La separación Iglesia-Estado, que tanto gusta reivindicar al laicismo, es un concepto cristiano. Jesús de Nazaret ya dejó dicho que al César había que darle lo que es del César (el denario, los tributos desacralizados), y a Dios lo que es de Dios, pues el Reino de los Cielos no es de este mundo.
Pero estas palabras fundadoras del dualismo, acabaron siendo tergiversadas en la práctica. En los siglos inmediatamente posteriores la doctrina política cesaropapista debilitó la estructura bipolar del Imperio romano-cristiano, decantando a favor del emperador el reparto de jurisdicciones y competencias.
Por ejemplo, en la parte oriental del Imperio, donde el cesaropapismo bizantino había triunfado –y aún se refleja en nuestros días a través del peso político de la Iglesia Ortodoxa–, el emperador era cabeza del Estado y de la Iglesia: “sumo rey pontífice” y “magistrado de la fe”. De este modo era el jefe real de la Iglesia, con poder para legislar en materias eclesiásticas, presidir concilios, poner y deponer obispos e imponer decretos dogmáticos.
Tuvo que ser el Papa Gelasio I (492-496) quien se alzara en defensa de la independencia de la Iglesia, cargando contra el cesaropapismo impuesto desde el poder secular (saeculum), y erigiéndose en el artífice doctrinal de la vuelta al dualismo. En el 494 escribió una carta al emperador Anastasio I (491-518), el cual, como monofisita que era, defendía una doctrina teológica que sostiene que en Jesús sólo está presente la naturaleza divina, no la humana.
Pues bien, en su conocida carta el Papa Gelasio le recordó:
1º. Que hay «dos poderes por los cuales este mundo es particularmente gobernado: la sagrada autoridad de los papas y el poder real.»
2º. Que de estos dos poderes, el sacerdotal es más importante ya que da cuenta de los mismos reyes y de los hombres ante el tribunal divino.»
3º. Que el emperador debe someterse fielmente a los que tienen a su cargo la administración de «los divinos misterios», «buscar en ellos los medios de [su] salvación» y «obedecer a la autoridad eclesiástica en vez de dominarla.»
4º. Que «la Iglesia es y seguirá siendo obediente a las leyes seculares en asuntos materiales, pero, en cambio, exige que tanto el emperador como su gobierno se sometan a las leyes divinas administradas por la Iglesia.» En la administración de los sacramentos, el emperador debe «depender del juicio eclesiástico en vez de tratar de doblegarlo a [su] propia voluntad.»
Hay mucha claridad en el contenido de esta carta. Hoy día la Iglesia ha avanzado en la doctrina dualista, especialmente tras el Concilio Vaticano II. Ahora no pide que la religión católica sea la oficial, pero eso no significa que su doctrina no empape los valores públicos operantes y, por ende, inspire la legislación civil.
Cuando eso ocurre, el laicismo brama diciendo que la Iglesia impone el catecismo. Pero entre imponer y proponer hay un abismo. En una democracia laica la Iglesia no puede imponer nada por la sencilla razón de que no legisla. Son los representantes elegidos democráticamente por el pueblo los que elaboran y aprueban las leyes seculares.
Sin embargo, cuando lo regulado es contrario a los valores cristianos, la crítica es legítima si se formula pacíficamente a la luz de la libertad de expresión. Y es independiente de quién la protagonice, si los obispos –como en la concentración de Madrid–, o los laicos católicos –como sucedió el pasado domingo 27 de enero, en Barcelona–.
Al margen del éxito de asistentes, la razón última es otra: no se trata tanto de un derecho como de un deber de la Iglesia –Jerarquía y fieles– de informar de lo que está pasando en nuestra sociedad, y proponer soluciones adecuadas para el bien común de todos.