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Carta a John Steinbeck

«Cuando no tiene uno elección, no necesita valor»

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Estimado Sr. Steinbeck:

Le escribo esta carta para darle las gracias. Supongo que parece extraño, pues escribir a alguien que ya partió de este mundo, para muchos, carece de sentido. Sin embargo, al igual que usted, hacer cosas contracorriente me suscita un atisbo de libertad y dignidad. Vengo a hablarle de su novela Las Uvas de la Ira.

Encontré su libro en la estantería de la casa de mis abuelos. Llevaba años ahí, casi invisible entre otros títulos. Hasta ahora no lo había leído, pero cuando lo tomé, como quien recoge una reliquia, comprendí que la espera tenía el propósito de revelarme verdades que, quizá, no estaba preparado para asimilar antes.

Vi en su novela, Sr. Steinbeck, un espejo de esos tiempos oscuros de la Gran Depresión. La tierra, el hogar, el sustento: todo se desvanecía bajo el peso implacable de las deudas, la sequía, la avaricia de los bancos. De la noche a la mañana, campesinos que trabajaban la tierra con manos endurecidas por el polvo se convirtieron en nómadas sin rumbo, vagando entre caminos inhóspitos, despojados no solo de sus cosechas, sino de su dignidad.

Leer estas páginas ha sido como caminar junto a esos exiliados de la prosperidad, aquellos que imaginaron encontrar en California un nuevo Edén, una tierra prometida donde fluían “la leche y la miel”. Pero usted lo sabía, lo sabíamos: las promesas no siempre se cumplen, y el futuro digno, tantas veces pregonado, se convierte en un espejismo inalcanzable.

«Cuando no tiene uno elección, no necesita valor», escribió usted. Esa frase me atravesó. En ella reside, para mí, la esencia de su retrato. De cómo la necesidad obliga a las personas a aceptar lo inaceptable, a rendirse ante las reglas crueles de un mundo que, como un juego perverso, enfrenta a los poderosos con los desposeídos en un tablero manchado de injusticia. Esa falta de opción, esa sensación de asfixia, es lo que convierte la vida de los Joad, los protagonistas de su novela, en una epopeya trágica y, a la vez, en un relato de resistencia.

He estudiado que, en sus crónicas de 1936, antes de escribir esta novela, y ganar el premio nobel de literatura, ya había desvelado el sufrimiento de los trabajadores migrantes. Hizo visible lo invisible. Expuso al mundo esos campamentos miserables, esas miradas vacías de quienes lo habían perdido todo. Y, años después, con Las Uvas de la Ira, dio usted voz a aquellos que habían sido silenciados por la pobreza, el hambre y el desarraigo.

Al leer sus palabras, recordé algo que a veces trato de olvidar: que el ser humano puede ser cruel, que la injusticia suele ser una condición impuesta. Sin embargo, usted no se limitó a narrar desde la seguridad de un escritorio cómodo. No. Siento, al leerle, que se manchó de barro, que caminó con esos hombres y mujeres, que respiró el polvo que levantaban sus pasos inciertos. No le importaron las críticas ni los enemigos que surgieron al denunciar lo que muchos preferían ignorar. Y, como don Quijote, luchó por la verdad en ese mundo de quienes parecían haber olvidado su humanidad.

Usted me recuerda al Nazareno. Él también eligió quedarse del lado de los últimos, de los olvidados, de aquellos que la historia a menudo prefiere no recordar. No dudó en retratar su lucha, en elevar su dolor y su despojo al rango de una epopeya que, tristemente, sigue vigente.

El viaje de los Joad me acompañó en cada página, y aunque su camino estuviera sembrado de muerte y abandono, encontré en algún rincón de su historia una chispa de esperanza, de fraternidad. Allí donde todo lo material estaba perdido, donde hasta la dignidad parecía desvanecerse, usted dejó un rayo de luz. Esa solidaridad entre los que nada tienen, como refleja en ese último gesto de humanidad, cuando la hija de los Joad, sola, embarazada y abandonada, ofrece amamantar con su leche a un desconocido moribundo. Es un acto que trasciende cualquier desesperanza y me conmovió profundamente, Sr. Steinbeck. Me recordó que, incluso en los momentos más oscuros, somos capaces de dar lo poco que nos queda para salvar a otro. Puede que por entonces no fuese consciente, pero, ese final, es uno de los más poderosos de la literatura universal.

Así cierra usted, el círculo de la familia Joad. Reflejo de muchas familias norteamericanas que vivieron una realidad agonizante, de quienes nunca heredarán la tierra, de quienes están condenados a vagar por ella como sombras, para elevarlos hacia el altar de la dignidad. Porque, al final, todo lo que esas almas despojadas desean es algo tan simple, tan humano, como una vida mejor. Como la suya. Como la mía.

Puede que por entonces no fuese consciente, pero, ese final, es uno de los más poderosos de la literatura universal Compartir en X

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