En el mundo occidental, heredero de la civilización judeo-cristiana y de la cultura greco-romana, el aborto se ha convertido en uno de los temas a discusión más importantes, si no es el más importante, porque él ha sido la causa de la extinción de la vida de millones de seres humanos. Más grande, violento, cruel y doloroso que cualquier guerra; más que cualquier hambruna o cualquier holocausto. Según la Comisión Guttmacher-Lancet, se producen en el mundo 73 millones de bebés abortados por año. Decía Stalin, a propósito de los asesinatos que ordenaba hacer: “la muerte de un hombre es una tragedia, la de un millón es una estadística”.
Es verdad que la muerte violenta de cualquier ser humano es una tragedia, porque se le impide cumplir con el desarrollo natural de todo hombre o mujer y con su misión en la vida, y porque se extingue una promesa de vida para su familia, para su entorno y para la sociedad entera. Con cada asesinato de un hombre o de una mujer muere también, dolorosamente, una porción de la humanidad. Cuantimás, cuando el asesinato se produce en el ser más frágil, indefenso e inocente de la especie humana.
De los 63 millones de bebés abortados en la Unión Americana, ¿cuántos serían hoy, después de casi 50 años, genios científicos, artistas notables, filósofos, ingenieros, arquitectos, deportistas de élite, políticos de excelencia (sin duda mejores que los que hay) o ciudadanos que estarían cumpliendo una misión que quedó sin cumplir, porque cada ser humano es único, irrepetible y, por lo mismo, irremplazable? Y eso, sin contar con los millones de vidas que se han truncado y se siguen truncando en el seno materno en España, Francia, Alemania; en casi toda la Unión Europea y en algunos países iberoamericanos, incluyendo a México.
Ninguna vida se puede comparar con otra, todas son sagradas.
A propósito de sacralidad: es verdaderamente escandaloso que Emmanuel Macron, “Apanicado por la victoria provida en EE UU, haya anunciado ‘sanctuariser’ (palabra inexistente en francés, quizás quiso decir “hacer un santuario”, de “sanctuaire), el derecho al aborto en la Constitución” francesa (SOS, Éducation, 8/08/2022). No cabe duda de que la batalla en favor de la vida es la batalla más importante al día de hoy. De ella depende la viabilidad de nuestra civilización. La batalla por la vida dura toda la vida.
Todas las leyes que en Occidente se han aprobado (y se siguen aprobando) sobre el aborto son mentirosas, están hechas para engañar. Le llaman interrupción del embarazo a lo que no se puede continuar: la vida de un ser humano se extingue, es muerte. Incluso intelectuales famosos en México, como Jesús Silva Herzog, escribió hace poco, en artículo sobre el aborto, que es “terminar un embarazo”, porque no se atreve a decir (aunque lo sabe) que es lo mismo que terminar una vida, que es muerte, porque teme ser políticamente incorrecto.
Todas las disposiciones legales que permiten el aborto, hablan en términos de “salud sexual y reproductiva, y de aborto gratuito, seguro y legal”.
No es gratuito, porque en casi todos los países en los que se practica, se hace a costa del contribuyente. Ciertamente tiene mucho de seguro, porque lo seguro es que, en el procedimiento, nada saludable para la mujer, el bebé muera. Y tampoco es salud reproductiva, porque la reproducción se detiene violentamente y, para colmo, muchas mujeres que abortan quedan estériles, ya sea moral, psicológica o biológicamente. Lo único en lo que aciertan es que es legal, que no es lo mismo que justo o legítimo.
Lo más desconcertante, e incluso siniestro del caso, es el uso del término legal para practicar el asesinato de un ser humano, porque es una sentencia de muerte arbitraria, sin juicio previo: unas legislaciones dicen que son 12 semanas, otras que 14, otras más que 18 y otras (como en Nueva York) hasta el término del embarazo, es decir, a los nueve meses. Cumplido el término legal, o antes de cumplirse, cabe preguntar al legislador partidario del aborto: ¿A qué hora es justo matar al ser humano más frágil e indefenso? ¿Al despuntar el día, al mediodía, por la tarde o en la obscuridad de la noche? ¿A qué horas exactamente se convierte, milagrosamente, ese montón de células- cosa que repiten a las pobres mujeres que van a abortar- en un ser humano? ¿Qué pruebas científicas pueden aportar los legisladores y los abortistas, de que lo que se saca troceado del útero de la mujer no es un ser humano?
Científica, filosófica y antropológicamente ya somos, todos los seres humanos, lo que íbamos a ser hace un minuto, hace un día o cien, y seremos lo que ya éramos hace nueve meses, un año o 90. Desde la fecundación, hasta la muerte somos los mismos,
¿Por qué les aterra tanto a los legisladores abortistas el concepto de “concepción”? ¿O es que, a estas alturas de los avances de la ciencia, no saben cómo se procrea un ser humano? ¿No lo aprendieron en la escuela en la clase de biología? ¿A qué clase de científicos consultan los legisladores que condenan a muerte a los seres humanos que no se pueden defender? Algún legislador, de esos, ¿puede dudar de que algún día fue cigoto, embrión, feto y bebé?
