El primer problema de Barcelona en estos momentos es el desorden y la inseguridad, porque ninguna de las normas básicas de convivencia se cumple en demasiadas calles y plazas de la ciudad. La consecuencia es una continuada degradación del espacio público y de la convivencia. El desorden en el que vive la ciudad tiene muchas causas, algunas exógenas como el turismo de aluvión, pero el resultado final está motivado por la propia gestión del gobierno municipal, que ha conseguido generar un sentido generalizado de impunidad, fruto de su particular ideología, y ha establecido una cultura, de la que los manteros son buenos testigos. Su crecimiento exponencial, la referencia a otras ciudades, no puede ocultar que en el transcurso de tres años se ha multiplicado. La causa reconocida por ellos mismos es la permisividad y la colaboración concreta de Colau. Tanto, que uno de sus dirigentes afirmaba sin reservas: “cuando Colau se marche, nosotros nos marcharemos” El problema de los manteros no es solo de orden público, pero esto no significa que no se puede prescindir de dicho orden para resolverlo.
La razón fundamental de esta actitud radica en el desprecio a la autoridad que tiene Ada Colau y su grupo politico. Colau entiende la autoridad, no como la consecuencia necesaria del ejercicio del poder democrático para mantener el orden necesario para el ejercicio de la libertad, sino como una imposición extemporánea. Es el fruto de una mezcolanza de ideas mal asumida, que tiene mucho de trasfondo anarquista, que, lógicamente, choca con las exigencias de la realidad, que implica entre otras muchas cosas el cumplimiento de la ley y el uso de los medios necesarios para hacerlas cumplir por parte de todos. Esta obligación primaria no encierra el corolario de perjudicar todavía más a los grupos sociales con menores ingresos, los más marginales. Conjugar los dos tipos de justicia es precisamente lo que caracteriza una política que quiera transformar la realidad. El problema es cuando, como en el caso de Colau y los comunes, quieren, pero no saben, cometiendo entonces una doble injusticia, porque ni hacen cumplir las normas de convivencia, ni poseen las capacidades políticas y la eficiencia necesaria para facilitar la vida e integrar a los más marginados. Obviamente, no es fácil, pero precisamente por esta razón conviene abordar esta cuestión con humildad y prudencia, en lugar de exhibir el tipo, como ha venido haciendo -y sigue en ello- el gobierno de Barcelona. Es una contradicción inasumible que se niegue, en nombre de un mejor control del turismo, un hotel de cinco estrellas en Diagonal – Paseo de Gracia y, al mismo tiempo, se asuma que se cronifique el vandalismo de un turismo indeseable en la Barceloneta, uno de los barrios populares de Barcelona ahora colonizado por gente que deteriora la convivencia y genera inseguridad. Es una extraña forma de entender lo que es justo y lo que conviene a la ciudad
Y es que para Colau el hotel era solo una cuestión para ricos, mientras que los turistas vándalos constituyen una “clase popular”. No importa que la implantación de aquel hotel generara un tipo de turismo beneficioso para la ciudad, para sus ciudadanos, por los beneficios económicos que habría aportado y su nulo impacto negativo sobre su entorno. Lo que cuenta es que pertenecían a un grupo social “enemigo”. Es la misma lógica que rige en relación a los manteros y el comercio de la ciudad. Los primeros son inmigrantes, gente marginada y oprimida, y merecen ser defendidos; los segundos reúnen todos los vicios de la pequeña burguesía, el culmen de lo desdeñable. No importa que los manteros sean la parte de una red internacional de comercio de falsificaciones e imitaciones, y los segundos sostengan la ciudad con sus impuestos y actividad, la etiqueta es simple y previa a la realidad.
El problema es obvio: sin una asunción plena del principio de autoridad para mantener el orden cívico, la libertad deviene libertinaje que solo beneficia a los más fuertes en la calle, es decir, a los más agresivos, los que amenazan o practican la violencia. Porque violencia es el desorden nocturno que impide el necesario descanso de los vecinos, que genera intranquilidad cuando no miedo a quienes han de transitar por la calle o utilizar el metro a determinadas horas y trayectos. Tan atenta que está Colau a la violencia de género y tan escasa es su atención hacia las circunstancias cotidianas que la provocan. Para la alcaldesa si no hay pie para poner un tenderete municipal y repartir folletos violetas, no hay tema. Violencia es soportar botellones que terminan con borrachos tirados por el suelo, discusiones entre grupos que terminan en peleas, gente que se pasea medio despelotada por la calle, que utiliza cualquier rincón para acometer un acto sexual sin importarles su privacidad, calles que reúnen distribuidores de drogas convirtiendo Barcelona en un paraíso del narco turismo. Tanto es así que Trip Advisor califica a las Ramblas como “La calle de la droga”. Por si faltara poco, este verano ha contado con la imagen de unos manteros persiguiendo y pegando a un turista americano, un hecho que tendrá un duro peaje para la ciudad.
Por si no fuera suficiente, las bicicletas, patinetes eléctricos y otros adminículos móviles que campan a sus aires han convertido las aceras y cruces en un verdadero peligro para quienes andan, sobre todo los más débiles, la gente mayor, las madres con niños pequeños. Se puede hacer todo porque la Guardia Urbana está desaparecida.
Desde el verano del año pasado la imagen de Barcelona ha registrado fuertes embates. Un atentado terrorista y los sucesos del 1 de octubre fueron el prólogo de un deterioro que se multiplica con un aeropuerto que es el segundo de Europa en retrasos, es decir, un lugar donde no poner los pies, una dura huelga de taxis que colapsó durante días el centro de la ciudad ante la inanidad municipal, los conflictos por causas distintas en multitud de barrios, la extensión de la droga con fenómenos tan peligrosos como la transformación de los lateros en vendedores de droga, del vandalismo turístico, de la inseguridad, la suciedad en determinadas zonas, las más visitadas. El gobierno municipal se defiende hablando de lo mucho que ha gastado y el personal que ha contratado, sin querer entender que lo que importa son los resultados, ¡y si estos son tan malos, con tanto gasto público, solo significa que la gestión es peor! ¡Qué moral tan extraña la de quienes gobiernan la ciudad!
Pero no todo recae en ellos. La política del gobierno de la Generalitat también contribuye, o ¿acaso la legislación catalana sobre los clubes de fumadores de María no es un coladero de tráfico y consumo, o la crónica insuficiencia de policía autonómica, no contribuyen a la inseguridad?,
Si la ciudad no recupera el ejercicio de la autoridad para hacer cumplir las normas de las que el propio Ayuntamiento democrático se ha dotado, para la convivencia y para elaborar aquellas otras que deben servir para afrontar los nuevos desafíos, si esto no se hace pronto, si no se restituye el orden cívico, Barcelona se convertirá en la capital del desorden, de la droga y del turismo vandálico.