Hemos dedicado tres artículos a argumentar a favor de la sacralidad humana, los números 3, 4 y 5 de esta serie. El paso siguiente viene dado por una pregunta: Si la sexualidad es una dimensión humana tan santa como se ha dicho, ¿por qué no se ve así?, ¿por qué resulta tan difícil vivirla como corresponde, es decir, santamente? Más aún, teniendo que vivir, por necesidad, en un mundo hipererotizado, ¿le queda alguna posibilidad al hombre de hoy de entenderla y vivirla como cosa sagrada?
Si no queremos errar de candidez -y no queremos-, hay que decir que no. En este mundo que nos está tocando vivir, a poco que uno se deje llevar por los criterios dominantes, no tiene ninguna posibilidad de escapar de una visión irreverente de la sexualidad. El erotismo mal entendido, no el que está al servicio del amor, sino el que se pone al servicio del egoísmo más cerril y pasional, es decir, el erotismo lujurioso, ejerce una presión similar a la atmosférica, es decir, está en el aire que nos envuelve y que necesariamente hemos de respirar. En este mundo del que hablamos, se entiende la lujuria como un pasatiempo y aún como un derecho, y, congruentemente con esa manera de entenderla, se la ha establecido como uno de los rasgos de nuestros usos y costumbres, con lo cual acaba siendo para muchos un estilo de vida. Pues bien, así, en este contexto, ni los niños, ni los jóvenes, ni nosotros mismos, los adultos, tenemos ninguna posibilidad de permanecer a salvo de esta presión erótico-lujuriosa que no sabe de entrega amorosa ni de don, y, en consecuencia, no se puede esperar que sepa de pudor, ni que tenga en cuenta virtudes como la templanza o la castidad.
En este tema, como casi en todos, tenemos datos más que suficientes provenientes de los estudios sociológicos habituales. Por estos datos, generalmente fiables, podemos saber sobre el consumo de páginas pornográficas en internet, inicio de la edad de la fornicación, promiscuidad de las relaciones, infidelidades matrimoniales, etc. Nada que objetar por mi parte a ese tipo de estudios, pero además de ellos, que vienen a señalar la misma realidad que puede exponer cualquiera que tenga ojos para ver lo que hay a su alrededor, creo que es bueno prestar atención a otros indicadores que probablemente llamen menos nuestra atención por el hecho de haberse estandarizado dentro de lo que podríamos llamar la vida corriente. A fin de cuentas, esos datos no hacen sino confirmar la amplitud y la propagación de unos criterios de vida y de unas prácticas que, por otra parte, por muy extendidas que estén, mal que bien, algún rechazo merecen todavía.
En cambio hay otras costumbres que se han impuesto y que no provocan ninguna reacción en contra, o al menos, yo no la detecto. Me refiero a hechos completamente habituales entre nosotros, de los que señalaré solo dos muestras. Primera muestra: los contenidos de la mal llamada educación sexual en tantísimos centros educativos de primaria y secundaria. Eso que se imparte bajo el nombre de educación sexual, ¿de verdad tiene algo de educativo? Fomentar las prácticas sexuales sin más restricciones que las profilácticas (que por otra parte se demuestran ineficaces también en el campo de la prevención de enfermedades), al tiempo que se enseña a huir de los embarazos, recurso al aborto incluido, ¿sirve para construir hombres y mujeres más virtuosos, más respetuosos con el cuerpo propio y ajeno, más limpios de cuerpo y alma? Segunda muestra: el hecho de encontrar una sección fija sobre sexo en bastantes medios de comunicación, donde se trata la sexualidad como si fuera un pasatiempo más, al mismo nivel del deporte, la cultura, la ecología o el motor, pero sin ningún tipo de pudor. He puesto estos dos ejemplos, pero hay un sinfín de parcelas donde tomar muestras, todas ellas en la misma línea: la publicidad, el cine, el teatro, el deporte, multitud de programas de televisión, el humor, las tertulias radiofónicas y televisivas, el uso del tiempo libre y su cultura del rollo, el turismo sexual como si fuera una modalidad más de turismo, etc.
Parece bastante claro que no podemos escapar a todo esto, lo cual no significa que no podamos hacer nada, como trataremos de ver, porque sí podemos hacer y mucho. Ahora bien, tengamos el siguiente principio claro para construir sobre seguro: Sin la gracia de Dios, que se nos da en Jesucristo, no podemos entender la sexualidad como cosa sagrada y, en consecuencia, no podemos vivirla santamente. La verdad es que sin su gracia no podemos hacer nada, de acuerdo con sus propias palabras: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). Estoy más que convencido de que uno de los errores de planteamiento de los hombres de todas las épocas, pero que se ha agudizado especialmente en los dos últimos siglos (y que nos afecta particularmente dentro de la Iglesia) está en la creencia de que sí podemos hacer por nosotros mismos sin necesidad de la gracia, lo cual viene a ser en la práctica una enmienda por nuestra parte a esas palabras del Señor. Este error hunde sus raíces en una herejía muy antigua, del siglo IV, llamada pelagianismo que sigue brotando y rebrotando una y otra vez según se suceden las generaciones y sobre la cual diversas voces de la Iglesia no han dejado de alertar constantemente, entre otras, en nuestros días, la más autorizada, la del papa Francisco. En su exhortación Gaudete et exultate, de hace unos meses, dice, a propósito de los innumerables pelagianos actuales, que “suelen transmitir la idea de que todo se puede con la voluntad humana, como si ella fuera algo puro, perfecto, omnipotente, a lo que se añade la gracia” (nº 49).
