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El hombre, ser perfectible (II) Bien y mal: inmanencia y trascendencia

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Antes de que Dios creara al hombre, cada día miraba lo que había creado“y vio Dios que era bueno”. Después de la creación de Adán y Eva, “vio Dios todo lo que había hecho, y era muy bueno”. (Gen 1, 24; 31).

Tras haber dejado sentado que el hombre es un ser perfectible, hay que preguntarse qué es lo que le perfecciona. Para esta pregunta solo hay una respuesta: el bien. Lo único que nos perfecciona es el bien, vivir del bien y en el bien, disfrutar del bien, saborear el bien que recibimos y el bien que hacemos. Por contra, lo que impide nuestro crecimiento es el mal en cualquiera de sus modalidades, que son muchas.

Después de haber cerrado el artículo anterior hablando de la enorme y espesa oscuridad que envuelve a nuestro mundo, puede caber la duda sobre el espacio del bien. ¿Acaso le queda hueco?, ¿aún podemos verlo y hablar de él? La respuesta es sí.

Cierto que el mal no solo es abundante, sino que avanza galopando. Cierto también que se hace presente, triunfa, y se ufana de triunfar, en todos los ámbitos en los que el hombre se mueve: desde el mundo material concreto al pensamiento abstracto; desde la política a las ciencias, las artes y el campo de la cultura; desde la vida familiar a la social; desde la educación a las diversiones, el trabajo y el deporte; desde el pragmatismo de la economía hasta las elevaciones espirituales de la vida religiosa.

Esta visión gris del mundo contemporáneo no obedece a un filtro oscuro puesto en la retina de quien mira, sino a la constatación de los frutos que nuestra época está produciendo en todos los órdenes de la vida humana. Si los frutos que todo árbol ofrece son expresión de la salud del árbol que los produce, hay que decir que el árbol de nuestra sociedad está enfermo. Muy enfermo. Mucho. Insisto en que esta radiografía no se debe a un filtro en la retina, y menos aún a una visión pesimista de las cosas.

Desde una visión pesimista no podríamos hablar del bien como nos disponemos a hacerlo.

Porque siendo cierto que el mal es mucho y grande, el bien es mucho más, mucho mayor y mucho más fuerte. No puede ser de otra manera. La prueba está en que el mundo sigue existiendo. Si viéramos llegar un día en que mal y bien se igualaran (no digo que el mal fuera mayor, porque eso es un imposible metafísico), ese día dejaríamos de existir, la vida en este mundo desparecería y todos los seres que lo poblamos volveríamos a la nada que nos precedió antes de que viniéramos a la existencia. La razón está en que el mal tiene al bien como soporte necesario, el mal solo puede darse en el bien.

De esta idea ya hemos dado cuenta en esta web, exactamente en el artículo “Tiempos de rescate (VII), pero la considero tan valiosa que su repetición está más que justificada.

La clave para entender su valor está en la preposición “en”. El mal se da en el bien, existe en él, se sostiene en él, se apoya en él para actuar. Que esto sea así significa y demuestra dos cosas: inferioridad y dependencia del mal respecto del bien. Inferioridad porque el soporte ha de ser necesariamente más fuerte que lo soportado; dependencia, porque sin bien no habría mal que pudiera alojarse en él.

Valga un ejemplo: el bien que es la salud, frente al mal que es la enfermedad. La enfermedad ha de darse en la parte sana del enfermo y no puede ser igual ni superior a su salud. Cuando enfermedad y salud se igualan, es cuando deviene la muerte. Los muertos no enferman, solo pueden enfermar los vivos, aunque contraigan enfermedades de muerte.

Ahora bien, el problema del mal no es que se dé en el bien, sino que es activo. Se aloja en el bien, sí, pero no para dormitar en él, sino como parásito activo, no para permanecer de manera estática, sino dinámica, actuando en él, distorsionándolo, haciendo mella en el bien, afeándolo, confundiendo, dañando, arruinándolo —si puede— hasta su destrucción.

