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Catecismo de combate (13). La ruptura moral y antropológica

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La ruptura antropológica y moral. Como escribe MacIntyre en Tras la Virtud, poseemos en efecto simulacros de moral, continuamos usando muchas expresiones clave, pero hemos perdido —en gran parte, si no enteramente— nuestra comprensión tanto teórica como práctica de la moral (MacIntyre, 2007, [14-15]). Vivimos una gran crisis moral, individual y social, manifestada en la dificultad para identificar el bien, lo justo y lo necesario, así como por la ausencia de valores compartidos, sustituidos sin éxito por un alud de leyes de costoso o imposible cumplimiento.

Nunca han existido tantas leyes para regular la vida individual y colectiva, tanto que incluso se legisla lo que sucede dentro de los hogares. Nunca han existido tantas sanciones administrativas y penales, tantos sancionados, juzgados, encarcelados, tantos jueces y fiscales, tantos policías. Es la mejor muestra del fracaso de una sociedad que necesita dictar sin parar leyes que es incapaz de cumplir.

En realidad, la desvinculación ha comportado la perversión de la libertad, que ya no está articulada con la responsabilidad, de la misma manera que los derechos ya no guardan relación con los deberes. Es solo un instrumento, un medio dirigido a conseguir el deseo. Si esto no se consigue, entonces se niega que exista libertad. Se trata de deseos individuales, no de bienes comunes.

Es lo que sucede con el aborto, que sitúa la primacía en la satisfacción del deseo ilimitado de relación sexual sin asumir las consecuencias. Pero el bien común radica en proteger la vida y su desarrollo, y no en la realización de un tipo de relación sexual que ni es previsora de sus consecuencias ni las asume. Nuestra sociedad está marcada por una huida creciente de las responsabilidades fuertes.

La situación de nuestra sociedad ya fue anticipada por MacIntyre: “…en el mundo actual que habitamos, el lenguaje de la moral está en el mismo grave estado de desorden que el lenguaje de las ciencias naturales en el mundo imaginario que he descrito. Lo que poseemos, si este parecer es verdadero, son fragmentos de un esquema conceptual, partes a las que ahora faltan los contextos de los que derivaba su significado. Poseemos, en efecto, simulacros de moral. Continuamos usando muchas de las expresiones clave, pero hemos perdido —en gran parte, si no enteramente— nuestra comprensión, tanto teórica como práctica, de la moral” (MacIntyre, 2007, [14-15]).

No disponer en términos societarios de una moral bien definida significa algo muy grave, como es no disponer de una idea clara de lo que es una vida realizada. Tremenda paradoja. El súmmum de la subjetividad conlleva el vaciado interior del sentido de la vida: el resultado es la primacía de la posesión material y de la notoriedad mediática, que consiste en el vaciado exterior de la intimidad.

Todo ello está construyendo una sociedad anómica caracterizada por el menoscabo del sentido de la responsabilidad, el menosprecio y la pérdida de interés por la verdad, la imposibilidad de construir a largo plazo, porque rige el imperio de la gratificación inmediata. Esta tendencia deteriora la política democrática y convierte las elecciones en una especie de mercado de ofertas, en lugar de un debate ordenado sobre el bien común.

El bien ha quedado convertido en una preferencia individual construida por el deseo, lo cual conlleva la incapacidad para disponer de las prácticas necesarias, las virtudes, para realizar los valores que la sociedad propone. Pero, sin virtudes, el ejercicio de la política deviene imposible. Entonces, solo queda la manipulación, el relato, despertar los sentimientos. Ninguna sociedad puede progresar bajo estos supuestos.

La ruptura antropológica constituye una de las mayores amenazas de nuestro tiempo. Su poder es grandioso porque avanza impulsada por el deseo sexual, el cientismo y el mercado

La ruptura antropológica constituye una de las mayores amenazas de nuestro tiempo. Su poder es grandioso porque avanza impulsada por el deseo sexual, el cientismo y el mercado, las tres grandes fuerzas de nuestro tiempo. El mayor dominio de la genética, que hace posible que la esencia física del ser humano sea transformada, se ha constituido en una gran ocasión de negocio: la voluntad de superar más allá de lo razonable las limitaciones de nuestra corporeidad.

“Todo lo que puede hacerse, debe hacerse”, y las perspectivas de mercado que todo ello determina para quien pueda pagarlo, nos conduce inapelablemente a una sociedad donde el ser humano, tal y como lo conocemos —el que permite identificarnos con comportamientos descritos ya por Cervantes, las tragedias griegas, el Antiguo Testamento, los Evangelios, Cervantes y Shakespeare—; todas nuestras referencias culturales dejarán de tener sentido. La ruptura es brutal. Toda nuestra comprensión de lo qué y cómo somos los seres humanos quedará arrasada, y con ella el sentido de la literatura y de la comprensión histórica.

En el horizonte aparece la nueva religión del posthumanismo, el último intento de deificar al ser humano; mejor dicho, de aquellos humanos con suficiente dinero como para pagar su coste.

Según el Papa emérito, el origen de esta ruptura antropológica, de la que se derivan otras rupturas como el dogma del matrimonio homosexual, la «deformación de la conciencia que, evidentemente, ha penetrado profundamente en sectores de la Iglesia católica», se encuentra en la píldora anticonceptiva, que ha «transformado las conciencias de los hombres, lentamente al principio, luego cada vez más claramente», al crear la «ruptura fundamental» de la separación entre sexualidad y fecundidad. «Esta separación significa, de hecho, que todas las formas de sexualidad son equivalentes». «Ya no hay ningún criterio de fondo». Solo el placer sexual, podríamos añadir.

La cuestión es si esta poderosa, pero simple función del instinto, evolutivamente constituida para asegurar la transmisión de los genes, permite asentar una cultura humana que permita el desarrollo armónico de todas sus dimensiones.

Las nuevas leyes y la cultura oficial reducen a un valor instrumental la vida humana, para suprimirla o desvincularla de su base material, sea por la acción práctica, la vía genética o la intelectual; el género como teoría que sienta jurisprudencia de estado de las identidades sexuales polimorfas. La consecuencia es evidente: estamos ante la crisis de identidad y de sentido de la vida del ser hombre y ser mujer. Pero, sin hombres y mujeres, esposas y esposos, madres y padres, la sociedad y la economía son inviables.

La ruptura antropológica cabalga sobre una gran contradicción: por una parte, el imperio del emotivismo, en el que las emociones constituyen la guía, incluso en niños y adolescentes, como sucede con la ola trans. Se trata de emocionar, no de razonar; de sentir, no de comprender. Por otra, el cientismo que convierte la ciencia, no en el medio instrumental que es, sino en una ideología que establece los fines humanos y se postula como sustituto del cristianismo y la moral.

La ruptura antropológica ha dañado gravemente las instituciones del núcleo central de la sociedad: matrimonio, paternidad y maternidad, filiación, fraternidad y parentesco. Al mismo tiempo, no confiere límites a la manipulación sobre el fundamento natural del ser humano, y en especial su condición genética.

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