La ola que nos viene de las espiritualidades orientales y que parece intensificar su insistencia trae cola −con sus más y con sus menos− desde los años sesenta, cuando las posturas hippy con todas sus influencias antimodernidad intentaban llevarnos a una espiritualidad que era más huida que vivencia auténtica y sincera. Con todo su universo revulsivo, se basaba más en dejarse ir que en ser: huida del perfeccionismo y la exigencia competidora a que nos aboca cada vez más nuestra cultura del logro, del éxito, del placer, del hacer por avanzar desquiciadamente, sin destino claro, sin medida y sin sentido. ¿Son estas −una y otra manera de vivir− la vida auténtica que anhelamos?
Esa llamada a la vida a ras de suelo la sentimos por instinto porque Dios nos la ha dado en minúscula (aunque con toda suerte de maravillas) para que alcancemos la Vida con mayúscula (como experiencia total). Es propia en exclusiva de los seres humanos, y todos la sentimos antes o después. Por ser llamada, no debería ser huida de nada, sino búsqueda serena del encuentro con la Verdad a la que Dios nos tiene destinados.
Esa llamada es o puede ser tan global como la sorpresa que −lejos de ser nuestra perspectiva como la cerrazón temporal orientaloide− no podemos entender si no es yendo de la mano de la visión sobrenatural que Jesús viene a dibujarnos. Esta segunda destaca en que es tan distinta de aquella primera, que nada tiene que ver con los reclamos del mundo físico. Atado a la perspectiva pobretona de las limitaciones del vivir en el tiempo, el espiritualismo oriental intenta lucir sin perspectiva de eternidad: no hay más que nirvana. No será así la usabilidad de las realidades terrenas miradas a través y hacia el mundo espiritual para el que hemos sido creados: cuando nos liberemos −no por huir, sino por trascender− de la carcasa del “hombre viejo” que nos describe san Pablo (Ef 4,22), “veremos cara a cara” (1 Cor 13,12) a ese Dios que nos ama tanto y que nos ha creado llamados y hasta predestinados a fruir de su Vida sin fin y sin peso.
Separar el grano de la paja
No se trata de repudiar nada que no niegue todo o parte de lo que Jesús nos ha mandado vivir, puesto que no todo en el espiritualismo oriental es malo. Si embargo, hay que discernir qué cogemos y qué dejamos, pues eso que nos vende el orientalismo con trazas de verdad, quizás sea más que justificado describirlo como prácticas para un espiritualismo etéreo de la realidad terrena, para el que la vida terrenal es más un espejismo, que −como afirma la espiritualidad cristiana− un medio de ganarse la bienaventuranza eterna; sin duda, el cristianismo es una espiritualidad que es eso: vida del espíritu, alas para volar. Por contraste, lo primero que nos vende esa influencia orientaloide no es la vivencia personal e intransferible de unas realidades terrenas para ganarse una eternidad de identificación con las tres Personas de Dios Uno y Trino −como la que nos propone el cristianismo−, sino que es más una vaga “fusión” con el Todo, que por este camino (en definitiva y por más que no lo prodigue), deviene Nada.
En efecto, cuando nos hablan de un espiritualismo tecnificado por una serie de maneras de vivir como “prácticas” basadas más en atarse a una técnica que a dejar volar el espíritu al ritmo de “el Camino, la Verdad y la Vida” que nos ofrece Jesús (Jn 14,6), dejamos de acoger al Dios-Espíritu (“Dios es espíritu”, dice Jesús en Jn 4,24). De esta manera, pasamos a adorar una entelequia que nos vende espíritu cuando en realidad nos está atando más a la carne (tan ónticamente, que hasta ata al sexo por el sexo con el que pretende liberar nuestro yo, y aún nos le ata más). La realidad demuestra que no podemos encontrar a Dios fundiéndonos con las cosas creadas per se, porque a Dios se le tiene que adorar “en espíritu y en verdad” (Jn 4,24). Bien sabemos que, viviendo sin apego en espíritu, las cosas creadas pueden y suelen llevarnos a la experiencia del “Dios es Amor”, como nos afirma san Juan en su carta (1 Jn 4,8).
Por tanto, viviendo desasidos de técnicas que nos atan, liberándonos de cualquier atadura mundana, podemos muy bien vivir intensamente la vida en minúscula acogiendo a ese Dios-Amor, de manera que por medio de un ecologismo bien entendido podamos descubrir a Dios en todo −su Creador (Gén 1)−, y así vivir más fácilmente una vida espiritual aprehendiendo el sentido último de las cosas, de camino a la Vida con mayúscula que Dios nos ha prometido si le somos fieles. El cumplimiento de esa promesa solo dependerá de nuestra acogida de la voluntad de Dios por medio de nuestra libertad y de la bondad de Dios que nos acoge. En ello se debate el devenir humano. Y así es como se demuestra la fidelidad que le debemos al Creador nuestro. ¡AcojámosLe!
Twitter: @jordimariada
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