Los que nos tenemos por gentes de fe, en el plano teórico decimos contar con la gracia, ¡faltaría más!, pero a la hora de organizarnos, de actuar, de hacer proyectos, de buscar soluciones, de hacer propuestas, de disponer lo que hay que hacer, etc., me atrevo a pensar que en lo que de verdad confiamos es en nuestras propias fuerzas, en nuestra buena voluntad y en nuestros medios, y si acaso recurrimos a la gracia de Dios, lo hacemos como si fuera un añadido, un ingrediente más que viene como a redondear nuestras iniciativas. Y luego las cosas suelen no funcionar, cosa que suele extrañarnos mucho porque, en mi opinión, no solemos tener presentes esas palabras de Jesús, acerca de las cuales, por cierto, me parece a mí que no hace falta mucha exégesis para entender que dicen lo que dicen literalmente, que sin su gracia no podemos levantar nada que de verdad merezca la pena.
No seamos ingenuos y llamemos a las cosas por su nombre. Aquí lo que se plantea son dos opciones opuestas: o tenemos la visión de la sexualidad humana que tiene Dios y que conocemos por la revelación, o tenemos la visión mundana afectada irremediablemente por una morbosidad libidinosa. En ambas visiones hay grados, pero entre ambas no hay medias tintas. La primera, es santa porque viene de Dios, y es pura “como él es puro” (1ª Jn 3, 3); la segunda no viene de Dios, ni de los hombres que quieren cumplir su voluntad, sino de los que viven de espaldas a él, los cuales, “perdida toda sensibilidad, se han entregado al libertinaje, y practican sin medida toda clase de impureza” (Ef 4, 19).
Sin su gracia nada de nada, ni en este campo ni en ninguno, seamos creyentes o no creyentes, estemos en la Iglesia o fuera de ella, lo cual no significa que no reconozcamos la honestidad y la limpieza allá donde estén, en quienes confesamos a Cristo y en quienes no pueden hacerlo porque aún no lo han conocido. El pudor sexual es un sentimiento natural, tan natural como la compasión, que podemos encontrar en donde haya hombres siempre que la cultura no haya actuado en sentido contrario, como es nuestro caso, y que, reconozcámoslo, entre nosotros está sufriendo sucesivas acometidas de acoso y descrédito con el fin, abiertamente manifiesto, de arrumbarlo definitivamente.
Habiendo sentado el principio de que lo primero y fundamental es la vida de gracia, hay que preguntarse a continuación por lo que podamos poner de nuestra parte a disposición de la gracia, pues sabido es que “la gracia supone la naturaleza”; es decir, necesita de ella para actuar. Pues bien, creo que no desbarro si digo que lo primero que la gracia requiere de nosotros es conocimiento verdadero. La gracia precisa que sepamos cuál es la verdad de la sexualidad, en qué sí y en qué no consiste, en qué coincide y en qué se diferencia de la genitalidad, para qué se nos ha dado, por qué es sagrada, cuál es el plan de Dios para el hombre y la mujer, etc. A algunas de estas cuestiones hemos dedicado los artículos anteriores, otras irán saliendo en los que esperamos seguir publicando.
La segunda cosa que necesitamos poner de nuestra parte es voluntad, una voluntad decidida de hacer las cosas como Dios quiere y manda. Nadie quiere nuestra felicidad como el propio Dios, nuestro Padre del cielo. Nadie nos lo ha demostrado hasta la hartura como lo ha hecho Él, nadie sabe cómo funciona el hombre (en su doble modalidad de varón y mujer) como Dios, puesto que él es nuestro autor, nadie nos da tanto bien a cambio de nada (mejor dicho a cambio de tanto mal), ni puede prometernos los que él nos tiene prometido… y acerca de sus palabras quizá venga bien recordar “que nunca miente” (Tit 1, 2). Voluntad de vivir como Dios ha establecido para nuestro bien, una voluntad firme de vivir santamente la sexualidad, cada uno según nuestro estado -y aquí lector permíteme que tome prestadas unas palabras de la insigne maestra Santa Teresa de Jesús escritas en el Camino de perfección-: “venga lo que viniere, suceda lo que sucediere, trabájese lo que se trabajare, murmure quien murmurare”.
Lo tercero que podemos poner de nuestra parte es el pudor, la educación en el pudor, propia y ajena, si es que tenemos responsabilidad en otros: hijos, alumnos, dirigidos, etc. Cuestión importantísima esta del pudor y su relación con la educación, si bien dada la extensión de este artículo, lo dejamos para tratarlo en el próximo. Si Dios quiere.