Uno de los grandes fracasos de los católicos en este siglo es el de su debilidad para aplicar la Doctrina Social de la Iglesia a las realidades económicas y políticas. Hoy esta debilidad es tal, que ha llegado al extremo de renunciar a la consideración de que cualquier tema que no sea el aborto, la eutanasia, el matrimonio homosexual y el derecho de los padres a la educación de los hijos. Y claro, esto es caer en el reduccionismo de nuestra doctrina social cristiana. No porque no sean importantes las cuatro cuestiones señaladas, que resulta una obviedad que lo son, sino porque solamente constituyen una parte de la tarea.
Y que se quiera o no dejar lo demás sin abordar, entraña un desequilibrio profundo, porque significa renunciar a lo que durante gran parte del siglo XX realizaron nuestros predecesores: elaborar políticas de inspiración, fundamento, criterio, como se quiera, cristiano, que no serán perfectas porque son humanas, pero que resultaban mucho mejores que lo que ha venido sucediendo desde el momento que tales proyectos desaparecieron de la vida pública. Solo el dogmatismo más cerril, el del blanco y negro, puede negar aquella evidencia empírica.
Es casi innecesario repetir, pero lo reiteramos, que siempre existen malos entendidos: la doctrina social no es un programa, sino un conjunto de fundamentos, de criterios, que bien definidos, constituyen un marco de referencia que es muy útil para definir políticas públicas, en el bien entendido de que hay muchos casos en los que existe más de una respuesta válida, y esto no es incurrir en el relativismo, sino que sucede como consecuencia de que la doctrina social define afortunadamente un sistema abierto. Tiene un conjunto de partes interrelacionadas que no se pueden alterar sin perjuicio, pero que, en determinados, bastantes, de sus componentes no se cierran en sí mismos.
La única manera de ejercer la doctrina social de la Iglesia en sus aplicaciones es practicándola y por eso el tema más explosivo que hoy existe en la política española, el de la amnistía, es un caso sobre el que vale la pena ejercitar reflexión, sabiendo que no tratamos de dar una respuesta definitiva y que las consideraciones que recibamos en relación con ella serán bien acogidas porque ayudarán a progresar en su perfeccionamiento.
Un elemento de notable utilidad en este sentido es el video aquí de monseñor Argüello sobre tal conflictiva cuestión. Vale la pena verlo.
Una primera cuestión es la del bien común, principio básico de la doctrina social de la Iglesia. ¿Lo beneficia la amnistía tal y como ha sido planteada? Es evidente que no, porque lo que ha hecho es profundizar, quizás más allá de un límite superable, el enfrentamiento político entre partidarios y contrarios, y agudizar, en algunos casos -Tribunal Constitucional- el desprestigio y la crisis de las instituciones: porque afecta negativamente al neutral funcionamiento del Congreso de los Diputados, la administración de justicia y el poder judicial, el Tribunal Supremo y a la propia Jefatura del Estado, que queda como un ornamento inútil y destruye su auctoritas fundada en el discurso que pronuncia en lo más aciago del conflicto del Procés.
Se argumenta por parte del gobierno que sirve para pacificar Cataluña. No es cierto, en gran medida la tensión no solo había remitido, sino que la pulsión de ruptura se reducía cada vez más, como muestran encuestas, resultados electorales y las relaciones humanas. La reconstrucción de la amistad civil, de la concordia, iba por buen camino. Ahora está por ver y sobre todo ha terminado de alterarla gravemente al resto de España, cuando precisamente no rebosaba salud. En nombre de la reconstrucción de una convivencia, que se estaba reconstruyendo y se limitaba a Cataluña, el gobierno la ha destruido a escala española.
La vinculación para un católico es, en principio, un bien común superior a la ruptura, que solo resulta justificada en casos de daño extremo y aun con límites. La tarea cristiana es el esfuerzo para perfeccionar el vínculo, no para destruirlo. Un buen análisis conceptual de este principio, lo podemos encontrar en La Sociedad Desvinculada.
Tiene mucha razón monseñor Argüello cuando afirma que la cultura de este tiempo tiende a sobrevalorar, en todos los ámbitos, la autorrealización basada en la ruptura de los vínculos. Constituye un grave error, porque esta autodeterminación individualista, que el Tribunal Constitucional actual en funciones estableció como “derecho” usando la atribución de poder constituyente que no le corresponden, sirve para justificar lo más extremo; de la eutanasia a la muerte del ser engendrado, pasando por las prácticas medicalizadas del aparente cambio de sexo en adolescentes “trans”.
El positivismo jurídico al que se refiere monseñor Arguello tiene también otro caso: la dictadura de la mayoría. La democracia no es solo votar y ganar por un voto. Es también equilibrio, respeto para la minoría, sobre todo si es casi una mayoría. Confundir la voluntad del poder con la ley es contrario a los fundamentos de la participación que, por cierto, también se ve falseada desde el momento que se presenta la amnistía como resultado de una mayoría electoral, cuando la parte más importante de esta mayoría, el PSOE, fue a las elecciones con el discurso contrario.
Sánchez ejerce un caso extremo de relativismo moral, que radica en supeditarlo todo a los votos necesarios para alcanzar la mayoría, sobre todo los siete votos de Junts. Hay una desproporción extrema entre lo que se persigue conseguir y sus costes, que además incorpora una dimensión radical de supremacismo moral. Ambos vicios no terminan en la amnistía, e impregnan una forma de gobernar inasumible porque, como hemos apuntado más arriba, corrompe las instituciones para conseguir sus fines. Esta forma de actuar destruye lo que la DSE define como “valores fundamentales de la vida social”, en concreto, la relación entre principios y valores, la verdad, la libertad y la justicia.
Ahora queda una gran tarea para hacer, tan inmensa que casi ni parece posible, pero que llama a los cristianos realizarla precisamente por esta dificultad. Se trata de concebir un nuevo proyecto capaz de reconstituir todo lo dañado. El empeño no es cualquier cosa, porque empieza por identificar y definir qué es lo que debemos reconstruir. Porque si todo consiste en ir a la contra de lo que se ha hecho, el resultado continuará siendo desastroso para todos. Claro que, como mínimo, un primer objetivo es sencillo. La forma de gobernar de Sánchez y su entorno hoy es el primer obstáculo que remover para construir una sociedad en la que la política como práctica buena y el logro del bien común sean posibles.
La única manera de ejercer la doctrina social de la Iglesia en sus aplicaciones es practicándola y por eso el tema más explosivo que hoy existe en la política española, es el de la amnistía Share on X