De lo dicho podemos deducir dos características del mal que son imprescindibles para nuestro propósito. Una es su inconsistencia, entendida como falta de ser y acabamos de referirnos a ella. El mal no tiene consistencia en sí mismo y por eso necesita el soporte del bien. La otra es su actividad, el mal es activo.

Bien y mal son activos

El mal es activo, operante y tiene mucha fuerza, pero su fuerza no está en el ser (porque el mal no-es), sino en el hacer, que es un dañoso. Dice la filosofía clásica que el ser, en cuanto ser, siempre es bueno, cosa que no puede decirse del hacer. Por eso todo lo que sea cultivar el ser (especialmente el ser personal) es bueno. En cambio no ocurre lo mismo del hacer, porque el hacer puede ser bueno o malo.

Dicho en general, la educación no consiste en hacer (hacer cosas), sino en cultivar el ser. Hoy se hace especialmente difícil plantear y llevar a cabo una educación dirigida a cultivar el ser, porque los hombres de nuestra época tenemos una alergia acusada hacia el ser (nos suena a preocupación inútil), mientras que tenemos una afición desmedida por la actividad. Quizá siempre haya sido así, pero la profusión de medios tecnológicos que tenemos a nuestro alcance nos impulsan, como nunca hasta ahora, a un activismo continuo. Pues bien, digámoslo alto y claro: Los medios, por sí mismos, no perfeccionan al ser humano.

Lo que perfecciona al hombre es su bondad, dentro de la cual están sus buenas obras.

No sus obras, sino sus buenas obras, que incluyen no solo la materialidad de lo que se hace sino todo el proceso de la actividad, todo lo que precede, acompaña y sucede a la materialidad de la obra. A la obra le precede la consideración del fin, el para qué, las intenciones que nos mueven, los deseos; le acompañan las circunstancias que rodean a su realización, los medios que empleamos, la atención, el esmero o el descuido con que la ejecutamos; y le suceden las consecuencias que tiene, los efectos que produce para uno mismo y para los demás.

La actividad que podamos llevar a cabo y los medios empleados, no son sino dos de las piezas del puzzle que es la totalidad de la obra. No basta, pues, con hacer cosas, hay que examinar cuidadosamente las partes ocultas que hay detrás de lo que se hace o de lo que se ve por fuera. Dentro de esta parte oculta tiene una especial importancia el fin.

La ética tradicional distingue entre dos clases de fines: el fin de la obra y el fin del que obra. El fin de la obra es el objetivo externo, lo que cualquiera puede ver.

Expliquémoslo con un ejemplo: si una persona se dispone a hacer un regalo a otra, el objetivo está en obsequiar a quien reciba el regalo. Uno regala, el otro es regalado y asunto terminado. Cosa distinta es la intención de quien hace el regalo, que puede ser inocente o nada inocente, limpia o menos limpia, buena o menos buena, explícita u oculta. La finalidad puede ir desde mostrarse agradecido, tener una muestra de cariño, homenajear al receptor, etc., o menos buena, como puede ser captar su voluntad o conseguir un trato de favor. En los dos casos, el el resultado externo es el mismo, objetivamente es el mismo regalo, pero hay una radical diferencia, que muy probablemente quede en la sombra: en el primer caso la obra es perfectiva para quien la realiza, en el segundo, no.

Dicho en términos de fe cristiana: el regalo hecho con intención santa contribuye (o puede contribuir) a la santificación de quien lo hace; el mismo regalo hecho con intenciones no santas, no puede santificar.

El problema de la invisibilidad

Acabamos de ver que en toda obra hay una parte fundamental: el fin del que obra. El fin puede quedar oculto, y si es bueno, muchas veces —no siempre— convendrá que quede oculto por aquello de que la mano izquierda no sepa lo que hace la derecha. Pero este ocultamiento del fin no es la única parte invisible de las obras de los hombres. Hay otra zona invisible de suma importancia: las consecuencias que se derivan de nuestro hacer. El tema da para largo, por lo cual vamos a ir por partes.

