La respuesta es menos obvia de lo que parece. Sirve para elegir a los diputados y senadores que nos representarán. No es, por tanto, en primera instancia una elección del presidente del gobierno, sino de nuestros representantes en el Congreso. Aquella elección vendrá después. Correrá a cargo de los diputados electos, quienes decidirán sin mandato imperativo. Y aquí vuelve a reinar otro mal entendido: todos tendrán tal mandato, aunque legalmente esté establecido lo contrario. Votarán por disciplina de voto, y todo ellos procederán de listas cerradas y bloqueadas, en las que el que manda, así en singular, hace y deshace.
Mucho hablar de participación y de primarias, pero como hemos constatado a la hora de la verdad quienes dictan el orden de las listas, y por consiguiente quien puede salir electo, es el “jefe”, los líderes. Son los Sánchez, Casado, Rivera, Iglesias, Puigdemont, Junqueras, y otros más. Toda esa concentración de poder en la cúspide ya les debe parecer bien a la gran mayoría, porque todavía no he visto una huelga de ciudadanos ante las urnas, ni una asociación transversal para la regeneración democrática. Tengo para mí que la causa más extendida para decidir hoy el voto no es por apego al que eligen, sino el temor a “los otros”, a lo que pasará, a mil cosas. Mal asunto cuando la base de la democracia es el miedo y no la confianza, la ilusión y la esperanza.
España posee un sistema electoral proporcional corregido, y esa es una buena herencia de la Transición, porque evita un exceso de votos sin representación como sucede con los sistemas mayoritarios, en los que solo se lleva el escaño quien alcanza la mayoría en aquella circunscripción. Es el sistema propio de Estados Unidos y de Gran Bretaña, también en una doble vuelta en Francia, entre los países que nos resultan más próximos.
España adoptó un modelo proporcional, que con la aplicación del sistema de Hondt en la distribución de los escaños, otorga una prima al primer partido, facilitando la formación de gobiernos más estables. Podemos decir que los políticos de la Transición aprendieron de la negativa contribución de la ley electoral de la II República, que incentivó la formación de dos bloques enfrentados, liquidó la centralidad política, y favoreció la volatilidad en la formación de mayorías.
Pero aquel acierto de la transición tiene un grave vicio que es el responsable en gran medida de conducirnos a la actual partidocracia; esto es, una democracia degradada. Las listas son cerradas y bloqueadas. Al inicio de la recuperación democrática esto tenía un sentido porque se concibió para fortalecer las estructuras de los partidos que eran muy débiles. Ahora es un cáncer que devora la representación del pueblo, acentuado por el caudillismo de los partidos políticos, que la TV y las redes sociales, tienden a aumentar. ¡Entre “nosotros” y el líder ya no hay intermediarios! se afirma con satisfacción. Error, lo que no hay son controles, y sobre todo contrapesos públicos. El líder es el conducator que interpreta la voluntad de las masas expresadas en las redes sociales, junto con los asesores áulicos que le leen las tripas de las encuestas. Hay en todo esto un engaño, en gran medida consentido, que pervierte la democracia representativa, a la que hunde día a día en la indigencia.
Un sistema electoral que combinase la representación proporcional, con la elección del diputado de cada circunscripción, como en el modelo alemán, no obraría un milagro, algo que no corresponde a la política, pero sí contribuiría a sanar nuestra democracia.
Resumamos toda la cuestión en un solo punto. ¿Cuántas veces ha hablado usted con algún diputado de su circunscripción, en cuantas ocasiones ha acudido a él para protestar, solicitar ayuda, proponer algo? Pues sin ese mecanismo activo la democracia representativa es una ficción, un contrato en blanco. Como en blanco queda el nombre del diputado que nos debería atender.
Los programas electorales y los compromisos que se anuncian se han convertido en una suerte de engaño, que la mayoría de los ciudadanos asume como tal. Te prometen el oro antes de votar y te traen carbón a partir del día siguiente de las elecciones.
Algunos países, pocos, tienen instancias independientes que validan la consistencia de los programas electorales. No las ideas claro, sino las propuestas y las cifras que las avalan, e informa públicamente sobre ello, y ponen en la picota lo que son brindis al sol. En este país, algo así sería una revolución democrática. Por eso ningún partido, ni nuevo ni viejo, lo propone.
Existen otras instancias dirigidas a la denominada accountability,. Es el proceso que hace posible que los ciudadanos vigilen y evalúen la actuación de los servidores públicos por medio de mecanismos como la transparencia y la fiscalización, y que incluyen la posibilidad de penalizar resultados inadecuados a través de órganos o tribunales especializados. Es sin duda un corrector necesario de los abusos de la partidocracia y corrupción. Ningún partido lo propone.
Nuestra democracia está maltrecha y la principal responsabilidad es de los partidos que la han secuestrado. La respuesta no vendrá de ellos, convertidos en nombre de ideologías diversas en simples organizaciones que compiten para el poder para sí, sino de corrientes sociales regeneradoras, que actuando políticamente desde fuera de los partidos posean la fuerza suficiente, tanto para impulsar su transformación, como para incentivar la formación de nuevos sujetos políticos portadores de aquella regeneración concreta.
Artículo publicado en La Vanguardia