Hace muchos años, Carlos Castillo Peraza, un gran intelectual mexicano ya fallecido, escribió un artículo que se intitulaba: Bienaventuradas Tortugas. Hacía poco que en México se había aprobado una ley destinada a proteger las especies animales en peligro de extinción, y, entre ellas, las tortugas marinas. Para tal efecto, se prohibió la comercialización y el consumo de sus huevos y de su carne. Hasta la fecha, existe estricta vigilancia en las playas, en la época del año en la que las tortugas acostumbran desovar, ¡con la aplastante lógica de que, protegiendo sus huevos, se protege a las tortugas! No surgió la menor duda en los legisladores acerca de la “tortuguidad de los huevos de tortuga”- señalaba Carlos Castillo– de tal manera que se establecieron sanciones que hoy llegan hasta la privación de la libertad para quien infrinja la ley. Conclusión: “bienaventuradas las tortugas en gestación, que están más protegidas que los seres humanos en la misma condición”.
Por otra parte, resulta increíble, por lo menos sorprendente, que todavía hay mucha gente que no sabe qué es un aborto.
Un aborto, la mayoría de las veces, consiste en que un bebé en gestación es violentamente desmembrado y extraído sin vida del vientre de su madre. Porque, sea como fuere, esa mujer ya es madre para toda su vida, aunque haya permitido que un sicario haya matado violentamente a su hijo. Es muy doloroso que esa mujer, que no quería ser madre, ya lo es, y para siempre, pero de un niño muerto.
El aborto es un acto violento y cruel que destruye a un ser humano vivo y le hace violencia a una mujer. En otras palabras, la vida humana, toda vida, es un continuo, desde la concepción hasta la muerte natural. No hay interrupciones o saltos. No hay ningún momento en el que no sea humano. No aparece su humanidad al capricho del legislador. Sólo debe ser protegido para continuar su proceso de gestación para que se manifieste naciendo. La ciencia y la técnica han dado pasos gigantescos para la observación del bebé, dentro del seno materno; basta con aplicar una ecografía, para que se vea al ser humano en casi todas las etapas de su gestación.
Si los legisladores y los gobernantes partidarios del aborto supieran la diferencia de lo que en filosofía se llama substancia y accidente, probablemente el debate tomaría rumbos más razonables.
La substancia de cualquier cosa es, simplemente, lo que se es per se, independientemente de su apariencia. Es la apariencia y otras propiedades lo que constituye los accidentes del ser. Un ser humano puede ser, accidentalmente, flaco o gordo, negro o blanco, mulato, mestizo, hombre o mujer, alto o bajo, sano o enfermo, cigoto, feto, bebé, niño, adulto, o viejo, pero siempre es la misma substancia con apariencia diferente. Es por esa igualdad substancial de seres humanos, por la que todos somos iguales, pero iguales en dignidad, que es la única igualdad real entre nosotros, debido a que somos espíritu encarnado porque, en todo lo demás, somos diferentes física y espiritualmente. Por eso son exactamente iguales en dignidad los que vienen con “defectos” en el vientre materno.
¿No fueron los fascistas, los nazis y los comunistas los que pusieron en práctica la limpieza étnica, matando a los bebés que nacían con alguna deformación o enfermedad junto con muchos adultos? ¿No fueron ellos los que prohibieron y quemaron los libros que no coincidían con sus enfermizas ideas? ¿No encarcelaban o mataban a los homosexuales y a quienes se atrevían a desafiarlos, o sólo por sospecha?
Exactamente lo mismo promueven ahora los partidarios de la muerte, sólo que a los que matan físicamente es a los bebés indefensos. Son neofascistas, neonazis o comunistas. Se puede hablar, sin ambages, de que tienen odio a la niñez. Hace pocos días -por dar un ejemplo-la vicepresidente de EE UU, Kamala Harris, afirmó en Indiana, EE UU, que: “Los estados no deberían aprobar leyes provida, porque los abortos de alguna manera benefician a los niños”. Esto lo dijo mientras la legislatura estatal debatía una ley provida en una sesión especial (Townhall, Indiana, 1/08/ 2022). El resultado de la votación: la ley provida se aprobó en Indiana.
Muchos partidarios del aborto -me consta- se sienten científica, filosófica, antropológica y moralmente derrotados. Ya no pueden decir que los partidarios de la vida esgrimimos sólo argumentos religiosos. Tan es así que, algunos de ellos reconocen que puede ser que, efectivamente, lo que vive en el vientre de una mujer embarazada es un ser humano, pero, en todo caso, ese ser humano debe ser sacrificado en aras de la felicidad de la mujer. ¿Y si la que ha sido concebida es una mujer? ¿Su felicidad no cuenta? Ya hablaremos de esto en el próximo artículo.
El aborto, violencia y crueldad (I)
algunos de ellos reconocen que puede ser que, efectivamente, lo que vive en el vientre de una mujer embarazada es un ser humano, pero, en todo caso, ese ser humano debe ser sacrificado en aras de la felicidad de la mujer Share on X