En primer lugar hay que decir que a toda obra humana (consciente y voluntaria) le siguen unos efectos, unas consecuencias. Ninguna obra se queda en los límites de su realización, sino que se prolonga a través de unos efectos, sean estos los que fueren: previsibles o imprevisibles, buenos o malos, reversibles o irreversibles. Esto no debería necesitar explicación porque es una obviedad, pero a mi juicio sí es preciso decirlo y explicarlo, especialmente a los muchachos jóvenes, pero también a los no jóvenes, porque está demasiado extendida la idea de que uno puede hacer lo que le parezca, sin que pase nada después, sin ningún costo.

Para esta situación tenemos la expresión “de rositas”, que el diccionario de la RAE define como “de balde”, “sin esfuerzo alguno”. Así es como el lenguaje común lo expresa, pero para las consecuencias no hay escapatoria, toda obra humana produce beneficio o perjuicio. Si produce beneficios, puede que su autor no los disfrute, pero los disfrutarán otros. Y lo mismo ocurre si produce daños; quizá la factura, no la pague el que se fue “de rositas”, pero otros tendrán que pagarla, probablemente los que siendo inocentes sufran el daño.

Una de las causas de que esto abunde está en la inmanencia de lo que hacemos. ¿Qué es eso de la inmanencia?

Una idea, un criterio para vivir y obrar  —algunos, elevando el listón, han hablado de la filosofía de la inmanencia—, una forma de pensar y obrar según la cual el valor de lo que se hace se agota en su realización. ¿Es malo? No, al menos no tiene por qué serlo. ¿Es incorrecto? Tampoco. Hay una parte de nuestra  actividad que es inmanente y está muy bien que lo sea.

Por ejemplo, el juego infantil. Cuando los niños juegan, juegan para jugar, sin necesidad de plantearse ni buscar otros objetivos. Aun así, el juego tiene unas consecuencias benéficas a las que se les puede sacar mucho partido, pero para que los que juegan jueguen y se diviertan jugando, no necesitan ponderar esas consecuencias. Lo mismo se puede decir del descanso o de la contemplación. Descansamos para descansar y contemplamos para disfrutar de la contemplación.

Si esto es así, ¿dónde está el problema de la inmanencia?

El problema está en extender la inmanencia a ámbitos que no le corresponden. En la vida humana no todo es inmanente. Junto a la inmanencia, y muy por encima de ella, está la trascendencia, que también es otra idea, otro criterio de actuación. Son trascendentes todas las cosas que al hacerlas, tienen consecuencias que van más allá de la propia obra. Y son precisamente las cosas trascendentes las que más peso tienen en nuestra existencia.

Entender y encarar la vida desde la inmanencia, minusvalorando, despreciando o ignorando el valor de la trascendencia es en primer lugar un error, y en segundo lugar, puede convertirse en una desviación moral que tiene que ver con el desajuste de la responsabilidad, sea por defecto, sea por exceso.

Nuestra época, tan obsesionada con la llamada cultura del ocio (que habría que ver cuánto tiene de cultura), nos está impulsando de mil maneras a vivir instalados en la inmanencia. No sé hasta qué punto somos conscientes los educadores, padres y maestros, de este riesgo, pero a mí me parece que nos viene bien tomar conciencia del peligro de educar a los niños y a los jóvenes como si no tuvieran que responder de sus actos, como si nuestras obras no produjeran los efectos que producen, o como si el autor de una obra no fuera también el responsable de sus consecuencias.

Para terminar, salgamos al paso de un error bastante común, que consiste en igualar la trascendencia con la religión. Es verdad que sus relaciones son muy estrechas, pero se trata de esferas distintas. Trascendente es todo aquello que tiene implicaciones de futuro, sea o no de tipo religioso; religioso, estrictamente hablando, es lo que dice en relación a Dios.

En la vida humana no todo es inmanente. Junto a la inmanencia, y muy por encima de ella, está la trascendencia Clic para tuitear

 

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