Nuestra pretenciosa pretendida cultura se centra en el yo, y muestra lo terriblemente individualista que puede llegar a ser el ser humano, abismalmente solo entre la podredumbre que vomita, incluso deseada por aquello del morbo. Es la llamada “ética de la autonomía”, el hombre sin Dios, frente a Dios y contra Dios, creadora del superhombre. Ese semidiós permite e impone entonces (a los demás, pero también a sí mismo) todo tipo de salidas subjetivas para dar escape y reafirmar su idea fija, que cada día más puede considerarse psicótica y acaba sometiéndolo. Y eso, por si fuera poco, con petulancia destructiva. Porque, al colocarse en el centro reafirmando lo subjetivo, destruye todo atisbo de bien que haya en la vida creada por Dios, el Creador, sometiendo su alrededor (el cuerpo social) y su yo (el espíritu que da vida) con su visión corrompida de la realidad, a años luz de la Verdad. Engendra, entonces, esa fuente pervertida y perversa todo tipo de fantasmas de los que asustan, con una grosera distorsión de lo que aún llamamos vida, como si fuera en verdad ella misma, torciendo el futuro fuera y dentro de su ser. Son monstruos despóticos producto de la voluntad divinizada, lejos ya de una vida orientada al amor y la generación y de alguna manera ajena al propio yo y por tanto degenerada, desviados de su cualidad original: aquellos tales como el aborto, la eutanasia, la pobreza extrema, la marginación, el radicalismo y la mezcla explosiva de la absolutización del placer y del yo y con ellos la sexualidad, pongamos puntos suspensivos (de “suspense”)… porque de ahí ya se multiplican las fantasías resumidas en las siglas del silogismo LGBTI+, encumbradas con el ego: ¡todo vale!, ¿quién da más? Porque todo le sirve para “autorrealizarse” y con ello “ser” feliz en una vida cada día más subjetivizada, que para eso estamos, para ser felices. Pero ese intento de fuga psicótico, lejos de dar la felicidad, multiplica la putrefacción, dado que de la perversión surge perversión, dentro y fuera, hipotecando el futuro, pues los que vendrán recibirán un legado corrupto en el que ya no entenderán nada del cochambre. Habría, de seguir así, desaparecido todo punto de referencia, y esa ecología no integral ya no mostraría el camino que aún marca la Naturaleza como reflejo divino, y se autoaniquilaría. De ahí el intento de cargarse a la Iglesia, que es la que en la actualidad está reflejando y promoviendo diáfanamente la luz que viene de lo Alto, y el cristal con que mira el ser autónomo distorsiona. Pero “el poder del infierno no la derrotará” (Mt 16,18).
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