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Anti-Eutanasia. O el dolor camino de felicidad

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“¿Queréis también vosotros ofreceros como víctimas al Señor, sobre el altar de mi Corazón Inmaculado, por la salvación de todos mis pobres hijos pecadores?” (P. Gobbi, “A los sacerdotes…”, pág. 787)

Se alude aquí a lo que preguntó la Virgen en Fátima a los tres niños (13 mayo de 1917) y a lo que contestaron que sí, que estaban dispuestos, a lo que respondió la Virgen; “Vais, pues, que tener mucho que sufrir, pero la gracia de Dios será vuestro consuelo”.

He aquí la más radical anti-eutanasia: El sufrimiento voluntario como bendición de Dios que obtiene la conversión de los alejados. Y la clave está en el amor: Hace falta amar con pureza para sufrir en paz.

Estamos en tiempos críticos. Tanto en un mundo que, desbocado, parece galopar hacia el precipicio. Como dentro de la Iglesia, en que la Fe está nublada, y en que uno de sus pilares, la Eucaristía, es tratada, a veces, desnaturalizadamente, como si el Señor no se hiciera presente como víctima divina por la redención de nuestros pecados. Iglesia en que algunos sacerdotes, con aquiescencia activa o pasiva de algunos obispos, comenten aberraciones y pecados que claman al Cielo.

Por eso necesitamos movilizarnos. Como dice el refrán “a grandes males, grandes remedios”.

Y gran remedio es, el mayor a nuestro alcance, que ofrezcamos nuestra persona, con todos los dolores que la vida nos depare, para expiar nuestros propios pecados y los de los demás. Y como dice la Virgen: “la gracia de Dios será nuestro consuelo”.

A la naturaleza humana le repugna sufrir. Y el dolor es eso, dolor. Santa Teresita del Niño Jesús, alma víctima inocente, venía a decir que no cuesta decir palabras bellas sobre el dolor. Pero que para saber hay que pasarlo.

El Evangelio no nos presenta una santidad al agua de rosas: “Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame”. Y la clave para la aceptación del dolor es el amor. Hay que amar mucho a Dios y a los hermanos para sufrir en paz y hasta con alegría.

Pidamos al Señor su gracia para aprender a amar y todo lo demás nos vendrá de propina: paz, fortaleza y alegría en el padecer.

Hace poco, una religiosa que estaba gravemente enferma, se negó a que le administraran morfina. No todos son llamados a este grado heroico de aceptación del sufrimiento. Y los cuidados paliativos modernos, para el común de las personas, son lícitos e incluso aconsejables.

Pero todos somos llamados a llevar nuestra cruz: unos a través de un martirio cruento, otros del martirio de una enfermedad y otros del martirio, no menos valioso, de los sinsabores de cada día.

Y el sufrimiento amado, o al menos aceptado, es un gran tesoro espiritual para la propia edificación y para el bien de nuestros hermanos.

Pedimos a Dios en el Padrenuestro que se haga su voluntad. La voluntad de Dios es lo mejor para cada uno de nosotros y para todos los hombres. Podemos suplicar, como Cristo, “si es posible pase de mí este cáliz”, pero aunque el Señor permita nuestro dolor, hemos de creer que ese dolor, precisamente ese, es lo mejor para nosotros.

A veces lo podemos entender, sobre todo cuando ha pasado la prueba y vemos todo lo que de inesperadamente bueno nos ha traído. Otras veces no entendemos nada y solo tenemos el llanto. Pero entonces tendremos que decir heroicamente: “pero no se haga mi voluntad, sino la tuya”.

Si estuviéramos en el Cielo aceptaríamos la voluntad de Dios con gran alegría (ya que veríamos con toda claridad que ella es lo mejor). Aquí, en el camino de la Tierra, nos puede costar lágrimas, pero hemos de fiarnos de Quien quiere con intensidad infinita que seamos santos – es decir eternamente bienaventurados y felices – y ayudemos a la salvación – a la eterna felicidad – de nuestros hermanos alejados.

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