Como quedamos la semana pasada, continuamos dilucidando nuestra caminata futura. Es difícil retraerse a tanta maldad. Hemos llegado a extremos que nos hubiera parecido imposible imaginar hace solo unos meses. El mundo cae, y los hay que lo dejan caer para adueñarse de lo que quede y apropiarse de las pérdidas de tantas y tantas personas de buena voluntad que, creyentes o no, siguen fieles a la Verdad.
¿Para qué engañarnos? ¡Ya basta de medias tintas! Ahora toca responder, o acabaremos de caer los que mantenemos (o suponemos mantener) la débil llamita encendida. La izquierda radical está apoderándose del pastel, y su homóloga derecha trata de hacerlo a su manera, pero todos con guante blanco y de postín en sus tugurios, donde planean tanta bacanal.
Ya casi que no podemos hablar de legitimidad de partido. Por doquier se esparce la ideología más radical, que se lo come todo, con voracidad animada por el satanismo que, ya descarnado, se presenta abiertamente con más y más descaro. Y como no pueden digerir tanto de golpe, lo que hacen es dejarlo caer todo y hasta ir a empujoncitos –divertidos ellos- para que caiga, por el capricho de unos pocos que desde arriba y desde abajo pero dirigidos desde arriba pretenden dominar presentándose en público como los salvadores, pues son los “iluminados”. Los únicos legitimados para hacerse con el poder.
Y, después, ¿qué? La comunidad planetaria de pueblo servil sometido a las órdenes de la casta superior, altamente especializada en el dominio de la oratoria y hasta en el control mental, con todo el poder y seducción de los demonios y los recursos en sus manos. Lo más sibilinamente y subliminalmente que no parecería real si no fuera porque lo es. ¡Se están superando, señores!
Sabemos que Dios no nos dejará. “No os dejaré huérfanos”, nos recuerda Jesús (Jn 14,18). “El Espíritu de la Verdad (…) que el Padre enviará en mi nombre (…) os enseñará todo y os recordará todas las cosas que os he dicho” (Jn 14,17.26). Así pues, revistámonos con la armadura de Dios, para que podamos resistir en el día malo, permanecer firmes, ceñidos con la Verdad, revestidos con la coraza de la justicia, calzados los pies y tomando en todo momento el escudo de la fe, con el yelmo de la salvación y la espada del Espíritu, que es la Palabra de Dios, orando en todo momento y vigilando con toda constancia (Cfr. Ef 6,10-20). Prediquemos, pues, a tiempo y a destiempo, insistiendo con ocasión y sin ella, reprendiendo, reprochando y exhortando, siempre con paciencia y doctrina (Cfr. 2 Tim 4,2). Sabemos que nosotros resurgiremos como Pueblo de Dios que somos, imbatibles, pero la desolación vendrá: será “donde se reúnen los buitres” (Cfr. Lc 17,37).
Así las cosas, preparémonos para la que viene. Pero, con tanto ruido y ajetreo, que no se nos olvide lo principal: la oración, para mantener la fe. En efecto, debemos orar. Con el corazón más que con las palabras. Orar insistentemente y con todo el fervor que nos quede, por todos nosotros, pero primero por todos ellos, pobres infelices, y tratando de extender la llamita aunque solo sea vela a vela. Así empezó Jesús con doce pescadores, y esos Apóstoles le sucedieron de camino al Reino. Nuestra oración nos mantendrá en pie y posibilitará la regeneración personal y comunitaria.
Jesús, el Hijo de Dios vivo, nos dio su palabra de que, si no le dejamos a Él, lo podremos todo: hasta mover montañas (Mt 17,20), tragar veneno sin que nos afecte (Mc 16,18), y ¡nada nos sería imposible! (Mt 17,20). Eso sí, la lucha será denodada y agotadora, toda vez que esperanzada. De ella hablaremos en el próximo artículo de la serie.
La izquierda radical está apoderándose del pastel, y su homóloga derecha trata de hacerlo a su manera, pero todos con guante blanco y de postín en sus tugurios, donde planean tanta bacanal Share on X