A poco más de un mes de las elecciones europeas un temor está agazapado en Bruselas. Guarda una gran relación con la causa que hace impredecible la asignación del último diputado en 50 provincias españolas, hasta el extremo de que impide conocer qué pasará con un mínimo de 29 escaños. Aquel temor, esa causa que imposibilita una previsión más exacta, es la fragmentación del espacio político, y el aumento del antagonismo.
Esta característica, la ruptura de vínculos políticos y la multiplicación de partidos incompatibles, no es algo que se limite a esta dimensión. En realidad, es la característica determinante de la sociedad occidental posmoderna: la sociedad desvinculada.
Con este mismo nombre publiqué en 2014 el libro en el que probaba de describir esta dinámica históricamente insólita, la de la ruptura de los vínculos en todos los ámbitos de la vida como explicación holística de los problemas y conflictos de nuestro tiempo, y que describía con una visión deudora de la teoría de sistemas y de la concepción del capital social, y sobre todo de aspectos de la obra de Charles Taylor y Alasdair MacIntyre.
En la teoría de sistemas se considera a cada uno de ellos como una entidad formada de partes interrelacionadas e interdependientes cuya suma es mayor a la suma de sus partes aisladas. En un sistema 1+1 son más de dos.
El capital social se asemeja a otras formas de capital, y se expresa en términos de colaboración. Tiene su origen en la familia, y se multiplica en otras comunidades. Surge como consecuencia del amor o afecto de donación y reciprocidad, la confianza mutua que se articula generalmente mediante el compromiso y el deber, las normas efectivas, que básicamente surgen de la tradición y el derecho consuetudinario, y el sistema de relaciones tanto personales como entre grupos.
Tanto los sistemas como el capital social nos hablan de lo mismo: la existencia de vínculos fuertes estables y fiables multiplican las capacidades personales y de los grupos. Los hijos obtienen mejores resultados en la escuela, Las familias que lo poseen en mayor medida prosperan más, las escuelas que lo detentan obtienen un rendimiento escolar superior, y las empresas una mayor productividad, las instituciones son más inclusivas y eficientes, y los costes sociales menores. En definitiva, las sociedades se desarrollarán mejor para los proyectos de vida de las personas. Grosso modo esta es la idea, que tendrá su correlato histórico en el modo de producción que corresponda a cada época.
La cultura desvinculada solo surge a partir de la inconsciencia de la abundancia; en Europa cuando los “Treinta Gloriosos” años, que se inician en 1945-47, alcanzan su mayor madurez. Se extiende cuando la razón instrumental se impone definitivamente a la razón objetiva, y da lugar a la explosión de la subjetividad sin límites, que lógicamente deriva -y en eso estamos- en el principio moral de que lo único que garantiza la realización personal, el máximo hedonismo y el mínimo sufrimiento, es la realización del deseo, que es básicamente el de posesión. Esta manifestación del deseo no está regulado por ninguna razón objetiva situada en nuestra conciencia y en nuestra tradición, se rige por las emociones, los instintos y las pasiones. Y esto es lo que describe nuestros días.
Sobre la contención y encauzamiento de ese deseo de posesión, del otro, y de lo que es de otro ha descansado nuestra tradición cultural, que arranca en un dato tan lejano como el Decálogo, que lo prohíbe en los dos últimos puntos de su ley. Esta cultura ha sido destruida en gran medida.
En la cultura de desvinculación, hegemónica en nuestra sociedad, la realización del deseo no puede verse impedida por ningún compromiso personal, tradición, creencia, norma o ley. En este contexto el deber tiende a desaparecer y surge el mandato de lo “auténtico”, que es aquello que sigue al deseo. El bien se transforma en lo que me gusta, y la justicia en lo que me conviene. La libertad solo es concebida en términos negativos (no limitarla), pero no positivos, es decir en relación con sus fines. Se valora por la multiplicidad de opciones y no por el valor de estas. La libertad no tiene ya como tarea fundamental buscar la verdad, y surge, y todos se quejan, las fake news, que no es otra cosa que la realidad -la verdad- formateada de acuerdo con la preferencia subjetiva.
De la raíz de la razón instrumental y el individualismo subjetivista, surge el gran tronco de la cultura desvinculada, que rompe el tejido social con el ramaje de sus copas. Así surge el Brexit, y crece el independentismo en una Europa teóricamente inmunizada hacia el estado nación. Los partidos dejan de estar comprometidos con los ciudadanos y surge la partidocracia. En la economía el capital financiero se desvincula de la producción, y de los trabajadores, y crea un universo propio que alimenta la desigualdad rampante, basada en el enriquecimiento de unos pocos, la degradación de la clase media y el precariado. Se rompe la solidaridad entre generaciones, y los jóvenes caen por una pendiente que combina la desigualdad, la prioridad excesiva del gasto público hacia la población de más edad, la deuda financiera y la deuda ecológica. La familia deja de tener como fin la estabilidad, la descendencia y su educación, lo que multiplica los costes sociales y las necesidades de ayuda a los individuos cada vez más solos. El ser humano ve destruida su identidad por nuevas corrientes de confusión y ruptura como la perspectiva de género, el posthumanismo, el animalismo, y la veterinaria para humanos, que se mueven en planos distintos, pero poseen consecuencias semejantes sobre el significado y sentido de lo humano.
Sin vínculos fuertes ni razón objetiva todo se autodestruye. Desde la unidad europea hasta las sociedades estatales, desde el contrato social -un contrato no vale nunca nada sin una razón superior que lo proteja- hasta el contrato laboral y matrimonial. Solo impera el deseo y la conveniencia de cada uno, la gratificación, que incluso puede ser solidaria si está muy acotada y me acomoda. Pero con esa cultura nada bueno y estable puede construirse. Por eso nuestro tiempo, el que dispone de más medios y soluciones materiales es al mismo tiempo el de las crisis acumuladas e irresueltas.
Artículo publicado en La Vanguardia
1 Comentario. Dejar nuevo
Me gusta este editorial, pero quisiera compartir con usted dos matizaciones: la fragmentación de los partidos en tanto medios de representación de los electores no es mala en sí, ya que de esta manera se consigue que se hagan valer más puntos de vista al adoptar las decisiones legislativas y de gobierno. Tal vez dicha fragmentación se deba precisamente a la partidocracia, que impide que los políticos actúen según su leal saber y entender y aporten cada uno la información específica que poseen para que las decisiones políticas representen realmente la voluntad del pueblo. La partidocracia es una forma de desvinculación de los representantes respecto de los votantes. Esto me lleva a la segunda matización: el Brexit para mí no es un ejemplo de desvinculación, sino una protesta legítima contra la desvinculación que existe entre los miembros del Parlamento Europeo y demás órganos de gobierno de la UE, y los ciudadanos europeos, quienes no pueden exigir a dichas autoridades que rindan cuentas de su actuación ante quienes supuestamente representan. En conclusión, deberíamos reclamar que los representantes del pueblo estén más estrechamente vinculados DE MANERA PERSONAL a sus representados, que su mandato se derive directamente de los electores y no de las autoridades de su partido.