca alcanzaremos la perfección porque escapa del alcance humano, pero ello no es motivo para la parálisis. Todo lo contrario, es un estímulo para entregarnos a la tarea de perfeccionarnos gracias al tensor de la Gracia. Cristo penetrará a su hora en el tiempo para poner término a la Historia y entonces si se logrará la perfección. Todo lo creado se estremecerá, habrá un juicio y el paso a la eternidad. En Dios todo esto ya ha sucedido, y sucede, porque para Él la dimensión temporal no existe.
Pero, ¿cuál es nuestro tiempo? Nos agostamos pronto. Nuestra vida es muy breve. Solo esto, ya nos debería bastar para entender que la mirada de Dios no puede ser la misma que la nuestra. Porque para Él nuestras vidas ya han sido desplegadas y lo sabe todo. De ahí que la puerta a la fe sea la humildad, la condición necesaria para acercarse a Dios.
Quizás desde la perspectiva apuntada más arriba, del rechazo a Jesús, entendamos mucho mejor las dificultades a las que nos enfrentamos como cristianos, a cómo la realidad de la conversión cristiana va y viene, a cómo sus verdades cuestan tanto de enraizarse y hacerse realidad, y cómo, a pesar de ello, el cristianismo se ha extendido en su dimensión católica, es decir, universal.
Jesús no fuerza la aceptación mediante su poder sobradamente manifestado sobre la naturaleza, la muerte, la vida, la salud, la materia, y su triunfo sobre el Mal.
Jesús no fuerza la aceptación mediante su poder sobradamente manifestado sobre la naturaleza, la muerte, la vida, la salud, la materia, y su triunfo sobre el Mal. Respeta el rechazo humano y lo supera mediante su sacrificio, que culmina primero en la cruz y después en la Resurrección. No utiliza la fuerza que doblega, sino el sacrificio y el amor que atrae, aunque eso sí, con el signo sobrenatural del triunfo sobre la muerte.
Aquella visión de Guardini nos introduce perfectamente en nuestra tarea. Nos permite situar mejor la adversidad y dificultad para encajar el cristianismo en la propensión humana, señoreada en el mundo por el Mal, su príncipe. Y esto no es una alegoría, sino una realidad. Dificultad, que en ningún caso imposibilidad, porque la llamada a la liberación sigue viva para todos. El cristianismo como tensor que atrae al ser humano hacia su horizonte de sentido, pero también choca con la libertad de este mismo ser humano, como ya le acaeció a Jesús, de aceptarlo, rechazarlo o de apostatar. Precisamente hoy, nuestro país, Europa, Occidente, vive este fenómeno de rechazo y de apostasía.
El sacrificio salvador de Jesús muestra la evidencia de que el Reino necesita para su extensión entre los seres humanos, de su participación afirmativa. Fueron ellos quienes en su momento lo rechazaron, y hombres y mujeres han de ser quienes lo extiendan. Es la cooperación necesaria para transformar la sociedad. En la propia tarea de la extensión del Reino de Dios, en el esfuerzo y sacrificio necesario, se encuentra precisamente la posibilidad de participar en su plenitud futura, en la inmortalidad y la felicidad eterna. A esto estamos llamados. Es esto lo que hay que realizar. A esto sirve el Catecismo de Combate.
Catecismo de combate: (1) El inicio
Jesús respeta el rechazo humano y lo supera mediante su sacrificio, que culmina primero en la cruz y después en la Resurrección Share on X