Las leyes, además de racionales, se dirigían al bien común, concepto diluido en el de interés general, y que muchos querrían recuperar para el lenguaje y la praxis política. Desde esa perspectiva, la política puede entenderse como servicio real, sin eufemismos, porque la defensa y promoción de la dignidad de la persona y los derechos humanos forma parte de su esencia. El Papa Francisco escribe: «La política es un vehículo fundamental para edificar la ciudadanía y la actividad del hombre, pero cuando aquellos que se dedican a ella no la viven como un servicio a la comunidad humana, puede convertirse en un instrumento de opresión, marginación e incluso de destrucción». La auténtica política fomenta la capacidad de respeto y de escucha, descarta la imposición arbitraria en la solución de inevitables conflictos. Y construye cauces de paz, libertad y consenso.
Bien harían tantos políticos –y periodistas, empresarios, influencers- en repasar las “bienaventuranzas del político”, propuestas por el cardenal vietnamita Vãn Thuận, fallecido en 2002, y citadas por Francisco: bienaventurado el político «que tiene una alta consideración y una profunda conciencia de su papel»; aquel «cuya persona refleja credibilidad»; el «que trabaja por el bien común y no por su propio interés»; el «que permanece fielmente coherente»; el «que realiza la unidad»; el «que está comprometido en llevar a cabo un cambio radical»; el que «sabe escuchar»; el político «que no tiene miedo».
Desde esa óptica, puede abrirse una concordia superadora del mero y quizá transitorio pactismo, más o menos interesado. Porque arranca del alma de la persona y del corazón de cada familia. Ciertamente, como titula el papa Francisco su mensaje, La buena política está al servicio de la paz.