Puede parecer extraño que pretendamos abordar la crisis que vive nuestro país, y la propia Unión Europea, mediante una propuesta que puede parecer estrictamente técnica. No es así. Una gran parte de las causas de la crisis social y política, incluso cultural y moral, tienen su raíz en ese indicador oficial, el PIB, que se ha convertido en la razón última para señalar que un país va bien o mal. Esta creencia constituye un grave error.
Es una evidencia que nuestra sociedad funciona mal y que sus crisis, institucionales, sociales, políticas, se multiplican. A la Gran Contracción que ha afectado a muchos países a lo largo de más o menos un quinquenio, les ha sucedido una recuperación que vuelve a distribuir desigualmente las ganancias que se producen, otorgando mucho más a quienes ya tenían más. En este contexto, la gran mayoría la población de menores ingresos, y también la mayor parte de la clase media, siempre pierden: perdieron con la crisis económica y con la recuperación en curso, y no se perciben cambios en esta tendencia que está destruyendo la cohesión y la unidad europea, y transformando la política en el seno de los estados miembros en una dinámica de enfrentamientos entre enemigos, que habíamos superado, consiguiendo mostrar al mundo el ejemplo de una buena vía para el desarrollo y la paz social, la que nos condujo a los europeos a los 30 años gloriosos.
La desigualdad crece por encima de lo racional, y aumenta la losa de nuestro débito que depositamos sobre nuestros hijos y nietos; financiera, ambiental, y de distribución generacional de los recursos públicos. El ascensor social se paraliza. Todo esto lo sabemos, y con visiones políticas distintas, existe un consenso generalizado para abordarlo que está resultando ineficaz, mientras las crisis progresan.
A pesar de todo ello los estados, todos, la Unión Europea, solo tienen una forma común y oficial de medir la evolución: el Producto Interior Bruto (PIB).
Afirmamos que esta es, precisamente, una de las claves decisivas que explican la incapacidad para afrontar la crisis de sociedad, y recuperar el bienestar para las personas y sus familias.
Mientras el PIB sea el indicador oficial de cómo evoluciona la economía -y con ella casi todo lo demás- de un país, los gobiernos estatales y de la Unión, sus órganos legislativos carecerán de una guía clara de lo que es necesario hacer.
Utilizar hoy el PIB es emplear una brújula que no señala el norte.
Recordémoslo: el PIB nació en la década de los 30 como herramienta para medir el crecimiento económico bajo determinados supuestos. Desde un inicio presentaba limitaciones. El propio Simon Kuznets advirtió sobre ellas, pero de buen inicio fueron ignoradas.
El PIB no mide las consecuencias humanas del crecimiento económico, ni sus aspectos cualitativos. El ejemplo más reciente es rotundo. Estados Unidos, la primera potencia mundial y uno de los países de mayor PIB per cápita, ha venido registrando un buen crecimiento a la par que se reducía la esperanza de vida de sus ciudadanos.
EL PIB contabiliza como crecimiento, lo cual se traduce implícitamente como un bien, la prostitución, el consumo de drogas, el mayor gasto en seguridad a causa del aumento de los delitos, el rearmamento, la destrucción del patrimonio natural y la contaminación por efecto de las congestiones del tráfico, para citar solo unos ejemplos concretos. Y a la par es incapaz de valorar la importancia decisiva del trabajo doméstico o el voluntario. No nos dice nada de la desigualdad, entre otras cuestiones básicas, porque no es su misión, ni de lo que puede suceder a medio plazo relacionado con la natalidad, la educación, y la inversión tecnológica y científica, ni de la sostenibilidad, incluso tiene muchas dificultades para medir bien el impacto económico de muchas actividades terciarias relacionadas con la tecnología, para referir otro tipo de ejemplos.
Las limitaciones del PIB son tan obvias que han proliferado los índices y medidas complementarias, la más notoria el Índice de Desarrollo Humano (IDH) de la ONU, pero existen muchos más. La propia Unión Europea puede presentar un buen número de ellos. Su problema radica en que no son el sustituto del PIB, carecen de aval formal, y no se utilizan en las decisiones gubernamentales; son como mucho un complemento.
Por todo ello:
Afirmamos que si no se sustituye el PIB, nuestras sociedades e instituciones de gobierno continuarán guiadas por criterios que complican más la crisis en vez de resolverla.
Solicitamos de la Unión Europea que otorgue prioridad a la confección de un indicador único y oficial del desarrollo económico, social y ambiental de la Unión, que sustituya al PIB, y establezca el reglamento necesario para que sea utilizado por los estados miembros. Que a su vez transmita a la Secretaría General de la ONU, su iniciativa para coordinarla con idéntico proyecto a escala global.
Solicitamos al gobierno de España que asuma esta iniciativa como propia y elabore una propuesta en el sentido apuntado para dinamizar el proyecto comunitario.
Sugerimos a la Secretaría de Estado de la Santa Sede y a la Comisión Pontificia de Justicia y Paz, consideren esta iniciativa y contribuyan a ella para auspiciar un desarrollo humano e inclusivo, acorde con la doctrina social de la Iglesia. Proponemos que basados en ella se elabore como iniciativa cristiana para el mundo, un proyecto de factores a considerar en un índice integrado de desarrollo, bienestar y sostenibilidad.
Todo ello con el fin de sustituir al PIB como indicador oficial del crecimiento de un país, situándolo en todo caso como un instrumento complementario para una utilidad económica bien circunscrita a lo que realmente puede medir.
Con este fin nos dirigimos a los presidentes de la Comisión y del Consejo de la Unión Europea, al presidente del Gobierno de España, al secretario de Estado de la Santa Sede, y al presidente de la Comisión Pontificia de Justicia y Paz.
Si compartes estos puntos de vista y los objetivos que propugnan, no permanezcas inactivo. ¡Participa!
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