Amicus quidem Socrates sed magis amica veritas: «Sócrates es ciertamente un amigo, pero más amiga es la verdad». Con estas palabras parafrasea Santo Tomás de Aquino (Sententia libri ethicorum, I, 6, 5) una cita de Platón, al tiempo que comenta un pasaje de significado análogo en la Ética a Nicómaco de Aristóteles. Es muy posible que esta paráfrasis no sea de Sto. Tomás, sino anterior, y que él se limite a repetirla en su comentario; en realidad, esto es lo de menos, lo que importa es su significado. En el mentado pasaje de Platón, Sócrates recomienda a sus discípulos ocuparse más de la búsqueda de la verdad que de la suerte que él mismo, condenado a muerte, está a punto de correr.
Con la concisión y la densidad semántica caracteríticas del latín, se condensa en las dos breves frases inspiradas por ese episodio una idea de enorme alcance: por buenos que sean nuestros maestros y amigos, por valiosas que sean sus enseñanzas y modélicas sus vidas, la verdad es una «amiga» aún mejor y a la cual, sobre todo, jamás debemos traicionar, ni siquiera por otra amistad humana o por veneración hacia alguien digno de nuestra admiración; es decir, por ninguna forma de «partidismo» o de «parcialidad». Otros motivos para descuidar el cultivo de la verdad, no son siquiera considerados por Sócrates, Platón, Aristóteles o Sto. Tomás.
Son muchas las ideas contenidas de modo implícito en esta sentencia.
En primer lugar, el deber de reconocer y honrar la justicia, pues anteponer lo que tiene menos a lo que tiene más valor y dejarse llevar por el «partidismo» alejándose de la verdad, es un acto fudamentalmente injusto. De este modo se establece un nexo íntimo e indestructible entre justicia y verdad. También se puede reconocer en estas dos breves frases latinas la existencia de una jerarquía moral, en la que la verdad es un bien superior incluso a la amistad o, expresándolo con más exactitud, es en sí la forma óptima de la amistad. No deja de sonar extraño que un concepto abstracto como la verdad aparezca como óptima realización de algo tan concreto como la amistad y hasta personificado como «amiga». Aquí se ha de advertir que no estamos ante una exhortación a «ser amigo de la verdad», sino ante la afirmación de que «la verdad es (nuestra mejor) amiga». Se sobreentiende que existe la obligación de corresponder debidamente a ésta, la mejor de las amistades. Pero lo formulado aquí es la amistad que emana de la verdad hacia el individuo. Toda amistad implica una actitud benéfica hacia el que es su objeto. Por lo tanto, la verdad, al ser todavía mejor amiga que Sócrates, nos favorece y aprecia más que él; considerándolo desde una posición egoísta, su amistad nos conviene más que la de Sócrates.
Llegados a este punto, la pregunta es cuáles son las muestras de amistad con las que nos puede obsequiar la verdad.
La respuesta es paradójica y simple al mismo tiempo: nos obsequia consigo misma. Es decir, se entrega totalmente, sin reticencias ni reservas. ¿En qué puede consistir sino la amistad de la verdad? Ahora bien, la verdad es una amiga muy exigente y difícil. Nos obliga a ser despiadadamente honestos y, en primer lugar, a afanarnos en reconocer todo autoengaño; en segundo, no a engañar a los demás. Pero quizá su exigencia más ardua de sobrellevar sea el reconocimiento de nuestras propias contradicciones, de nuestras inconsecuencias; y, por supuesto, la evidencia de que también el otro adolece del mismo mal.
La verdad nos señala deberes gravosos y derechos difíciles de ejercer. Todo esto nos sitúa en una posición incómoda que puede llegar hasta la angustia. Ante esa situación, demasiado a menudo preferimos cerrar los ojos y regresar al camino de las falsas, pero cómodas certezas, donde no hay tantas dudas ni tantas preguntas que responder, donde las ilusiones parecen asequibles y donde, si con ello nos ahorramos un perjuicio u obtenemos un beneficio, podemos recurrir a la mentira, a la ambigüedad o al engaño, aunque más no sea por omisión.
Sin embargo, la verdad también nos muestra nuestros límites y los del otro, y así nos regala la posibilidad de la modestia, que nos alivia de nuestros rencores y remordimientos, y la del aprendizaje, que ha de conducirnos a cometer menos faltas.
Renunciar a la amistad de la verdad puede ser cómodo en un primer momento, pero con el tiempo nos encierra en un laberinto del que se hace cada vez más difícil salir y en el que la falacia se reproduce, crece, aumenta en fuerza, gana poder, se contagia a todo a nuestro alrededor, se convierte en una niebla insondable y hace del mundo un paraje plagado de trampas y acechanzas de los que sólo sabemos defendernos con más falsedades, que a su vez engendran nuevas, asfixiantes imposturas e hipocresías. La hostilidad contra la verdad es parte de nuestro mundo desde tiempo inmemorial, lo cual no significa que deba ser aceptada pasivamente.
La hostilidad contra la verdad es parte de nuestro mundo desde tiempo inmemorial, lo cual no significa que deba ser aceptada pasivamente.
Los que corresponden con su amistad a que les ofrece la verdad, tienen repetidamente la sensación de estar queriendo llenar un barril sin fondo. En realidad no es así, como tampoco es de esperar que vean en vida el triunfo definitivo de su amiga.
Cultivar la amistad de la verdad es como cultivar un jardín o una huerta en tierra pedregosa, de modo que el trabajo siempre es mucho y el fruto magro. No cultivarla es dejar que se convierta en desierto.
Desde un punto de vista cristiano, la sentencia de la que nos ocupamos, lleva a recordar la definición que Cristo da de sí mismo en el Evangelio de San Juan: Ego sum via veritas et vita (Yo soy el camino, la verdad y la vida). Es como si Sócrates ya intuyera estas palabras, pues para él, como hemos visto, la verdad está por encima de sí mismo, merece más atención que su propia persona, es el fin supremo, y su búsqueda la ocupación más noble y necesaria. En este contexto, la amistad de la verdad se le revela al cristiano como amistad de Cristo, como camino existencial que ocupa y es el contenido de toda vida. No debe esto engañarnos, no con una profesión de fe no le basta al cristiano para llegar a la verdad. Cristo, en cierto modo como Platón en las aporías con las que acaban sus diálogos, no da al creyente el enigma de la verdad resuelto, deja preguntas sin responder, orienta y permite que libremente el individuo busque la ruta.
Cuando tenemos preguntas concretas y acuciantes, la verdad a menudo se esconde, tenemos que buscarla y no es fácil hacerlo y menos aún hallarla.
Nos ocurre a todos un poco como a Poncio Pilato, cuando pregunta qué es la verdad y no obtiene respuesta porque no hace falta, ya que la tiene ante sí, aunque no pueda reconocerla.
No se trata aquí de alargarnos más y de entrar en los pormenores contemporáneos que todos conocemos y a los que cualquier reflexión sobre la verdad se refiere implícitamente, no es necesario referirse a ese perverso eufemismo llamado «posverdad» en el que nadamos y en el que podemos terminar ahogándonos como en un océano. Cada uno discutirá consigo mismo y con quien quiera sobre la concreción de lo que aquí se ha intentado esbozar. Lo que siempre convendría tener en cuenta es que la verdad, en este mundo, no es otra cosa que la búsqueda de la verdad, en la que hemos desfallecido y desfalleceremos y que, sin embargo, siempre podemos y debemos reanudar.