¿Para qué queremos la paz, si cuando la tenemos no sabemos qué hacer con ella? ¿Si cuando Jesús nos la da, la rechazamos? Debemos ser coherentes. Y fiarnos de Dios, que con su Espíritu de Luz nos ilumina para que acertemos en el andar de nuestro camino, sin tropezar con las piedras, sean cuales sean los derroteros por los que nos lleva. Resumiendo mucho, hay tres actitudes básicas: La primera, escamotearnos de nuestra obligación. La segunda, caer o dejarnos caer. La tercera, afrontar con valentía con esa fuerza que Dios nos da para que derrotemos al enemigo, el Maligno. Pidamos la gracia de elegir siempre la tercera, ciertos de que con ella, aunque no “matemos” al enemigo, al menos adquiriremos la fuerza y el hábito de afrontarlo sin desfallecer.
“Una vida sin tribulaciones parece una vida sin paz”, anotó el Papa en una homilía en Casa Santa Marta. Pero destacó que el Espíritu Santo nos impele a ser fieles a Dios, por lo que debemos ser conscientes de la realidad de que la paz “viene del Espíritu Santo”, como aseguró. Puesto que Él es “el primer protagonista de toda oración, que sopla en el corazón del discípulo”. Afiancemos nuestra fe en el Todopoderoso: si su Espíritu viene a nosotros, es un honor inconmensurable que nos dará la fuerza que necesitamos. No porque sí, sino para que salgamos vencedores santificándonos, y así conseguir la herencia del Cielo. Si el Espíritu Santo nos impulsa incluso a llamar a Dios “Abbá”, “Padre”, “Papá”, y nos sugiere pedirle que nos libre del mal, no será porque sí, sino porque es la manera de vencer al Enemigo.
El mismo día, avisó el Papa en Santa Marta que si uno pierde la paz, quiere decir que “hay algo que no funciona”. Tengamos bien presente que la paz es inherente al santo, que es no solo el que vence siempre, sino el que procura no caer sin desfallecer nunca. Ése es el auténtico triunfador.
El Domingo de Misericordia de este año, anotó el Papa respecto a Jesucristo: “Nuestra existencia, gracias a su muerte y resurrección, se caracteriza por la positividad y la esperanza, y esto para nosotros es una razón de verdadera alegría”. Y en una reciente audiencia de los miércoles afirmó: “Cuando el mal aparece, Dios lucha con nosotros, no contra nosotros”. Y en la homilía de la misa dominical en su viaje a Bulgaria aseguró que Dios “no sólo invita a sorprenderse, sino a realizar cosas sorprendentes”, “rompe los encierros paralizantes devolviendo la audacia capaz de superar la sospecha, la desconfianza y el temor”, “hace de nuestras vidas obras de arte”.
Si eso es así, como creemos los cristianos, es que la Vida ha llegado a nosotros, pues con Dios lo podemos todo. Hasta dar la vida por Él, la mejor obra que podemos realizar, pues, en nuestra vida terrena. Pero no esperemos que venga un momento poco probable (aunque, ciertamente, cada día más posible) de dar la vida de manera cruenta en un enfrentamiento en que uno venga y nos diga: “¡Te mato si no reniegas!”. Debemos ser capaces de dar nuestra vida con nuestras obras en nuestro día a día, sin que quizás lo vea nadie, sin el espectáculo a que nos tiene acostumbrados nuestra cultura occidental. Eso es, simplemente cumpliendo nuestra obligación. Y la paz vendrá. La paz así vivida es liberación.
De no conseguirlo aún, podemos mirarlo desde otro punto de vista, pues tenemos a san Pablo que dice: “El cáliz de bendición que bendecimos ¿no es la comunión de la sangre de Cristo? El pan que partimos ¿no es la comunión del Cuerpo de Cristo?” (1 Cor 10,16). Pues eso es: benditos por y en el cáliz que nos une a través de nuestro sacrificio unido al de Cristo, de manera que vivimos una nueva Vida, la eterna, en Dios Uno y Trino. Y todos como una misma cosa sin necesidad de estar mezclados, cada uno conservando su propio ser individual, rebosando delicias por siempre. ¿Quién da más?
Si aun así no conseguimos la paz deseada, ciertamente, hay un problema: quizás falte una pieza en nuestra vida, que puede ser un servicio en especial. Como lanzó al viento el Papa en su homilía del Domingo de Misericordia: “¿No tienes paz? Ve a tocar heridas”.